lunes, 26 de diciembre de 2011

Literatura / Alejo Carpentier

La ciudad de las Columnas
Alejo Carpentier (1904-1980)
y su visión de La Habana
(fragmento inicial)

"El aspecto de La Habana, cuando se entra en su puerto escribía Alejandro de Humboldt en los primerísimos años del siglo pasado es uno de los más rientes y de los más pintorescos que puedan gozarse en el litoral de la América equinoccial, al norte del Ecuador. Este lugar, celebrado por los viajeros de todas las naciones, no tiene el lujo de vegetación que las orillas del río de Guayaquil, ni la salvaje majestad de las costas rocosas de Río de Janeiro, puertos del hemisferio austral, pero la gracia que, en nuestros climas, embellece los paisajes de naturaleza culta, se mezcla aquí a la majestad de las formas vegetales, al vigor orgánico que caracteriza la zona tórrida. Solicitado por tan suaves impresiones, el europeo se olvida del peligro que le amenaza en el seno de las ciudades populosas de las Antillas; trata de entender los elementos diversos de un vasto paisaje, contemplar esas fortalezas que coronan las rocas al este del puerto, ese lago interior, rodeado de poblados y de haciendas, esas palmeras que se elevan a una prodigiosa altura; esta ciudad, medio oculta por una selva de mástiles y los velámenes de las naves..."
 Pero añade el amigo de Goethe, dos páginas más adelante, al referirse a la calle de los mercaderes: "Aquí, como en nuestras más antiguas ciudades de Europa, sólo con suma lentitud se logra enmendar el mal trazado de las calles".
Urbanismo, urbanistas, ciencia de la urbanización. Todavía recordamos las conjugaciones que de la palabra urbanismo se daban, con espesos caracteres entintados, en los ya clásicos artículos que publicaba Le Corbusier, hace más de cuarenta años, en las páginas del Esprit Neuveau. Tanto se viene hablando de urbanismo, desde entonces, que hemos acabado por creer que jamás ha existido, antes, una visión urbanística, o al menos, un instituto del urbanismo. Humboldt se quejaba, en su tiempo, del mal trazado de las calles habaneras. Pero llega uno a preguntarse, hoy, si no se ocultaba una gran sabiduría en ese mal trazado que aún parece dictado por la necesidad primordial -tropical- de jugar al escondite con el sol, burlándose superficies, arrancándole sombras, huyendo de sus tórridos anuncios de crepúsculos, con una ingeniosa multiplicación de aquellas esquinas de fraile que tanto se siguen cotizando, aun ahora, en la vie ja ciudad de lo que fuera intramuros hasta comienzos del siglo. Hubo además, mucho embadurno -en azafrán oscuro, azul sepia, castaños claros, verdes de oliva- hasta los comienzos de este siglo. Pero ahora que esos embadurnos se han quedado en los pueblos de provincia, entendemos, acaso, que eran una forma del brise-soleil, neutralizador de reverberaciones, como lo fueron también, durante tanto tiempo, los medios puntos de polícroma cristalería criolla que volvemos a encontrar, como constantes plásticas definidoras, en la pintura de Amelia Peláez o René Portocarrero. Mal trazadas estarían, acaso, las calles de La Habana visitadas por Humboldt. Pero las que nos quedan, con todo y mal trazadas como pudieron estar, nos brindan una impresión de paz y de frescor que difícilmente hallaríamos en donde los urbanistas conscientes ejercieron su ciencia.
La vieja ciudad antaño llamada de intramuros es ciudad de sombras, hecha para la explotación de las sombras -sombra, ella misma, cuando se la piensa en contraste con todo lo que le fue germinando, creciendo, hacia el oeste, desde los comienzos de este siglo, en que la superposición de estilos, la innovación de estilos, buenos y malos, más malos que buenos, fueron creando a La Habana ese estilo sin estilos que a la larga, por proceso de simbiosis, de amalgama se erige en un barroquismo peculiar que hace las veces de estilo, inscribiéndose en la historia de los comportamientos urbanísticos. Porque, poco a poco, de lo abigarrado, de lo entremezclado, de lo encajado entre realidades distintas, han ido surgiendo las constantes de un empaque general que distingue a La Habana de otras ciudades del continente.

martes, 20 de diciembre de 2011

Literatura / La Línea (La línea y otros cuentos)

La línea
Nicolás Fratarelli
Premiado
en el XVIII Concurso Nacional de Cuento y Poesía “Leopoldo Marechal”
Categoría cuentos

La línea estaba allí, derechita, tiesa, imperturbable, perfectamente trazada. ¿Qué hace eso ahí? Me acerco, me arrodillo, la miro de cerca, tomo un paño húmedo con la intención de borrarla, de limpiarla de hacerla humo. Cuando aproximo mi mano a ella, veo que se mueve hacia adelante.
No lo entiendo. Hago algunos pasos con mis rodillas siguiéndola, vuelve a moverse. Se instala debajo de la mesa. Corro las sillas, la persigo con mi trapo de limpiar, pero vuelve a desplazarse, esta vez más rápido. No se deja agarrar la turra, se me escapa. Me siento un estúpido. Un verdadero inútil.  Si no puedo detener a una simple línea negra de un metro de largo, hecha en lápiz, estoy perdido.
Ante la impotencia le grito: “detente” (no sé porqué consideré que a una línea se le habla de “tu”, pero así lo hice) “¡detente!” le dije, pero no me hizo caso. Giró noventa grados sobre si misma y salió disparada hacia el otro lado. Ya sé que hacer, pensé, la voy a arrinconar, a llevar a algún lugar donde no tenga escapatoria y allí me voy a lanzar encima de la insurrecta. Así lo hice, me fui acercando a hurtadillas, con disimulo, con sigilo, con sumo cuidado, en silencio, cuando la tuve a tiro, cuando la tuve al acecho, pronto  para atraparla, la muy insignificante da otra vuelta pero esta vez de más o menos quince grados latitud sur  y se me escabulle entre las piernas. Enfurecí, me di vuelta con decisión, me tiré al piso, con la amenaza de que esta vez no se me iba a volver a escapar, pero para mi sorpresa a partir de ese momento, no la volví a ver. Desapareció de mi vista. La busqué, pero no la pude encontrar. Husmeé por debajo de la mesa y nada, desplacé muebles, moví la cómoda grande del comedor (que bastante bien vino porque aproveché para sacar el polvo y las pelusas impregnadas al piso desde tiempos legendarios, inmemoriales, quizá desde antes de Cristo,) y nada. Seguí buscando, hurgando, escudriñando rincones  hasta que desistí.
Por la noche, aunque estaba con otros menesteres, no había olvidado el incidente. Me fui a dormir. En la cama di vueltas pensando en dónde estaría esa línea que me tuvo a mal traer durante todo el día. Desvelado, me levanté, volví a revisar todos los lugares posibles en donde se podía llegar a esconder la línea pero no la hallé. Me costó conciliar el sueño, pero mi cansancio pudo más y caí dormido.

Por la mañana, luego del baño, cuando me acerco a la cocina para preparar mi desayuno ataviado con chancletas y bata, la veo. La distingo allí bajo la luz del sol: Impávida, impertérrita, lozana, altanera, desafiante. Estaba en el piso casi pegada a la pared, cerca de la intersección entre el plano vertical del antepecho de la ventana y el plano horizontal perfecto que arman los mosaicos. ¿Es que anoche estaba allí  y no la pude distinguir o acaso fue durante la madrugada que se apostó en ese sector de la casa? No lo pude responder, necesitaba pensar. Me tomé un momento. Encendí la radio, comencé a silbar sobre la canción que partía del sintonizador, me puse a arreglar trastos dándole la espalda a la línea, fingiendo ignorarla,  hasta que de pronto, en ese instante divino, se me hizo la luz, y veloz como un rayo me di vuelta sobre un pie y con el otro la pisé, la apretujé con mi calzado de paño gris, tomándola desprevenida y efusivo exclamé con sorna: “¡Te atrapé!, te tengo, ahora soy yo quien te domina”.
Para que no se escape la pisé fuerte, en el medio de su espalda, en su mitad, podríamos decir a cincuenta centímetro de cada punta. Allí la tenía cuando de repente veo -debo reconocerlo que no sin asombro- que sus extremos se comienzan a levantar, ambas puntas se elevaban perpendiculares del piso y poco a poco la línea iba arqueándose hasta convertirse en un arco de medio punto perfecto. Abatido, apesadumbrado, le quité el pie de encima. La línea, ahora curva, no modificó su nueva forma, apenas si se movió un poco de lugar saliendo debajo del sol, que se notaba le molestaba un poco.
Allí quedó.
Sin salir de mi sorpresa me pongo en cuclillas para mirarla de cerca. No se inmutó. La toco, la acaricio. No ofreció resistencia, se dejó acariciar. Empujo ligeramente una de sus puntas, se mece; se tambalea sobre la tangente que forma con el piso. Vuelvo a empujarla esta vez con más fuerza, de nuevo se mece, pero más rápido; me entusiasmo con el juego y la empujo cada vez con más intensidad, hasta que se me va la mano y le doy un envión demasiado grande, es entonces que con semejante inercia vuela por el aire, cae por la fuerza de la gravedad, golpea sobre el piso, rebota  y vuelve a tomar impulso, da una cabriola, -todo esto en forma perpendicular a mi mosaicos recientemente lustrados-  y en el segundo golpeteo contra el suelo la línea que era curva, une sus extremos y se convierte en un círculo perfecto.

En ese momento llamé a mi trabajo. Di parte de enfermo. No podía separarme de este  fenómeno geométrico que tenía en mi propia casa. Fui al dormitorio, me cambié, me puse jogging y zapatillas. Me hice otro café. Taza en mano me acerqué al ahora círculo, antes línea recta, luego arco, que se había trasladado hacia el comedor. Tomé mi calculadora. Saqué cuentas. Si el perímetro de un círculo es igual a pi por diámetro, quiere decir que la división del perímetro por tres coma catorce  da que frente a mis narices tengo un círculo de 0,31847134 metros de diámetro.
Me siento en el sillón, estiro los brazos sobre su respaldo. Contemplo al círculo. Siento que ya somos amigos. Suena el teléfono. Es el médico de la obra social, me pregunta que qué tengo, le digo, que nada grave, que solo algo de fiebre “apenas unas líneas”, cuando me escuché decir esto traté de contener la risa pero no lo logré del todo, sin mucho convencimiento el médico me dio su visto bueno y me dijo que si la fiebre aumentaba que lo llame que se acercaba a mi domicilio.
Cuando corté, el círculo ya no estaba en un lugar fijo, andaba dando vueltas por toda la casa, por el piso, por las paredes, por el techo. Curioseaba cada rincón y yo no me aburría de mirar su paseo.
En un momento lo llamé “¡ey!“,  le hice un gesto con la mano para que se me acerque, obedeció.  Cuando se me acerca, lo hago rodar. Se dejó ir y luego volvió. Una vez, otra y otra vez más. Entendió el código. Luego cambio el juego le pongo mi dedo índice encima y lo hago girar sobre su eje, y gira. Cuando se detiene,  otra vez lo hago girar, esta vez un poco más fuerte, y vuelve a girar divertido, luego hago el mismo movimiento pero esta vez violentamente; el impulso que le genero sobre su punto de apoyo es tan fuerte que veo como frente a mi vista el círculo se convierte en esfera.

Ahora somos inseparables. La, otrora línea, luego arco, antes círculo y  ahora, esfera, salta, salta. Salta por toda la casa.

Arquitectura / Oscar Niemeyer

La vigencia de la ética
Nicolás Fratarelli
                En la actualidad existen grandes obras de arquitectura. Arquitecturas sorprendentes, de gran imaginación plástica. Algunas aparentan sostenerse en el aire como por arte de magia,  otras parecen  esperar un ligero susurro para comenzar a andar como un Golem por las calles de las ciudades que las hospedan.
                A la vez, existen arquitectos de indiscutible talento, de una creatividad asombrosa, que despliegan cualidades artísticas prodigiosas, que elevan la cuerda del salto cada día y que, sin embargo, a pesar de sus virtudes como diseñadores, cuesta incorporarlos a la categoría de arquitectos admirables: sus obras los opacan. En general esta pléyade de arquitectos que conquistó el mundo del diseño, que adquirió fama internacional, que supo cautivar a las grandes agencias de publicidad de alcance global, que conquistó las portadas de los grandes medios de comunicación, es realizadora de cosas bellas, de objetos hedonistas, de piezas únicas que empiezan y terminan en sí mismas. Son arquitectos que diseñan gemas arquitectónicas admirables pero no llegan a ser arquitectos admirables porque sus obras solo buscan complacer vanidades: utilizan a la arquitectura como medio para lograr fines personales, les falta profundidad, y compromiso para actuar sobre  las miasmas que supura el  mundo.

                Niemeyer es distinto. Niemeyer es un maestro. Oscar Niemeyer es un arquitecto admirable. Y lo es más allá de sus obras porque justamente, a lo largo de toda su trayectoria, se interesó por algo más que por la arquitectura en sí misma. Es un arquitecto admirable porque creyó en la arquitectura como arte social, como servicio, como instrumento transformador del mundo.
                Niemeyer es un maestro porque  dejó huellas, porque abrió surcos, porque en el acto de proyectar, antes que pensar en sí mismo, pensó en el otro. La gran diferencia con los famosos arquitectos de arquitectura baldía, leve, se encuentra en que mientras estos a pesar de su excentricidad manifiesta mantienen una oquedad sigilosa para no cambiar nada (por el contrario buscan prefigurar espacialmente el actual orden),  Niemeyer quiso (y con más de cien años aún lo sigue queriendo) cambiar el mundo. Lo cuestionó, se enojó con el estado de cosas que se le presentaba ante sus ojos y tomó a la arquitectura y al urbanismo como herramienta para objetarlo y tratar de ponerlo en vereda.
                Seguramente a Niemeyer ya lo hayan superado en el despliegue formal de su arquitectura, las armoniosas curvas trazadas en el conjunto Pampulha de Belo Horizonte, o en el edificio Copán de San Pablo parecen naif al lado de los despliegues exuberantes de esta época como los que se ven en Dubái, Beijing o en cualquier ciudad del mundo con economías incipientes de duración efímera, sin embargo difícilmente lo superen en prestigio: Oscar Niemeyer es un arquitecto admirable y no sólo por su obra de gran belleza y compromiso social, ni por su humanismo y su formación cultural y artística, sino, y sobre todo,  por el modo en que involucró la ética de la vida con la arquitectura.

El 15 de diciembre Oscar Niemeyer cumplió 104 años. ¡Salud maestro!

(Imagen: Puerto de la Música. Rosario. Proyecto. 2010.)

jueves, 15 de diciembre de 2011

Arquitectura / Oscar Niemeyer

"Un arquitecto

  debe conocer a Matisse y

  saber filosofía"


Por Stefano Bucci
De Corriere della Sera
Diario La Nación | Jueves 16 de diciembre de 2004 | Publicado en edición impresa  

RIO DE JANEIRO.- Lo último que viene a la mente hablando con Oscar Niemeyer es que el arquitecto ha cumplido ayer 97 años porque, incluso ante el interlocutor más aguerrido, parece ser siempre sólo él quien conduce el juego.
Así, en su pequeño estudio sobre la avenida Atlántica, es él quien elige hablar en francés ("en inglés correría el riesgo de cometer demasiados errores") o quien pide que uno se acerque un poco más a su silla ("comienzo a estar un poco sordo"). Es también él quien, después del almuerzo, habla de su pasión por el cine de Visconti, Pasolini y Scola. Y es siempre él quien muestra con orgullo sus proyectos, viejos y nuevos: del Museo de Arte Contemporáneo de Niteroi al Memorial de la América Latina de San Pablo, pasando, naturalmente, por un sueño llamado Brasilia.
Niemeyer no es, sin embargo, un hombre arrogante. Todo lo contrario, no obstante los premios que ha recibido y su celebridad ("es como Pelé", es lo mínimo que se escucha en Río cuando uno pregunta sobre él). Tanto que es él mismo quien responde el teléfono y quien recibe al cronista, diminuto pero elegantísimo en su camisa blanca con las iniciales ON bordadas, los zapatos marrones brillantes (sobre la mesa hay un frasco de Chanel para hombre), en un estudio microscópico tapizado de muchísimos libros, incluido su "¿Y ahora?", recientemente publicado en Brasil: un relato breve (no un tratado de arquitectura) en el cual Niemeyer cuenta la historia de Lucas, "un combatiente de mil batallas", un viejo comunista que es casi su álter ego y que ha elegido, como él, "no resignarse nunca a las brutture de la vida".
Por otra parte, cómo no creer en la veta subversiva del arquitecto cuando una de las pocas decoraciones de estas habitaciones con vista a la playa de Copacabana es una máxima suya, escrita sobre los muros, que dice: "Cuando la miseria se multiplica y la esperanza huye del hombre es tiempo de revolución". Una revolución ligada "al rechazo de toda forma de capitalismo" y que termina por traducirse en el rigor de la decoración: pocos sillones de cuero negro, una chaise longue, una silla hamaca de metal, una mesa simplísima. Todo firmado Niemeyer.
-Usted dice que la vida es mucho más importante que la arquitectura.
-La vida puede cambiar la arquitectura y no ocurre lo mismo a la inversa. La arquitectura es solamente uno de los tantos aspectos que componen la existencia del hombre, como el arte, la literatura, la ciencia o la política.
-¿Por eso es que usted sostiene que el arquitecto no se debe limitar a diseñar proyectos?
-El arquitecto no debe ser sólo un técnico. Debe tener una cultura general, debe conocer los clásicos de la literatura tanto como a los escritores contemporáneos. Debe conocer a Matisse y saber filosofía. De ese modo alcanza a conocer el ambiente que lo circunda.
-¿Y la política?
-También la política es parte de la vida del hombre. Y es una parte importante, al menos para mí: he conocido a Fidel Castro y he integrado el Partido Comunista brasileño. Estuve exiliado en París durante la dictadura militar y continúo declarándome anticapitalista. En su momento, estuve en contra de la Guerra de Vietnam y hoy estoy en contra de todas las guerras.
-¿Qué piensa de la guerra en Irak?
-Bush invadió un país, lo ha ultrajado y continúa haciéndolo. Eso, para mí, es inadmisible.
-Volvamos a la arquitectura. ¿Cómo juzga a sus colegas?
-Pienso que todo arquitecto es capaz de hacer una buena arquitectura. Claro, los que pueden decir que han creado una obra excepcional no son tantos, pero es un discurso que vale para todas las formas de la creatividad: no todos pueden tener la capacidad de proyectar la iglesia de Ronchamp, como ha hecho Le Corbusier, pintar "Guernica", como Picasso, o elaborar la teoría de la relatividad, como Einstein.
-Usted ha conocido a Le Corbusier y ha trabajado con él. ¿Qué recuerdos tiene?
-Un maestro, aun cuando yo no compartía algunas de sus elecciones. Desde el punto de vista humano, en cambio, era muy huidizo y no hemos trabado relación.
-¿A quiénes elegiría como modelos?
-Palladio y Alvar Aalto han sido fundamentales en mi formación.
-¿Sólo ellos?
-No, también la invención del cemento ha sido para mí fundamental.
-A menudo lo han definido como un "racionalista sensual", ¿por qué?
-Nunca he amado las líneas rectas ni los ángulos rígidos e inflexibles creados por el hombre: los encuentro antinaturales. Siempre me he sentido atraído por las formas mórbidas y fluctuantes. Por eso mis proyectos a menudo nacen de una forma curva, como es curva la silueta de una mujer hermosa. Tal vez de esa mezcla nace la idea del racionalista sensual.
-Cuando se habla de usted, es imposible no pensar en Brasilia. ¿Cómo ve hoy aquel proyecto?
-Como un sueño realizado: el sueño de demostrar que Brasil podía ser capaz de hacer grandes proyectos, de crear una ciudad. Es cierto, también los sueños pueden traer problemas, y los problemas en Brasilia son aquellos que, por ejemplo, se dan en edificios que se degradan o cuyo mantenimiento es difícil.
-Pero Brasil no es sólo el sueño de Brasilia...
-Hoy es también violencia y pobreza. Es un país de grandezas y miserias, el país de Ipanema y de las favelas. Es un país por el cual es necesario seguir combatiendo sin rendirse jamás.
-¿Por qué votó a Lula?
-En realidad había elegido a Ciro Gomes, pero no tenía ninguna posibilidad de convertirse en presidente. Así me volví hacia Lula, que me parece que se está moviendo bien. Como dice Lucas, el protagonista de mi novela "¿Y ahora?": la revolución puede esperar.
-Arquitecto, ¿qué se siente al ser definido como un maestro?
-Nada, sigo viniendo a mi estudio todas las mañanas, a las 10, y haciendo proyectos como lo he hecho siempre. Pero también sigo leyendo, dibujando, escribiendo.
-Pero su estudio, a pesar de la cantidad de trabajos que tiene en curso, no es demasiado grande...
-¿Y por qué debería serlo? Para hacer los proyectos basto yo.

martes, 13 de diciembre de 2011

Música / Leo Masliah

Un Genio de Bigotes
Pubicado en Morticia (2009)
Nicolás Fratarelli




No es un músico, ni un escritor de relatos y cuentos, tampoco es un dramaturgo y muchos menos un humorista, Leo Masliah es más que todo esto junto, es un artista, pero no cualquier artista, es un artista-cerrajero de esos que abren y cierran las puertas que se les cantan. Es uno de esos tipos que hace interesante todo lo que toca -o compone, o escribe-.  Un geniecillo con observaciones agudas que erige un mundo partiendo de minucias. Llamar desconsoladamente al mozo -Maria Clotilde- , ir a comprar manteca al supermercado -Supermercado- o simplemente leer la cartelera cinematográfica -Amor de Película- son buenos temas para armar canciones y expresar su idea.

La cabeza privilegiada de Masliah le puede poner letras, a las partituras de Tchaikovsky -el Cascanueces- o a intrincadas melodías de Charlie Parker -Donna Dee-  y en el mismo momento en que las canta, interpretar el piano como el más virtuoso de los concertistas clásicos o tecladista de jazz. Puede ponerle música a un poema de Edgar Alan Poe -el Cuervo- y usando la misma lógica lúdica, unir un cuento de Charles Perrault -Caperucita Roja- a la 3era Fuga del Clave Bien Temperado de Bach.

Como buen genio, se maneja con total libertad creadora, tanto en la búsqueda sin prejuicios de estilos musicales, como en las expresiones literarias, que van desde la poesía al absurdo, utilizando siempre el humor, la ironía, y el sarcasmo para decir sus cosas. Con la misma seriedad aunque con registros completamente distintos, le canta a su Montevideo natal de una manera simple e inspirada, creando una de sus más bellas composiciones -Biromes y Servilletas-, le toma el pelo a los amantes de la expresiones musicales elevadas, de esa música seria y fina que “le pone a uno la piel de gallina”  -El Concierto- o se burla de aquellos sabelotodos de café que dicen conocer que “ese juntapapeles que viene ahí, así como lo ves es dueño de cuatro cadena de hoteles” -Apariencias-


Inteligente y perspicaz, juega su propio juego y altera las reglas establecidas con el mismo desparpajo que altera el 1er movimiento de la Sonata en Do mayor de Mozart, o que abre la Muralla de Quillapayún o que encuentra al Unicornio que alguna vez se le perdió a Silvio Rodríguez, eso sí, en todo momento, manteniendo su bigote hirsuto y su rostro impávido.



Ninguna Calle
Leo Masliah

Si hay una calle llamada Constitución
Y hay una calle Constituyentes
Si hay una calle llamada Libertador
Y hay otra calle que es Libertad

Por qué será, por qué será que
Ninguna calle se llama Opresión
Por qué será, por qué será que
Ninguna calle se llama Flagrante Violación a la Constitución

Si hay una calle llamada Defensa
Por que no hay que se llame Ataque
Si está la calle llamada Trabajo
Por que no está la que se llama Explotación

Si hay una calle de Comercio
Si hay una calle de la Industria
Por que no está, la calle, la calle, de la Especulación Financiera
Por que no está, la calle, de la Indexación
Por que no está, la calle, de la Hiperinflación
Por que no está, la calle, de la Desocupación

Si hay una calle llamada Igualdad
Por qué será, por qué será que
Ninguna calle se llama “Todo para mi y Nada para ti”
Si hay una calle llamada Independencia
Por qué no hay otra que se llame “Total Dependencia del Fondo Monetario”
Por qué no hay otra que se llame “También Dependemos del Banco Interamericano de Desarrollo”

Si hay una calle llamada Justicia
Por que no hay que se llamada “Me cago en vos”
Si hay una calle llamada Fraternidad
Por que no hay otra que se llame “Yo contigo no tengo nada que ver”
Si hay una calle llamada Democracia
Por que no hay que se llame Dictadura Militar

Ninguna calle se llama Depresión
Ninguna calle se llama Recesión
Ninguna calle se llama Refinanciación
Ninguna calle se llama “Carta de Intención”
Ninguna calle Privatización
Ninguna calle se llama Inquisición
Ninguna calle Malversación
Ninguna calle se llama “Subió la papa”
Ninguna se llama Promesa Electoral

Si hay una calle que se llama Libertad
Por que no hay otra que se llame Represión
Si hay una calle que se llama Trabajo
Por qué será, por qué será que
Ninguna calle se llama Cansancio
Si hay una calle que se llama Trabajo
Por qué será, por qué será que
Ninguna calle se llama Paro General
Si hay una calle que se llama Trabajo
Por qué será, por qué será que
Ninguna calle se llama Diversión

domingo, 4 de diciembre de 2011

Cine / El estudiante

Llave al mar
Nicolás Fratarelli

“El estudiante”, la película de Santiago Mitre, con las actuaciones de Esteban Lamothe, Romina Paula, Ricardo Félix y Valeria Correa, fue un éxito inesperado dentro de la producción cinematográfica de este año. Como cualquier película argentina independiente, con recursos acotados, tuvo pocos lugares de proyección y escasa difusión antes de su estreno, sin embargo alcanzó y bastó con esto para capturar el interés del público.
Tanto en el cine Lugones, como en el Malba  la película se vio siempre a sala llena y  fue una dura tarea conseguir entradas para poder asistir a sus funciones. En poco tiempo, se convirtió en una película casi de culto, e impensadamente conquistó las portadas de los grandes suplementos de espectáculos de los diarios de alta tirada. Tuvo críticas elogiosas de manera casi unánime por la prensa especializada, y si bien no fue elegida como la película para representar a la Argentina en los premios Oscar -la Academia Nacional del Cine prefirió “Aballay”-  estuvo entre las nominadas  junto a un tanque como “Un cuento chino” con Ricardo Darín como figura convocante. (Tema aparte: quitando razones de índole únicamente comerciales ¿Por qué otro motivo nuestro cine –y el cine latinoamericano en general me atrevería a decir- debería seguir mandando cada año una película para que compita en una liga norteamericana que lo único que hace es lobby  y márquetin  para  garantizar el éxito de sus propias producciones?).

Frente a este estado de situación, cuando supe que de forma libre y gratuita pero con tiques, iban a proyectar el film en la facultad de Ciencias Sociales -en la sede de la calle Santiago del Estero- me aboqué entusiasmado a conseguir entradas. Luego de algunos rodeos, aunque sin las dificultades que se sucedían en las salas mencionadas,  pude obtener mi pase para ver  la película.
El ámbito no podía ser el más adecuado: ver “El estudiante” en Sociales, con la presencia del director del film, al lado de alumnos, docentes y autoridades de esa facultad y en un auditorio nuevo con las comodidades básicas que merece la universidad de Buenos Aires - no en la cueva en estado de semi destrucción como es la sede de “Marcelo-Te” donde se filmó casi la totalidad de la película-  era casi la situación ideal de cualquier cinéfilo.
No obstante, debo decir que a pesar de mis expectativas la película me decepcionó y no porque esté mal filmada -su realización es impecable- ni por sus actuaciones -son todas excelentes desde la primera hasta la última - ni por su guión -al que no pretendo discutir en estas líneas-, la película me decepcionó por su visión nihilista, por su mirada sesgada, y  porque a pesar de plantear un pretendido “final abierto” la película es cerrada, y prácticamente impermeable.
Desde un comienzo, la cinta muestra a  ese estudiante (Roque) que se convierte en militante político, como a “los estudiantes que militan” dentro de la universidad. “El” estudiante en el transcurso del film  pasa a ser “los” estudiantes, el estudiante deja de ser tal (Roque) para convertirse en un concepto de estudiante interesado en política.
La historia muestra a un estudiante-militante como un tipo que no da puntada sin hilo, un tipo que puede decir sí o “no”  bajo el único valor ético de la conveniencia personal, prescindiendo de cualquier ideología. Muestra a un estudiante -crónico- que calcula permanentemente cada paso, que no tiene ningún otro propósito más que conseguir réditos personales y que se rodea de gente que actúa de la misma manera, gentes sin sueños, sin pretensiones de cambios, gentes que se manejan únicamente con inquietudes sórdidas, avaras, mezquinas. El film desenvuelve un paquete que tiende a mostrar que todo es “rosca” y extiende esta visión a que toda la política universitaria (y la política en general) es así. Sin decirlo explícitamente manifiesta el  resignado discurso de taxi que masculla “acá todo es así” cuya única solución podría encontrarse en el desvaído relato del “que se vayan todos”. La película  corrobora lo que el imaginario social  piensa: que la política universitaria se maneja de la misma manera que en un Concejo Deliberante del tercer cordón del conurbano, y que la gente que hace política dentro, y  porque no también fuera de los ambientes académicos, solo piensa en el poder para consumo personal. Frente este panorama ¿Qué habrá pensado uno de esos estudiantes de sociales con aspiraciones reales de cambio  al finalizar el film y ver  el candado puesto y la llave tirada al medio del mar?

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Literatura / Franz Kafka

Un artista del trapecio
Frank Kafka (1883-1924)

Traducción Jorge Luis Borges
Ilustraciones Frank Kafka

Un artista del trapecio -como se sabe, este arte que se practica en lo alto de las cúpulas de los grandes circos es uno de los más difíciles entre todos los asequibles al hombre- había organizado su vida de tal manera -primero por afán profesional de perfección, después por costumbre que se había hecho tiránica- que, mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en el trapecio. Todas sus necesidades -por otra parte muy pequeñas- eran satisfechas por criados que se relevaban a intervalos y vigilaban debajo. Todo lo que arriba se necesitaba lo subían y bajaban en cestillos construidos para el caso.
  
De esta manera de vivir no se deducían para el trapecista dificultades con el resto del mundo. Sólo resultaba un poco molesto durante los demás números del programa, porque como no se podía ocultar que se había quedado allá arriba, aunque permanecía quieto, siempre alguna mirada del público se desviaba hacia él. Pero los directores se lo perdonaban, porque era un artista extraordinario, insustituible. Además era sabido que no vivía así por capricho y que sólo de aquella manera podía estar siempre entrenado y conservar la extrema perfección de su arte.

Además, allá arriba se estaba muy bien. Cuando, en los días cálidos del verano, se abrían las ventanas laterales que corrían alrededor de la cúpula y el sol y el aire irrumpían en el ámbito crepuscular del circo, era hasta bello. Su trato humano estaba muy limitado, naturalmente. Alguna vez trepaba por la cuerda de ascensión algún colega de turné, se sentaba a su lado en el trapecio, apoyado uno en la cuerda de la derecha, otro en la de la izquierda, y charlaban largamente. O bien los obreros que reparaban la techumbre cambiaban con él algunas palabras por una de las claraboyas o el electricista que comprobaba las conducciones de luz, en la galería más alta, le gritaba alguna palabra respetuosa, si bien poco comprensible.

A no ser entonces, estaba siempre solitario. Alguna vez un empleado que erraba cansadamente a las horas de la siesta por el circo vacío, elevaba su mirada a la casi atrayente altura, donde el trapecista descansaba o se ejercitaba en su arte sin saber que era observado.

Así hubiera podido vivir tranquilo el artista del trapecio a no ser por los inevitables viajes de lugar en lugar, que lo molestaban en sumo grado. Cierto es que el empresario cuidaba de que este sufrimiento no se prolongara innecesariamente. El trapecista salía para la estación en un automóvil de carreras que corría, a la madrugada, por las calles desiertas, con la velocidad máxima; demasiado lenta, sin embargo, para su nostalgia del trapecio.

En el tren, estaba dispuesto un departamento para él solo, en donde encontraba, arriba, en la redecilla de los equipajes, una sustitución mezquina -pero en algún modo equivalente- de su manera de vivir.

En el sitio de destino ya estaba enarbolado el trapecio mucho antes de su llegada, cuando todavía no se habían cerrado las tablas ni colocado las puertas. Pero para el empresario era el instante más placentero aquel en que el trapecista apoyaba el pie en la cuerda de subida y en un santiamén se encaramaba de nuevo sobre su trapecio. A pesar de todas estas precauciones, los viajes perturbaban gravemente los nervios del trapecista, de modo que, por muy afortunados que fueran económicamente para el empresario, siempre le resultaban penosos.

Una vez que viajaban, el artista en la redecilla como soñando, y el empresario recostado en el rincón de la ventana, leyendo un libro, el hombre del trapecio le apostrofó suavemente. Y le dijo, mordiéndose los labios, que en lo sucesivo necesitaba para su vivir, no un trapecio, como hasta entonces, sino dos, dos trapecios, uno frente a otro.

El empresario accedió en seguida. Pero el trapecista, como si quisiera mostrar que la aceptación del empresario no tenía más importancia que su oposición, añadió que nunca más, en ninguna ocasión, trabajaría únicamente sobre un trapecio. Parecía horrorizarse ante la idea de que pudiera acontecerle alguna vez. El empresario, deteniéndose y observando a su artista, declaró nuevamente su absoluta conformidad. Dos trapecios son mejor que uno solo. Además, los nuevos trapecios serían más variados y vistosos.

Pero el artista se echó a llorar de pronto. El empresario, profundamente conmovido, se levantó de un salto y le preguntó qué le ocurría, y como no recibiera ninguna respuesta, se subió al asiento, lo acarició y abrazó y estrechó su rostro contra el suyo, hasta sentir las lágrimas en su piel. Después de muchas preguntas y palabras cariñosas, el trapecista exclamó, sollozando:
-Sólo con una barra en las manos, ¡cómo podría yo vivir!
Entonces, ya fue muy fácil al empresario consolarlo. Le prometió que en la primera estación, en la primera parada y fonda, telegrafiaría para que instalasen el segundo trapecio, y se reprochó a sí mismo duramente la crueldad de haber dejado al artista trabajar tanto tiempo en un solo trapecio. En fin, le dio las gracias por haberle hecho observar al cabo aquella omisión imperdonable. De esta suerte, pudo el empresario tranquilizar al artista y volverse a su rincón.

En cambio, él no estaba tranquilo; con grave preocupación espiaba, a hurtadillas, por encima del libro, al trapecista. Si semejantes pensamientos habían empezado a atormentarlo, ¿podrían ya cesar por completo? ¿No seguirían aumentando día por día? ¿No amenazarían su existencia? Y el empresario, alarmado, creyó ver en aquel sueño, aparentemente tranquilo, en que habían terminado los lloros, comenzar a dibujarse la primera arruga en la lisa frente infantil del artista del trapecio.

Ensayo / Gilles Lipovetsky

Gilles Lipovetsky
La era del vacio (fragmento)
1983


“El hombre indiferente no se aferra a nada, no tiene certezas absolutas, nada le sorprende, y sus opiniones son susceptibles de modificaciones rápidas; para alcanzar un grado tal de socialización, los burócratas del saber y del poder tienen que desplegar tesoros de imaginación y toneladas de informaciones. Revolución sin finalidad, sin programa, sin victima ni traidor, sin afiliación politica. “

 “… en el momento en que el capitalismo autoritario cede el paso a un capitalismo hedonista y permisivo, acaba la edad de oro del individualismo, competitivo a nivel económico, sentimental a nivel doméstico, revolucionario a nivel político y artístico, y se extiende un individualismo puro, desprovisto de los últimos valores sociales y morales que coexistían aun con el reino glorioso del homo economicus, de la familia, de la revolución y del arte. Emancipada de cualquier marco trascendental, la propia esfera privada cambia de sentido, expuesta como esta únicamente a los deseos cambiantes de los individuos. Si la modernidad se identifica con el espíritu de empresa, con la esperanza futurista (…) el narcisismo inaugura la posmodernidad, última fase del homo aequalis… el narcisismo contemporáneo se extiende en una sorprendente ausencia de nihilismo trágico…el narcisismo ha abolido lo trágico y aparece como una forma inédita de apatía hecha de sensibilización epidérmica al mundo a la vez que profunda indiferencia hacia él.”

sábado, 26 de noviembre de 2011

Literatura / Jairo Aníbal Niño

 Jairo Aníbal Niño
(Colombia 1941-2010)

Sus primeros pasos recorrieron los caminos de las artes plásticas y la Pintura. Luego se dedicó a la actuación, a la dirección teatral y a la dramaturgia. Fue profesor universitario. Escribió obras de teatro (Golpe de Estado, El monte calvo, Las bodas del hojalatero), guiones de cine (Efraín González, El manantial de las fieras),  cuentos y relatos  (Toda la Vida, Puro Pueblo) pero su mayor reconocimiento se produce como escritor de literatura infantil en el que se destacan obras como “Zoro”(1977) y sus libros de poemas “La alegría del querer”(1986) y “Preguntario”(1998).

PREGUNTARIO
(Selección)

USTED
Usted que es una persona adulta - y por lo tanto- sensata, madura, razonable, con una gran experiencia y que sabe muchas cosas, ¿qué quiere ser cuando sea niño?

 ¿QUÉ ES EL GATO?
El gato 
es una gota
de tigre.

¿QUÉ ES EL RÍO?
El río es un barco que se derritió.

¿QUÉ ES LA GAVIOTA?
La gaviota es un barquito de papel
que aprendió a volar.


¿QUÉ ES LA TRISTEZA?
La tristeza es un ajedrecista
que siempre
juega con las piezas grises.

¿QUÉ ES EL MAR?
Para el pez volador
el mar es una isla rodeada de tierra
por todas partes.

¿SI LOS ENAMORADOS VIVIERAN EN LA LUNA?
Si los enamorados vivieran en la luna
en noches de tierra llena
- tomados de la mano-
contemplarían el océano azul de nuestro planeta
y lo verían lleno de estrellas de mar.

¿QUÉ ES EL SILENCIO?
El silencio son seis cuerdas sin guitarra.

¿PORQUÉ LAS JIRAFAS TIENEN EL CUELLO TAN LARGO?
Las jirafas tienen el cuello tan largo porque necesitan mordisquear las altas hojas de los árboles para tener la ilusión de que se alimentan de ventanas.


¿QUÉ ES LA DESPEDIDA?
La despedida es una mano
que es un pañuelo
que es el corazón
y la distancia. 
La despedida
es una mano
que es un pañuelo
que es una mano
en el corazón
de la distancia.

(Ilustraciones: Erika Fratarelli)