sábado, 23 de febrero de 2013

Literatura / Bruno (La línea y otros cuentos)

Bruno
Nicolás Fratarelli
Publicado en "La línea y otros cuentos"

Hace ya más de diez años, luego de muchas idas y vueltas, decidí comenzar a construir mi casa en un terreno que era de mi padre.

Justo yo, que toda mi  vida despotriqué contra la propiedad privada y  que me burlé con sorna de quienes levantaban la bandera de “la casita propia” decidí sentarse sobre los terrenos cenagosos de, a la que despectivamente llamaba, la “pequeña burguesía”.

Luego de muchas noches de desvelos, de urticantes discusiones por los cuestionamientos de mis compañeros de militancia más dogmáticos,  de extensas charlas con mis amigos más íntimos y con quien era entonces mi  novia y es ahora mi mujer, decidí  llevar adelante el proyecto de hacer la casa, en la que actualmente vivo junto a mi familia.

Para resolver algunas paranoias, culpas mal curadas y contradicciones variadas tomé dos puntos de  partida que hiciera que mi casa no fuera igual a las del resto del barrio: A, que no tenga tejas, que para mí era la  figuración de la mediocridad, del medio pelo y de la tilinguería (“sobre todo las presuntuosas tejas francesas, acompañante de las “caidas” de los techos – que además cuanto más caídas tiene una casa más importante se cree quien vive dentro-“ decía por ese entonces a todos los que me querían  escuchar); y B,  que  tuviese un fondo grande para compartir, para “socializar” -era la palabra adecuada- con amigos, compañeros y seres queridos.
 
Así fue como en aquel momento, por recomendación de un amigo maestro mayor de obra con el que proclamábamos consignas incendiarias y pegábamos afiches colorados, conocí a Bruno, la persona  que iba a estar al frente de la obra. 

Bruno era un albañil de oficio. Italiano del sur, africano para sus compatriotas del norte. Introvertido, de pocas palabras, incansable. No se detenía nunca,  salvo en determinados momentos del día que paraba para fumar. Porque Bruno no trabajaba con el cigarrillo encendido en la boca como hacen muchos que dejan que su pitillo se consuma sin pena ni gloria entre sus labios, como si nada, por la pura inercia del vicio, no, él  paraba. Paraba  para fumar. Detenía su trabajo para poner todos sus sentidos en ese cigarrillo, para vivir ese momento. Para él ese instante era un acto trascendente, un evento importante en el día. En ese lapso intemporal interrumpía su tarea y encendía su cigarrillo.

Lo atenazaba con el pulgar y el  índice desde la primera hasta la última pitada, lo agarraba con esos dedos ásperos, agrestes, toscos y comenzaba con su rito. Inhalaba como quien recuerda los tiempos felices de la  infancia y exhalaba como quien expulsa malos augurios. Se deleitaba con cada bocanada, con el aroma del tabaco, con la espesura de las impurezas que pasaba por su garganta para agolparse en sus pulmones. Disfrutaba lentamente de su momento como quien disfruta de un licor, como quien gusta de  un beso.

Me fascinaba ver como entrecerraba los ojos resistiendo al humo blanco y pastoso que se enroscaba por su cara buscando vencer la obstinación de sus párpados. A su lado me sentía Quinto, ese personaje de Italo Calvino en “La especulación Inmobiliaria”, y a él lo creía Caisotti, ese albañil montañés rudo y esquivo. 

Bruno no era alto, tampoco bajo. Su apariencia era la de un hombre de 65 años, aunque quizá tuviera varios menos. En su rostro se leía su oficio, en cada arruga una hilada de ladrillos, en cada frunce de ojos un metro de contrapiso, en cada pata de gallo un alisado de cemento.

Como es sabido ni el calor ni el frío tienen compasión por la gente que trabaja en las obras,  en verano el sol hace estragos y no sabe diferenciar entre un techo de cinc y un cuerpo de carne y hueso, y en invierno la helada encuentra siempre la fisura oportuna en los borceguíes carcomidos por la cal para llegar punzante a los pies, a pesar de eso nunca lo escuché quejarse.

Me enorgullecía saber que a mi casa la estaba haciendo un tipo que silbaba cuando trabajaba. Aún conservo una foto que le saqué sentado en el andamio, con su gorra de jubilado, pantalones y camisa grafa color azul, mientras revocaba. Lo admiraba cuando lo veía acomodar los tablones como si fueran muebles caros, cuando lo veía mojar los ladrillos para ubicarlo en el lugar exacto,  cuando lo veía hacer el pastón concentrado como si estuviera haciendo un hito trascendente para la humanidad. 

Un día nos detuvimos a charlar de nuestras vidas. Estábamos entumecidos, le llevé una taza con un café bien caliente que agarró con las dos manos. Me contó que hacía veintitrés años había comenzado a levantar su casa y “si Dios quiere este año termino el frente que es lo último que me queda”.

Con el objetivo de conseguir la jubilación italiana, un tiempo antes de conocernos se había ido trabajar al pueblo donde nació.  Se quedó dos años, el tiempo necesario para hacer todos los aportes y todos los trámites necesarios. En ese interín por necesidad conoció Roma y aprovechó para visitar el Vaticano. Allí su vida cambió. Dijo: “Nunca vi nada igual, tanta historia, tanta majestuosidad, tanto brillo tanta belleza y tanta injusticia a la vez, allí sentí más que nunca como la iglesia está cada vez más cerca de los grupos empresarios y más lejos de la gente,  y me di cuenta que el papa no tiene ninguna sensibilidad espiritual, apenas es un político más…”

Bruno siguió hablando, pero a partir de ese momento yo ya había dejado de escucharlo. Estas últimas palabras me  envolvieron. Esta simple frase me bastó para terminar de completar  mi composición de Bruno.

Lo imaginé joven con la bandera roja traída desde su pueblo a este, su nuevo mundo llamado Lanús, lo veía armando barricadas junto a otros jóvenes  inmigrantes. En mis entrañas me sentía cada vez más el personaje de Italo Calvino hablando con el constructor. Imaginaba a Bruno blasfemando en italiano, despotricando contra la curia, tirándole piedras a la iglesia de su pueblo y teniendo problemas para casarse porque el sacerdote que lo acusaba de “partisano”

Lo pensaba socialista, o quizá anarquista. “Seguro que vino a la Argentina luego de desertar del ejercito de los camisas negras,” pensaba yo mientras Bruno hablaba. Por un momento no encontré diferencias entre Sacco, Vanzetti y él.

Bruno seguía hablando apropiándose del calor de la taza con sus manos. Yo seguía sin escucharlo. Sólo lo miraba, estábamos sentados uno en frente del otro sobre  bolsas de cal apiladas. Veía asomar del bolsillo de su camisa dos cigarrillos sueltos que había comprado en el quiosco de la esquina de la obra, observaba su barba crecida, sus ojos gastados, su particular modo de gesticular, su bolso negro empolvado, su  vianda que esperaba hacerse mediodía. Hasta que de pronto abruptamente desperté de mi nube,  cuando lo escuche decir que como la iglesia se había alejado de la gente y no daba respuestas a quienes la requerían, hacía poco tiempo se había sumado a las filas de una agrupación de Testigos de  Jehová. Cuando escuché este último comentario quedé perplejo. Decepcionado. Desencantado.  Aunque confieso que quedé más tranquilo cuando agregó “todavía no estoy del todo integrado porque me piden dejar de fumar, y no puedo”. 

A las pocas horas de esta charla, y como conciente acto político, quizá uno de los últimos de esa época, quizá el más revolucionario de todos,  le llevé de regalo un par que cartones de cigarrillos. Aduje que estaban de oferta, que los compré circunstancialmente en un negocio de ocasión, no quise explicarle que era mi manera de seguir sintiéndome Quinto un rato más y de extender mi sueño. 

Hoy, diez años después, mi amigo el constructor me cuenta que Bruno sigue con su gorra de jubilado, porque ya está jubilado, que aun no terminó el frente de su casa, que continúa esperando la jubilación de Italia y que todavía, sigue fumando.

domingo, 10 de febrero de 2013

Literatura / Joyce / Fantasma

Fantasma
James Joyce
(Ulises 1921)
 
“¿Qué es un fantasma? Preguntó Stephen.
Un hombre que se ha desvanecido
hasta hacerse impalpable por muerte,
por ausencia, por cambio de costumbres.”                     





















Imagen de la película "Las manos de Orlac "
(Orlac Hände, 1924, Robert Wiene )

sábado, 9 de febrero de 2013

Literatura / Carlos Fuentes

El que inventó la Pólvora
(Fragmento)
Carlos Fuentes (1928 - 2012)

(...) Nunca hubo tiempo de averiguar a qué plan diabólico obedeció, o si todo fue la irrupción acelerada de un fenómeno natural que creíamos domeñado. Tampoco, dónde se inició la rebelión, el castigo, el destino -no sabemos cómo designarlo. El hecho es que un día, la cuchara con que yo desayunaba, de legítima plata Christoph, se derritió en mis manos. No di mayor importancia al asunto, y suplí el utensilio inservible con otro semejante, del mismo diseño, para no dejar incompleto mi servicio y poder recibir con cierta elegancia a doce personas. La nueva cuchara duró una semana; con ella, se derritió el cuchillo. Los nuevos repuestos no sobrevivieron las setenta y dos horas sin convertirse en gelatina. Y claro, tuve que abrir los cajones y cerciorarme: toda la cuchillería descansaba en el fondo de las gavetas, excreción gris y espesa. Durante algún tiempo, pensé que estas ocurrencias ostentaban un carácter singular. Buen cuidado tomaron los felices propietarios de objetos tan valiosos en no comunicar algo que, después tuvo que saberse, era ya un hecho universal. Cuando comenzaron a derretirse las cucharas, cuchillos, tenedores, amarillentos, de alumno y hojalata, que usan los hospitales, los pobres, las fondas, los cuarteles, no fue posible ocultar la desgracia que nos afligía. Se levantó un clamor: las industrias respondieron que estaban en posibilidad de cumplir con la demanda, mediante un gigantesco esfuerzo, hasta el grado de poder reemplazar los útiles de mesa de cien millones de hogares, cada veinticuatro horas.
El cálculo resultó exacto. Todos los días, mi cucharita de té -a ella me reduje, al artículo más barato, para todos los usos culinarios- se convertía, después del desayuno, en polvo. Con premura, salíamos todos a formar cola para adquirir una nueva. Que yo sepa, muy pocas gentes compraron al mayoreo; sospechábamos que cien cucharas adquiridas hoy serían pasta mañana, o quizá nuestra esperanza de que sobrevivieran veinticuatro horas era tan grande como infundada. Las gracias sociales sufrieron un deterioro total; nadie podía invitar a sus amistades, y tuvo corta vida el movimiento, malentendido y nostálgico, en pro de un regreso a las costumbres de los vikingos.
Esta situación, hasta cierto punto amable, duró apenas seis meses. Alguna mañana, terminaba mi cotidiano aseo dental. Sentí que el cepillo, todavía en la boca, se convertía en culebrita de plástico; lo escupí en pequeños trozos. Este género de calamidades comenzó a repetirse casi sin interrupciones. Recuerdo que ese mismo día, cuando entré a la oficina de mi jefe en el Banco, el escritorio se desintegró en terrones de acero, mientras los puros del financiero tosían y se deshebraban, y los cheques mismos daban extrañas muestras de inquietud... Regresando a la casa, mis zapatos se abrieron como flor de cuero, y tuve que continuar descalzo. Llegué casi desnudo: la ropa se habla caído a jirones, los colores de la corbata se separaron y emprendieron un vuelo de mariposas. Entonces me di cuenta de otra cosa: los automóviles que transitaban por las calles se detuvieron de manera abrupta, y mientras los conductores descendían, sus sacos haciéndose polvo en las espaldas, emanando un olor colectivo de tintorería y axilas, los vehículos, envueltos en gases rojos, temblaban. Al reponerme de la impresión, fijé los ojos en aquellas carrocerías. La calle hervía en una confusión de caricaturas: Fords Modelo T, carcachas de 1909, Tin Lizzies, orugas cuadriculadas, vehículos pasados de moda.
La invasión de esa tarde a las tiendas de ropa y muebles, a las agencias de automóvil, resulta indescriptible. Los vendedores de coches -esto podría haber despertado sospechas- ya tenían preparado el Modelo del Futuro, que en unas cuantas horas fue vendido por millares. (Al día siguiente, todas las agencias anunciaron la aparición del Novísimo Modelo del Futuro, la ciudad se llenó de anuncios démodé del Modelo del día anterior -que, ciertamente, ya dejaba escapar un tufillo apolillado-, y una nueva avalancha de compradores cayó sobre las agencias.)
 
Aquí debo insertar una advertencia. La serie de acontecimientos a que me vengo refiriendo, y cuyos efectos finales nunca fueron apreciados debidamente, lejos de provocar asombro o disgusto, fueron aceptados con alborozo, a veces con delirio, por la población de nuestros países. Las fábricas trabajaban a todo vapor y terminó el problema de los desocupados. Magnavoces instalados en todas las esquinas, aclaraban el sentido de esta nueva revolución industrial: los beneficios de la libre empresa llegaban hoy, como nunca, a un mercado cada vez más amplio; sometida a este reto del progreso, la iniciativa privada respondía a las exigencias diarias del individuo en escala sin paralelo; la diversificación de un mercado caracterizado por la renovación continua de los artículos de consumo aseguraba una vida rica, higiénica y libre. «Carlomagno murió con sus viejos calcetines puestos -declaraba un cartel- usted morirá con unos Elasto-Plastex recién salidos de la fábrica.» La bonanza era increíble; todos trabajaban en las industrias, percibían enormes sueldos, y los gastaban en cambiar diariamente las cosas inservibles por los nuevos productos. Se calcula que, en mi comunidad solamente, llegaron a circular en valores y en efectivo, más de doscientos mil millones de dólares cada dieciocho horas. (...)