jueves, 29 de mayo de 2014

Relato Crítico / Mundial de Fútbol 2014

ACERCA DEL MUNDIAL DE FUTBOL
(y de porqué detesto a la FIFA)
N.F.

Antes de sentarme delante de la TV para ver los partidos de la selección nacional de fútbol, y disfrutar, por qué no, con las jugadas de Messi y los goles de cualquiera que lleve la camiseta celeste y blanca (debo reconocer que aunque soy fútbolero, para esta ocasión preciso estudiar de donde vienen estos muchachos compatriotas que heroicamente nos van a “representar” en la “gran gesta” porque en realidad  apenas si conozco a la mitad de ellos), decía, antes de sentarme delante de la televisión para a ver a Lio y sus aparceros correr detrás de la pelota, quiero anunciar, fijar posición,  poner en blanco sobre negro, que, dos puntos: cada vez más detesto los mundiales que organiza la FIFA.

Aunque  a esta organización plurinacional, lavada, bien afeitada, vestida siempre con Dolce Gabbana, que va a la cancha con corbatas de seda italiana, y se aprovisiona de los mejores desodorantes para jamás transpirar los sobacos, poco le importe mi opinión, yo digo lo que me parece ¡qué tanto! ¿Por qué? Porque sí, porque el cuerpo me lo pide.

Repito, entonces: detesto a la FIFA. Detesto que esa organización con sede en Zurich se meta en los países-naciones-estados como si entrara en un shopping mall   e  impongan su esquema de prolijidad estilo circo do soleil, donde los payasos llevan sus trajes planchado con raya al medio  y carecen  en su rostro de la tristeza propia de los trashumantes (¡todo muy lejano  de aquella vida real que mostraba “La strada” de Fellini!)
Detesto que esa (FIFA) cosa blanca, pasada por lavandina, tan de de castellano neutro, tan presentador de CNN sea la vara moral de los torneos de fútbol de interés masivo.  

Detesto que la FIFA meta en todos los países del mundo su proyecto civilizatorio. Que diga lo que se puede y lo que no. Detesto que sus proyectos se encaramen sobre los países del tercer mundo, y que nos quieran enseñar que debemos vivir el fútbol perfumados con Giorgio Armani, y presenciar un partido de fútbol con el glamour estilo hotel cinco estrellas.

Digo, porque sí nomás, porque el cuerpo me lo pide,  que apoyo a Dilma Rouseff (de la misma manera que apoyo y adhiero a todo el movimiento que se produce desde hace tiempo en Latinoamérica con Chávez, Evo, Correa, Kirchner y Cristina) pero esto no me inhabilita,  a considerar como un error la organización del mundial de fútbol por parte de Brasil.

No me interesa opinar sobre las manifestaciones a favor y en contra que tiene la presidenta de la vecina República Federativa. No quiero tomar posición al respecto. Simplemente digo que Brasil no debía hacer este mundial, o por lo menos no debía haberlo hecho bajo las condiciones que propone esa organización europea de fútbol que se autodenomina “organizadora mundial” del deporte más popular del mundo, sólo porque está situada en el centro del ring del globo terráqueo.

Brasil tiene el suficiente poder deportivo (son los mejores de todos, mal que nos pese a los argentinos) y  la suficiente  solvencia económica y política para no aceptar las condiciones que pone una organización que ya no es de todos los países que juegan ese deporte sino es de sí misma.

Me hubiese gustado que Brasil como país anfitrión hubiese dicho: “Educados señoritos bien vestidos; para organizar un mundial nos sobra infraestructura. Con estas autopistas, estos puentes, estos estadios, estos hoteles, estas playas, esta gente y estas comunicaciones que ya tenemos nos alcanzan y nos sobra para organizar cualquier cosa. Nos alcanza y nos sobra con nuestra burguesía nacional, con nuestros pobres, con nuestros rascacielos y nuestras favelas, con estas caipirinhas, con este sol, con el turismo durante todo el año, con nuestra pasión, con nuestros artistas, con nuestro swing, con nuestras cuicas,  con nuestro fútbol exquisito, con nuestras contradicciones, con…” ( y así encuadernar una colección de hojas más extensa que  la enciclopedia británica mostrando todo lo que tienen para organizar un mundial como ellos deben y saben  y no como se lo impongan)  

Brasil, luego de presentar este argumento podría preguntar: “¿Qué? ¿Que no les parece bien?”,  y si la respuesta es negativa entonces puede sugerir: “Pues entonces señoritos millonarios, si no les gusta nuestra manera, cómprense una isla en medio del Mediterráneo, o bien, así como existe Liechtenstein, o Andorra, organicen un paisito libre de impuestos y propiciatorio para lavar las suculentas cuentas que genera les genera el fútbol, mezclado con el turismo y las telecomunicaciones, y  levanten allí diez pulcros estadios (todos techados para que nadie se moje), diez hoteles con vista hacia el “verde césped”, realicen su burbuja tipo Dubai y desde allí trasmitan  los mundiales de tanto en tanto, que nosotros les aseguramos que les enviamos a nuestros equipos (aunque que ya para ese momento no hará ni falta que vengan a prepararse a nuestros países dado que van a estar muy cerca del no-lugar donde se haga esa hipotética justa deportiva). Hagan eso señores, les aseguramos que nosotros cada cuatro años no dejaremos de hacer flamear las banderitas delante los partidos esponsoreados por las multinacionales serias estilo  Monsanto”.

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Estamos a poco de empezar el mundial. Ya tengo mi plasma preparado. En la agenda marqué los partidos que jugará la selección para que no se superponga con ninguna otra actividad superflua como, por ejemplo, trabajar. En esos momentos, sin duda, estaré listo para ver en acción a Garay, Fernandez, Basanta y Campagnaro, estoy seguro que me entusiasmaré si pasamos los octavos de final. Deseo que la selección juegue la final con Brasil y que le ganemos.


Acaso, la FIFA sabe que cuando la pelota rueda, puede acuclillar sus cínicas risotadas entre la pasión popular, porque conoce que en definitiva tanto su perversidad como las críticas que se le puedan hacer, se perderán entre un grito de gol que no conoce ninguna norma Iso 9000. 

lunes, 19 de mayo de 2014

Relato / Fútbol

RIVER CAMPEON
De Historia,  mudanzas, colores, amores, y aromas a manzanilla
(N.F)

Me mudé decenas de veces. De Buenos Aires a Neuquén, de allí a Río Negro, después otra a Buenos Aires… En la ciudad cambié de direcciones, una dos, tres cuatro, cinco… miro mis dedos, hago memoria, perdí la cuenta. Ahora vivo en Banfield. Camino por sus calles. Aquí están creciendo mis hijas. Hago las compras con mi esposa. Los sábados a las mañana disfrutamos de Maipú. Olorcito a café expreso en alguna esquina. “No olvidemos de pedir: Cebolla de verdeo y ajo, pará acá que voy a lo del zapatero (recuerdo a mi viejo). Hola Ariel ¡Bien Banfield ayer eh, ya llegó a primera! dame unas costillitas de cerdo y una milanesitas bien finitas…”.
En Banfield tengo amigos, gente hermosa, nos encontramos porque decidimos encontrarnos y también porque nos cruzamos. Allí nos detenemos y hacemos que la vida sea mejor con poca cosa, y eso ya es mucho.  También me cruzo con gente que no saludo pero a la que conozco de cruzármela y conmigo se cruza gente que no me saluda pero que me conoce de puro cruzarme y estoy seguro que, a la corta o a la larga,  con la mayoría terminaré saludándome y con algunos propiciando alguna amistad. (Aclaro: Banfield no es  un lugar con límites, no es un mero espacio físico sino es un espacio-tiempo sentimental y afectivo, donde entran montones de amigos que se engarzan como esos cuadros antiguos de las matemáticas modernas que armaban una red.) Vuelvo al tema.
En cada mudanza, dejé cosas en el camino. Dado que me gustan hacer listas, podría enumerar algunas de las cosas perdidas: La colección de Mecánica Popular que tenía en mi adolescencia, la de El Gráfico, la de Goles Match, que guardaba religiosamente porque allí escribía Osvaldo Ardizzone (fuente de inspiración cuando en mis textos las palabras se empeñaban en no acomodarse como yo pretendía).
En esas tantas mudanzas perdí juguetes, libros, muebles, instrumentos musicales, y regalé y tuvo un destino incierto,  una lista de etcéteras que aburriría detallar. Me da tristeza darme cuenta que en las mudanzas también quedaron perdidos algunos afectos, y me recompongo de esta melancolía cuando pienso que estas pérdidas se mezclan con otros muchos y nuevos cariños encontrados.
Entre idas y vueltas, entre tantas mudanzas, cumplí años cincuenta y dos veces. O sea, pensándolo bien, durante unas cuantas ocasiones ya. En todo este tiempo una sola cosa me acompaño siempre inalterablemente: La camiseta de Ríver que me regaló mi tío Mingo a los cuatro años.
Desde ese momento esa casaquita simple de cuello redondo pasó a ser objeto de adoración, y antes de cada mudanza, era lo primero que agarraba. Luego el resto. La camiseta tiene aún los colores intactos y el olor y la mística de aquella época en la que ese tío me enseñó a amar a esa historia.
Cuando los riverplatenses vivimos la ignominia de bajar de categoría, entre tantas cargadas, (no hay fútbol sin cargada, al fin y al cabo el fútbol es un juego, aunque ser hincha de un club sea cosa seria) recuerdo haber recibido una de un amigo. En ese momento yo estaba en la cancha. Jugaba Ríver-Patronato de Paraná. La humorada llegó a mi teléfono por mensaje de texto. Le contesté que estaba en la cancha. Cambiando de tono, cariñoso y sorprendido, me preguntó si estaba solo o estaba con mi tío.  Yo estaba solo. Solo. y desahuciado. Haciendo mi terapia de sanación.  Pero  le respondí que no, que no estaba solo, que estaba acompañado. Y no mentía. Era verdad porque siempre que veo a Ríver, aunque físicamente esté solo, estoy acompañado por mis tíos, mis primos y por toda esa historia que empezó ese día con esa camisetita.

Hoy salimos campeones. Estoy canoso, uso anteojos y se incorporó a mi cuerpo una panza que se obstina en no dejarme ni a sol ni a sombra, y sin embargo, con este campeonato estoy tan contento como cuando era un niño, cómo cuando cantaba esas ingenuas canciones elogiando al equipo de mis amores sentadito en un pupitre de madera blanda sobre la que se podía escribir con la uña. Hoy estoy contento como cuando por primera vez usé  esa remerita sencilla, sin número en la espalda y sin publicidad en el pecho, como cuando con esa prenda, sacaba pecho en el campito rodeado del aroma que desprendían las flores de manzanilla, como cuando con esos colores encima corría detrás de una pelota pensando en hacerla pasar entre medio de esas dos zapatillas que simulaban el arco de la cancha de River el arco del lado de la tribuna Sívori, el arco que como decían los relatores “le da la espalda al Río de la Plata”.
Al día de hoy esa camiseta que me sigue acompañando es la materialización de esa historia.
Me mudé mil veces. Perdí mil cosas. Repito. Pero la historia es lo único que no se deja en el camino en ninguna mudanza. ¿Acaso, ser hincha de un equipo de fútbol, acá en la Argentina, no significa de ser hincha de la propia historia? ¿Acaso ser hincha de un equipo fútbol, acá en la Argentina, no es recobrar un poco la niñez perdida?

Señores, y acariciando  esa camiseta atesorada entre mis objetos más queridos les pido, permítanme un grito, un grito de corazón: ¡Vamos Ríver todavía! ¡Vamos Ríver! ¡Dale Campeón! “Sí, si señores…”

viernes, 16 de mayo de 2014

Literatura / Italo Calvino

La aventura de un matrimonio
de "Los amores difíciles", 1970
 Italo Calvino

El obrero Arturo Massolari hacía el turno de noche, el que termina a las seis. Para volver a su casa tenía un largo trayecto que recorría en bicicleta con buen tiempo, en tranvía los meses lluviosos e invernales. Llegaba entre las siete menos cuarto y las siete, a veces un poco antes, otras un poco después de que sonara el despertador de Elide, su mujer.
A menudo los dos ruidos, el sonido del despertador y los pasos de él al entrar, se superponían en la mente de Elide, alcanzándola en el fondo del sueño, ese sueño compacto de la mañana temprano que ella trataba de seguir exprimiendo unos segundos con la cara hundida en la almohada. Después se levantaba repentinamente de la cama y ya estaba metiendo a ciegas los brazos en la bata, el pelo sobre los ojos. Elide se le aparecía así, en la cocina, donde Arturo sacaba los recipientes vacíos del bolso que llevaba al trabajo: la fiambrera, el termo, y los depositaba en el fregadero. Ya había encendido el calentador y puesto el café. Apenas la miraba, Elide se pasaba una mano por el pelo, se esforzaba por abrir bien los ojos, como si cada vez se avergonzase un poco de esa primera imagen que el marido tenía de ella al regresar a casa, siempre tan en desorden, con la cara medio dormida. Cuando dos han dormido juntos es otra cosa, por la mañana los dos emergen del mismo sueño, los dos son iguales.
En cambio a veces entraba él en la habitación para despertarla con la taza de café, un minuto antes de que sonara el despertador; entonces todo era más natural, la mueca al salir del sueño adquiría una dulzura indolente, los brazos que se levantaban para estirarse, desnudos, terminaban por ceñir el cuello de él. Se abrazaban. Arturo llevaba el chaquetón impermeable; al sentirlo cerca ella sabía el tiempo que hacía: si llovía, o había niebla o nieve, según lo húmedo y frío que estuviera. Pero igual le decía: “¿Qué tiempo hace?”, y él empezaba como de costumbre a refunfuñar medio irónico, pasando revista a los inconvenientes que había tenido, empezando por el final: el recorrido en bicicleta, el tiempo que hacía al salir de la fábrica, distinto del que hacía la noche anterior al entrar, y los problemas en el trabajo, los rumores que corrían en la sección, y así sucesivamente.
A esa hora la casa estaba siempre mal caldeada, pero Elide se había desnudado completamente, temblaba un poco, y se lavaba en el cuartito de baño. Detrás llegaba él, con más calma, se desvestía y se lavaba también, lentamente, se quitaba de encima el polvo y la grasa del taller. Al estar así los dos junto al mismo lavabo, medio desnudos, un poco ateridos, dándose algún empellón, quitándose de la mano el jabón, el dentífrico, y siguiendo con las cosas que tenían que decirse, llegaba el momento de la confianza, y a veces, frotándose mutuamente la espalda, se insinuaba una caricia y terminaban abrazados.
Pero de pronto Elide:
-¡Dios mío! ¿Qué hora es ya? -y corría a ponerse el portaligas, la falda, a toda prisa, de pie, y con el cepillo yendo y viniendo por el pelo, y adelantaba la cara hacia el espejo de la cómoda, con las horquillas apretadas entre los labios. Arturo la seguía, encendía un cigarrillo, y la miraba de pie, fumando, y siempre parecía un poco incómodo por verse allí sin poder hacer nada. Elide estaba lista, se ponía el abrigo en el pasillo, se daban un beso, abría la puerta y ya se la oía bajar corriendo las escaleras.
Arturo se quedaba solo. Seguía el ruido de los tacones de Elide peldaños abajo, y cuando dejaba de oírla, la seguía con el pensamiento, los brincos veloces en el patio, el portal, la acera, hasta la parada del tranvía. El tranvía, en cambio, lo escuchaba bien: chirriar, pararse, y el golpe del estribo cada vez que subía alguien. “Lo ha atrapado”, pensaba, y veía a su mujer agarrada entre la multitud de obreros y obreras al “once”, que la llevaba a la fábrica como todos los días. Apagaba la colilla, cerraba los postigos de la ventana, la habitación quedaba a oscuras, se metía en la cama.
La cama estaba como la había dejado Elide al levantarse, pero de su lado, el de Arturo, estaba casi intacta, como si acabaran de tenderla. Él se acostaba de su lado, como corresponde, pero después estiraba una pierna hacia el otro, donde había quedado el calor de su mujer, estiraba la otra pierna, y así poco a poco se desplazaba hacia el lado de Elide, a aquel nicho de tibieza que conservaba todavía la forma del cuerpo de ella, y hundía la cara en su almohada, en su perfume, y se dormía.
Cuando volvía Elide, por la tarde, Arturo cabía un rato que daba vueltas por las habitaciones: había encendido la estufa, puesto algo a cocinar. Ciertos trabajos los hacía él, en esas horas anteriores a la cena, como hacer la cama, barrer un poco, y hasta poner en remojo la ropa para lavar. Elide encontraba todo mal hecho, pero a decir verdad no por ello él se esmeraba más: lo que hacía era una especie de ritual para esperarla, casi como salirle al encuentro aunque quedándose entre las paredes de la casa, mientras afuera se encendían las luces y ella pasaba por las tiendas en medio de esa animación fuera del tiempo de los barrios donde hay tantas mujeres que hacen la compra por la noche.
Por fin oía los pasos por la escalera, muy distintos de los de la mañana, ahora pesados, porque Elide subía cansada de la jornada de trabajo y cargada con la compra. Arturo salía al rellano, le tomaba de la mano la cesta, entraban hablando. Elide se dejaba caer en una silla de la cocina, sin quitarse el abrigo, mientras él sacaba las cosas de la cesta. Después:
-Arriba, un poco de coraje -decía ella, y se levantaba, se quitaba el abrigo, se ponía ropa de estar por casa. Empezaban a preparar la comida: cena para los dos, después la merienda que él se llevaba a la fábrica para el intervalo de la una de la madrugada, la colación que ella se llevaría a la fábrica al día siguiente, y la que quedaría lista para cuando él se despertara por la tarde.
Elide a ratos se movía, a ratos se sentaba en la silla de paja, le daba indicaciones. Él, en cambio, era la hora en que estaba descansado, no paraba, quería hacerlo todo, pero siempre un poco distraído, con la cabeza ya en otra parte. En esos momentos a veces estaban a punto de chocar, de decirse unas palabras hirientes, porque Elide hubiera querido que él estuviera más atento a lo que ella hacía, que pusiera más empeño, o que fuera más afectuoso, que estuviera más cerca de ella, que le diera más consuelo. En cambio Arturo, después del primer entusiasmo porque ella había vuelto, ya estaba con la cabeza fuera de casa, pensando en darse prisa porque tenía que marcharse.
La mesa puesta, con todo listo y al alcance de la mano para no tener que levantarse, llegaba el momento en que los dos sentían la zozobra de tener tan poco tiempo para estar juntos, y casi no conseguían llevarse la cuchara a la boca de las ganas que tenían de estarse allí tomados de las manos.
Pero todavía no había terminado de filtrarse el café y él ya estaba junto a la bicicleta para ver si no faltaba nada. Se abrazaban. Parecía que sólo entonces Arturo se daba cuenta de lo suave y tibia que era su mujer. Pero cargaba al hombro la barra de la bici y bajaba con cuidado la escalera.

Elide lavaba los platos, miraba la casa de arriba abajo, las cosas que había hecho su marido, meneando la cabeza. Ahora él corría por las calles oscuras, entre los escasos faroles, quizás ya había dejado atrás el gasómetro. Elide se acostaba, apagaba la luz. Desde su lado, acostada, corría una pierna hacia el lugar de su marido buscando su calor, pero advertía cada vez que donde ella dormía estaba más caliente, señal de que también Arturo había dormido allí, y eso la llenaba de una gran ternura.