lunes, 14 de noviembre de 2011

Literatura / Paredes blancas... (La falta y otros cuentos)

Paredes blancas con algunos clavos sin sentido
(Fragmento)
Publicado en La falta
Nicolás Fratarelli

Los puntos plateados que forman las cabezas de los clavos en las paredes blancas, armaban un dibujo que parecía sacado de un cuadro de Kandinsky;  las huellas marcadas en el piso de madera, la bombilla que cuelga del techo, y que el viento bambolea sin sentido, marcan una vida que ya es pasado.
Por la ventana, sin cortina,  sin ningún tamiz que la enmarque,  entra un sol que baña todo el ambiente de manera escandalosa, que golpea como un cachetazo, que se adueña del lugar y lo muestra impudoroso, vacío, sin rugosidades, sin gradaciones, sin matices sin tintes sin colores.
Tercer piso be, por escalera. El departamentito de Belgrano que acompañó sus primeros sueños, que los vio crecer, que los vio peregrinar de la juventud a la adultez, que impregnó sus paredes de acordes  disonantes, aumentados, disminuidos,  de pronto se  había convertido en un  Dpto. 3amb amp,coc amueb. Mb.Bño compl. Oport. 15-18h,  o para decirlo de otra manera, en un objeto de consumo, en una cosa que comenzaba a tener un valor de mercado, con contrato de compra-venta y una escritura que comienza diciendo “en la ciudad de, partido de, jurisdicción de, siendo tal día, de tal año, Elvira, Elvirita, desde ahora la parte vendedora, comparece frente a mí, escribano público, matrícula ta ta ta…”



Allí estaba la biblioteca de madera que hizo José con sus propias manos. Los libros que se fueron acomodando, al principio uno al lado del otro prolijamente,  luego  uno encima de otro y después a como dé lugar. Más allá estaba el escritorio, en aquel rincón el piano,  vertical,  y el mueblecito  de las partituras,  “¿dónde puse las partituras?, ah, sí, en las cajas con cintas verdes, sí, sí las separé para que no se mezclen con el resto…”

Elvira, sentada, recorriendo con la mirada el departamento que dejaba, el hogar que dejaba -que dejaba ella porque José hacía tiempo que ya lo había dejado, que ya la había dejado- esperaba el camión que llevaría el piano. El piano y el asiento donde ella estaba sentada, era todo lo que quedaba por quitar del lugar. Días antes  un camión de mudanza había llevado todo a su nuevo departamento de Palermo que tenía un gran balcón (“bcon- tza a est. exc. lumin”) desde donde veía el zoológico, y se distinguía a la perfección la  jaula de los leones, de las jirafas y demás animales trasplantados desde su lugar de origen.  Sentada, cargando con el sol de frente, veía el mueble de estilo que tanto quiso, el de las gárgolas en los marcos, el de los herrajes de bronce, el de las puertas con vidrios biselados, el que estaba pensado sólo para estar ubicado en ese lugar, enclavado en una protuberancia que conformaban la unión de una saliente de la pared con una mocheta indeseable producto de una columna que hubo que poner a último momento para corregir un error de cálculo estructural. “Quienes  gusten de este mueble amarán esta casa” le había dicho a uno de los vendedores de la inmobiliaria que con una carpeta negra bajo el brazo la miraba impasible.
Sentada,  veía el piano, el que tocaba José. Donde ensayaba José. Recordaba esas noches en el Colón: El orgullo que sentía por los aplausos que recibía su marido en cada función, las cenas con los demás músicos que lo admiraban, los comentarios elogiosos de sus colegas, las invitaciones permanentes, los viajes, los reconocimientos.  Llevaba consigo, desde el primer día que la obtuvo, la medalla con que lo premiaron como el mejor concertista de piano de su camada  y que José le regaló el día en que le declaró su amor.

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