viernes, 15 de marzo de 2013

Literatura / Raúl González Tuñón

La calle del agujero en la media
Raúl González Tuñón 1930




Yo conozco una calle que hay en cualquier ciudad
y la mujer que amo con una boina azul.
Yo conozco la música de un barracón de feriabarquitos
en botellas y humo en el horizonte.
Yo conozco una calle que hay en cualquier ciudad.
Ni la noche tumbada sobre el ruido del bar
ni los labios sesgados sobre un viejo cantar
ni el afiche apagado del grotesco armazón
telaraña del mundo para mi corazón.

¡Ni las luces que siempre se van con otros hombres
de rodillas desnudas y de brazos tendidos!
-Tenía unos pocos sueños iguales a los sueños
que acarician de noche a los niños dormidos-.
Tenía el resplandor de una felicidad
y veía mi rostro fijado en las vidrieras
y en un lugar del mundo era un hombre feliz.
¿Conoce usted paisajes pintados en los vidrios?
¿Y muñecos de trapo con alegres bonetes?
¿Y soldaditos juntos marchando en la mañana
y carros de verduras con colores alegres?
Yo conozco una calle de una ciudad cualquiera
y mi alma tan lejana y tan cerca de mí
y riendo de la muerte y de la suerte y
feliz como una rama de viento en primavera.


El ciego está cantando. Te digo: ¡Amo la guerra!
Esto es simple querida, como el globo de luz
del hotel en que vives. Yo subo la escalera
y la música viene a mi lado, la música.
Los dos somos gitanos de una troupe vagabunda
alegres en lo alto de una calle cualquiera.
Alegres las campanas como una nueva voz.
Tú crees todavía en la revolución
y por el agujero que coses en tu media
sale el sol y se llena todo el cuarto de luz.


Yo conozco una calle que hay en cualquier ciudad,
una calle que nadie conoce ni transita.
Solo yo voy por ella con mi dolor desnudo
solo con el recuerdo de una mujer querida.
Está en un puerto. ¿Un puerto? Yo he conocido un puerto.


Decir, yo he conocido, es decir: Algo ha muerto. 


Foto: Le baiser de l'Hotel de Ville, Robert Doisneau

Ensayo / La Casa de Manuel Mujica Láinez

La Casa de Manuel Mujica Láinez
Otras Interpretaciones (libres) de La Casa (tomada)
Nicolás Fratarelli

Las paredes oyen (y hablan)

“Soy vieja, revieja. Tengo sesenta y ocho años. Pronto voy a morir. Me estoy muriendo ya, me están matando día a día. Ahora mismo me arrancan los escalones de mármol, la gloria de los escalones de mármol, pulidos, que antes, al darles encima el sol a través de los cristales de la claraboya, se iluminaban como una boca joven que sonríe. Siento terribles dolores cuando los brutos esos andan por mis cuartos con sus hierros, golpeando las paredes. Dolor y vergüenza. Me avergüenzo de que me vean así, mugrienta, sórdida, de que todo el mundo me vea así desde la calle, con sólo asomarse al vestíbulo donde ya no hay puerta y a los boquetes abiertos bajo los balcones sin persianas. Que me vean así... así... con el papel del escritorio cayéndose, con la lepra de humedad devorándome, con los vidrios del hall manchados y rotos, con la baranda de la escalera herrumbrosa: lo que fue blanco o celeste o azul transformado en negro, en colores, sin color, impuros...

Sesenta y ocho años... En Europa sería joven. En Europa hay que tener doscientos o trescientos o quinientos años para que a una la consideren vieja. Y entonces acarrean agentes en ómnibus especiales (lo he oído mencionar montones de veces) para mostrarles la casa antigua, y les explican que la casa es ojival o que en ella vivió un dramaturgo o un santo o un pirata o la favorita de un rey. Y hasta escriben un folleto contando su historia; y si la favorita no vivió allí sino en la misma cuadra en una casa que ya no existe, no importa”

A pesar que, desde distintos planos simbólicos, la casa, “vieja, revieja”, fue derruida, podríamos decir que todavía hoy, La Casa, la novela que concibió Mujica Láinez, continúa en pie y con bases sólidas.
El escritor, con su pluma refinada, creó una relato (o construyó o levantó una obra, para acercar el concepto al lenguaje arquitectónico) que funciona como llave, o mejor aún, como ganzúa silenciosa y metafórica. Con este breve adminículo, básico y vital, Mujica Láinez sombrero a cuadrillé, pañuelo en cuello, elegante, exquisito, fue abriendo con sigilo cada una de las puertas de la casa, una tras otra -la mata y aparece una mayor-, y de este modo fue recorriendo un camino espacial y temporal al que, como buen fisgón, no dejó ningún recodo oculto por descifrar.


Dos o Tres cosas que sabemos de ella

“… bastan y sobran mis sesenta y ocho años para que me tachen de vieja. Verdad que los últimos valen el doble...”

Cuando el escritor decide que la novela camine sola, cuando le suelta la mano, cuando la novela se suelta de la mano del escritor, esta, la novela en sí, con su locuacidad, comienza a dejar por el camino múltiples preguntas y va permitiendo miradas, interpretaciones y disquisiciones distintas sobre ella misma.
Conocidas son las muchas las lecturas que se hicieron sobre el significado de La Casa. Una,  la más difundida, que aún subsiste, es la que interpreta que esa casa es una metáfora del país desde las primeras décadas del siglo XX hasta la llegada del régimen (¿régimen?) peronista.
El cuento es más o menos así. Había una vez un país donde todo era idílico bueno y blanco hasta que llegó un gobierno autoritario que trajo el mal, el caos y el desorden. Entonces los señores educados se vieron invadidos por una horda de ignorantes que querían apropiarse de lo que les pertenecía. Punto. Simple.
Y Sigue. Antes de este escenario invasivo la casa vivía épocas de esplendores, luego con el arribo del disloque, la casa virtuosa comienza la decadencia hasta el punto que termina siendo demolida. He aquí  entonces donde se produce el nudo de la metáfora: Su demolición se debe al advenimiento de un nuevo actor social ( compuestos por intrusos y ocupas) en la vida política argentina pero sobre todo a la aparición de una figura refulgente en la historia del país (y de la casa): Eva Perón. 
Detalles más, detalles menos, así lee la crítica de la época esta obra literaria. Es una interpretación que muestra cómo la casa (o Manuel Mujica Láinez) sin mencionar el tema se hacía eco del pensamiento antiperonista que imperaba en el país por aquel entonces.
La novela se escribió entre enero y agosto 1953, un año después de la muerte de Eva y dos años antes de la llamada Revolución Libertadora (que a la distancia sabemos que no fue ni revolución ni liberó nada).
Pero no todas las interpretaciones coinciden con la elucidación expuesta. Por ejemplo una figura sumamente respetada en la literatura argentina como Abelardo Castillo, seguramente el mejor escritor argentino de los últimos tiempos, tiene una  opinión distinta. Tan rotundamente distinta que hasta llega a plantear provocativamente que La Casa “es un libro de izquierda” y que la interpretación antes descrita más que reduccionista, es una interpretación equivocada.
Dice:
“Es muy fácil leer La casa como una novela antiperonista, escrita por un señor de clase alta. Esto la ubicaría, por decirlo así, entre los libros de la derecha. Sin embargo yo creo que, objetivamente, La casa es un libro de izquierda.”
“La casa de la novela nace en 1885, y su historia termina en el 30 y pico. Que Mujica Láinez decida que la voz de la casa empiece a narrar a los 68 años, en el momento de su demolición, no deja de ser otra broma. Dante, a quien Mujica Láinez cita mucho, se refería a las cuatro lecturas: la lectura literal, la lectura moral, la lectura anagógica y la lectura simbólica –que él denominaba alegórica–. La casa fue leída siempre de una manera literal. La fecha en que fue escrita (entre febrero y agosto de 1953) contribuyó a que se la considerara una denostación del peronismo y el ascenso de las clases populares –los que se convierten en dueños de la casa son una puta, un malevo y dos mucamas–. Pero lo que no se advirtió suficientemente es que la edad de la casa permite abarcar un ciclo que va desde finales de los 80 del siglo pasado hasta avanzados los 30 del actual. Las dos grandes crisis. La casa deja de ser la casa aristocrática, por llamarla así, durante la década infame. Ahí empieza su decadencia: en 1934, después de la revolución de Uriburu. El último dueño real de la casa se la cede a Rosa, mucama que es amante de Efraín desde hace doce años. Deliberadamente, La casa termina en la década del 30. Pero como Mujica Láinez la publicó en el año 54, siempre se hizo una lectura antiperonista; aunque en realidad la novela se refiere muy claramente a la caída del patriciado argentino después de la crisis del 30. (…) La casa desarrolla una metáfora de la caída del patriciado argentino como ningún otro libro lo hizo antes.” 
(Reportaje de Alejandro Margulis. www.ayeshalibros.com.ar)

Lo que dice la letra
La novela tiene un argumento simple pero poderoso. La casa, una casa de las grandes familias argentinas, cuenta su auge y su decadencia describiendo los aconteceres dentro de sí misma.
La casa como tal es la protagonista de la historia y  ella misma relata en primera persona. Como narradora omnisciente ve pasar a sus propietarios originarios, a sus herederos, y a los sirvientes (que terminaron de adueñarse de ella) y  presencia, no sin dolor, su decaimiento hasta verse perecer.
La casa estaba ubicada sobre la calle Florida. Sobre la elegantísima y selecta calle Florida. Sobre una de las calles que sintetizaba los ideales de clase de la época. El primer dueño de la residencia fue Don Francisco, senador nacional, integrante de un grupo social que supo agenciarse de una  prosapia que no traía de cuna. A su muerte , a la muerte de de Don Francisco, la casa queda en manos, primero, de su hijo Gustavo (buen mozo) que conserva el señorío del padre, y a la muerte de éste,  termina en poder de su hermano menor, Benjamín (no era feo, resultaba feo al lado de Gustavo) con quien comienza la decadencia, porque concluye el ciclo dejando, inaceptablemente, la propiedad a  dos mucamas, a Rosa, su amante, y a Zulema, (hermanas) respectivamente señaladas como la “indignidad” y el “deshonor” (ambas, en su simbiosis, emparentadas con la figura de Eva Duarte: oportunista -Rosa- y arrojada -Zulema-).
La casa dice:
“A Benjamín lo consideré un intruso pero tenía derechos (…) pero a Rosa (y a Zulema) nunca la consideré mi dueña, la conceptué como la fundadora de una dinastía espuria”.
No hay nada que hacer, la casa es parte de una determinada estirpe. La pueden tomar, pueden habitarla, se pueden adueñar de ella, podrán tener escrituras y títulos de propiedad, pero así y todo nunca serán sus dueños. La novela muestra con contundencia que la casa tiene una prosapia que no cualquiera puede honrar.
 Más allá de las eruditas objeciones de Castillo, la novela sin duda permite interpretar la mirada antiperonista en su texto. Varios son los guiños planteados a lo largo del relato para producir esta lectura. Uno es el paralelismo de Zulema  con Eva Perón: Zulema era bastarda. Igual que Eva. Otro es que a la misma Zulema le endilgan el adjetivo de  arribista” tal como lo hacía el discurso antiperonista con Eva.
Entre tantos elementos que se acercan al argumento plantado, aparece el comentario que  los obreros  prenden fuegos (los) parquets (y las) maderas” de la casa  en el momento de su demolición, cayendo en la típica crítica simbólica que la razón educada le hacía (le hace) a la barbarie antiurbana. Cuestionamiento ideológico más que político.
Por lo tanto es evidente que a este “libro de izquierda” que muestra la “caída del patriciado argentino” se le pueda sumar esta interpretación antiperonista. Quizá pueda resultar  una mirada reduccionista, pero no descabellada.


Espejo espejito
Tal vez se trate entonces que, más allá de una interpretación correcta (¿la hay?), la lectura de esta novela (de esta o de otra, o de cualquier texto en general) pueda servir como disparador de varias interpretaciones, de varias ideas, de múltiples sentidos, y que con cada lectura se pueda remarcar, como con un resaltador fosforescente, lo oculto en lo manifiesto y a partir de esto generar otro texto que exalte lo oblicuo y que devele lo no dicho.
¡Pobre techo italiano, pobre cortejo de la balaustrada, alegrado por las ropas teatrales! Los gritos de sus personajes me estremecen ahora. Los obreros trepados en escaleras han asegurado que es imposible desprender la tela de la cornisa sin dañarla, y entonces el hombre de pelo rojo, duro, que dirige el trabajo, ha perdido la paciencia y ha vociferado que no tiene importancia, que lo rompan, que lo rompan no más.
¡Cómo grita, cómo gritan las pintadas señoras que rozan la balaustrada con sus dedos demasiado largos, y el esclavo negro y el militar del sombrerazo y la capa púrpura! ¡Y cómo ladran los lebreles! Los asesinan entre sus jarrones llenos de rosas. Los asesinan desde el frágil andamio, a cuchilladas, a martillazos, mientras el yeso cae sobre el piso.

Haciendo una asociación libre podemos recordar cuando Trotsky y Lenin tomaron como vivienda doméstica el Palacio de Invierno durante la revolución rusa y comían arenques de la lata, o cuando luego de la revolución cubana los barbudos de entonces tomaron el Hotel Nacional, el más lujoso de la isla,  para armar un centro turístico destinado a las personas más pobres de Cuba, quienes, por su falta de formación urbana, escupían en el piso de los salones; y yendo a la ficción, podemos detenernos por un instante  en  la película con Nini Marshal  Catita es una Dama  (1956, dirigida por Julio Saraceni, guión de Abel Santacruz)  donde la protagonista tras incendiar involuntariamente su inquilinato, lleva a vivir a todos los habitantes del lugar (a todos) a la mansión de sus patrones (momentáneamente desocupada)  donde ella trabajaba de mucama e inunda el salón de chicos corriendo, de gente en camiseta  y de sogas con ropa colgando.
También, siguiendo con libres relaciones, podemos ver en el famoso cuadro de Eduardo Sívori, El despertar de la criada (1887), la voluptuosa figura de Rosa saliendo de su cama “…Rosa era bella…”, contrapuesta con la imagen de Clara, la dueña de casa esposa de don Francisco, a  la que se la puede imaginar representada en el Retrato de Lucía Gasc de Daireaux (1904).  Y, así, con estas dos referencias pictóricas poder ver reflejadas dos formas de ser, dos cuerpos y dos actitudes de mujer, la primera, desnuda, que será parte de  invasión urbana, y la segunda, vestida, parte del estable equilibrio de la virtud conservadora. (“Los Primeros Modernos. Arte y sociedad en Buenos Aires a fines del siglo XIX. Laura Malosetti Costa. Fondo de Cultura económica)


Repensando el tema, y tomando la idea de Ricardo Piglia: “La interpretación de la narración no enfrenta una significación cierta; en todo caso, como sucede a menudo, un relato se responde con otro relato.” (ADN Cultura viernes 7/9/12) , podemos acercarnos a Julio Cortázar cuando le preguntaban si su cuento “Casa Tomada”, era una alegoría al peronismo y a la situación que vivía en el país en esa época, a lo que respondió: “(Nunca fue mía esa interpretación) pero no se puede excluir. Es perfectamente posible que yo haya tenido esta sensación y que en el cuento se tradujera así, de manera fantástica y, simbólica"
Hasta aquí la casa como novela y sus interpretaciones significativas, sociales y políticas. Hagamos ahora otra mirada, que de tan obvia suele quedar olvidada: interpretemos el lenguaje arquitectónico de la casa.


La interpretación de la locuacidad
Por lo general las arquitecturas singulares resultan ser siempre arquitectura objeto. Con todo el significado que tiene el término “objeto”: concepto asociado a un artefacto que comienza y termina en sí mismo.
Los objetos como tales se despegan del resto de la ciudad, y la relación con el exterior se da de manera individual. Siendo, la suma de objetos lo que genera el conjunto. O sea la arquitectura objeto es una arquitectura que responde a la forma positivista de ver el mundo. No hay ciudad, hay sumatorias de objetos que crean ciudad.
La casa de Mujica Láinez responde a esta idea. Pero con una salvedad: Mujica Láinez convierte a ese objeto único, a ese objeto que comienza y termina en sus propios límites, en sujeto y, si bien responde a las mismas aspiraciones artísticas arquitectónicas que cualquier casa (casona, villa , residencia) de su clase, ese objeto pasa de tener una retórica latente, a otra manifiesta. Se convierte en sujeto a tal punto que habla, piensa y opina por sí mismo y hasta trasciende al escritor. Quien cuenta  es la casa como tal, o dicho de otra manera, quien habla es la cosa en sí, es el objeto arquitectónico que conlleva su propia subjetividad.

La fachada
La casa es todo fachada. Toda la casa es una gran fachada, no simplemente el frente.
Matan a Tristán. Paco, su hermano, lo tira del balcón. Pero “las cosas se arreglan” para evitar escándalos de clase.
Esa manera de ocultamiento es parte de esa fachada, que con sus recodos  muestra y esconde, exhibe lo noble y oculta lo impuro.
Quizá como el Tartufo de Moliere, la vida que se desarrolla en la casa, es parte de la virtud del hipócrita, de aquel que realmente conoce lo bueno y lo malo y como no puede evitar lo malo que hace en privado lo censura en público. Tal vez sea cuestionable la actitud, pero de lo que no queda dudas es que  la casa como buena hipócrita tiene la claridad suficiente para dilucidar la buena y la mala moral, por más que la realidad que la circunde la lleve por otros caminos.
“La huella de los pecados que aquí se cometieron ha quedado en mí, ensuciándome, corrompiéndome, quitándome poco a poco, habitación a habitación, todo lo que contuve de gracia, de belleza, de brillo. Eso que no se veía en los que pecaban, porque su cara seguía siendo igual, serena, pulcra, aristocrática a veces y otras canallesca, pero siempre indiferente, intacta, en mí se ve porque es como una costra que me envuelve”.
Tristán aparece como un fantasma, con quién habla la casa. Paco  vive encerrado en su habitación a causa de su locura. Ernesto Sábato en Sobre héroes y Tumbas por boca de Alejandra señala: “todas las buenas familias tienen encerrado en su habitación a un loco en su casa”. En este caso Paco es el loco aunque también fantasma como Tristán, pero un fantasma vivo y encerrado. Es un loco bien.
La casa es muy locuaz, expresiva. Charlatana. Habla como una regia y macanuda Potota. No obstante no comunica mucho de ella misma. Cuando  por momentos se autodenomina “frívola” no lo hace como autocrítica sino como mero retrato.
Ella, la casa, habla de sí misma hablando de los otros. Nos da señales de su espíritu pero no de su forma. No podríamos hacer un dibujo de su totalidad, sí de parcialidades, de partes, de  lugares.
Hay una escalera y un sótano. Hay un balcón. Una cocina. Una sala. Otra sala, un salón japonés. Una escalera.  Se sabe de su decoración, de sus tapices de sus techos de algunas de los elementos que la visten pero no de su composición general. Se sabe de sectores, no de totalidades. Habla de algunas de sus habitaciones, las presenta, se regodea en descripciones,  pero no habla de su disposición relativa.
“En Europa... en Francia... Antes, en la época en que la vida era bella, los visitantes entraban en mí hablando de Francia:
–Parece que estuviéramos en París –repetían.
O si no hablaban de Italia. De repente, en el comedor, durante una de esas comidas que reunían a veinticuatro personas alrededor de la mesa, alguien, generalmente un extranjero, miraba hacia arriba, hacia el techo pintado, y lo descubría.
–Pero... –exclamaba– ¡es un techo italiano!, ¡qué admirable!
Y todos, hasta los que me conocían muy bien porque habían estado aquí docenas de veces, miraban al techo, y durante unos minutos la conversación se concentraba sobre esa pintura tan hermosa. Entonces (también me he cansado de oírlo) cada uno comparaba mi techo con el de algún palacio de Roma, de Parma, de Venecia.
¡Pobre pintura del comedor! Sus figuras distribuidas en torno de una balaustrada que acompaña a la cornisa del cielo raso en su movimiento, como si la prolongara, se apoyaban en ese gran balcón poético que el pintor cubrió de tapices, de pájaros y de jarros con flores, para mirar a los que desde abajo, desde la mesa trémula de candelabros, de porcelanas y de cristales, los contemplaban también, de suerte que todo dependía del lugar donde uno se colocara, pues si uno era una de las figuras del techo –por ejemplo la dama del quitasol o el negrito del turbante que ríe con un papagayo en el puño–, entonces todo giraba y para uno la pintura del techo, de “su” techo, estaba formada por un grupo de caballeros vestidos de frac y de señoras escotadas cuya ronda rodeaba la blancura de un mantel. Claro que allá arriba, en la pintada fiesta, el espectáculo era más hermoso porque encima planeaba un trozo de cielo al óleo, muy azul, con sus nubes, pero el espectáculo de abajo, el de las encendidas velas y las perlas y las pulseras de esmeraldas y las fuentes enormes, suntuosas como trofeos, me conmovía y me turbaba más, pues participaban de él los seres que con su vida tejían la mía, los que yo debía vigilar sin descanso, los trazadores de mi incierto destino.”

En su buena época, cuando “la vida era bella”, todo estaba armado con buen gusto. Fue Benjamín quien comenzó la degradación y traicionó a su propia clase.
Dice triste la casa:
“ yo he sido durante años mi propio fantasma (…)  la gente pasaba delante de mi sin notar mi presencia (…) recogiendo la oscuridad de mi falta de esfinges, de Apolo, de capiteles de acanto y de guirnaldas (…) en tanto mis dos vecinas inmediatas usufructuaban la atención con sus vidrieras y sus avisos luminosos estridentes. Yo en una época he sido el centro de la mirada me volví invisible.” 


Triste solitaria y ¿final?
Con el tiempo la casa se fue deteriorando. Pasó de estar en el centro de la escena a ser invisible.
Con el tiempo la casa perdió su figura, su forma, su materialidad, no obstante, así y todo, hoy la casa sigue vigente. Y aunque no la veamos sigue hablando en ausencia y  nos sigue permitiendo interpretaciones, variadas, variadas, y libres. 

FOTOGRAFIAS ARQUITECTURA N.F. PALACIO PAZ.
IMAGENES PICTORICAS INTERNET. EXPOSICION "PRIMEROS MODERNOS DE BUENOS AIRES 1876-1896" CURADA POR lAURA MALOSETTI COSTA.