sábado, 28 de diciembre de 2013

Literatura / Cortázar relee a Arlt

Roberto Arlt: Apunte de relectura
Por Julio Cortázar



Escribo lejos de toda referencia, Arlt y yo solos en un rincón perdido de la costa pacífica. De alguna manera siempre estuvimos solos uno y otro, uno con otro; en mi juventud lo leí apasionadamente pero sin interesarme por los trabajos críticos que buscaron explicarlo después de su muerte; incluso ignoro su biografía en detalle, salvo las síntesis en las solapas de los libros y en algunas páginas de Mirta Arlt y de Raúl Larra. No se busque aquí un «estudio» sino, como prefiero, el juego de vasos comunicantes entre autor y lector, un lector que también llegó a ser autor y que cuenta entre sus nostalgias la de no haber tenido la suerte de que Arlt lo leyera, incluso con el riesgo de   que le repitiera su famoso y terrible «rajá, turrito, rajá».
 

Cualquiera sabe de esas esperanzadas exhumaciones que llegado el día practicamos con ciertos libros, ciertas películas, ciertas músicas, y de sus resultados casi siempre decepcionantes; a veces la razón está en las obras, a veces en quienes buscan repetir lo irrepetible, recobrar por un momento la juventud que mordía a ojos cerrados los frutos del tiempo. De tanto en tanto, sin embargo, salimos de un cine, de un capítulo o de un concierto con la plenitud del reencuentro sin pérdidas, de la casi indecible abolición de la edad que nos devuelve a los primeros deslumbramientos, todavía más asombrosos ahora puesto que ya no tienen por apoyo la inocencia o la ignorancia. Me ocurre eso cuando vuelvo a ver Vampyr, Les enfànts du paradis o King Kong, cuando reescucho Le sacre du printemps o Mahogany Hall Stomp, y en estos días en que retorno a las novelas y a los cuentos de Roberto Arlt (conozco mal su teatro). Casi cuarenta años después de la primera lectura, descubro con ese asombro que tanto se parece a la maravilla hasta qué punto sigo siendo el mismo lector de la primera vez.
 

Sí, pero para eso es necesario que Arlt sea el mismo escritor, que en sus libros no se haya operado la casi inevitable degradación o desleimiento que este siglo vertiginoso ha impuesto a tantas de sus criaturas. Ahora que salgo de su relectura como de una máquina del tiempo que me hubiera devuelto a mi Buenos Aires de los años cuarenta, me doy cuenta de cómo muchos escritores argentinos que en ese entonces me parecían a la altura de Arlt, Güiraldes, Girondo, Borges y Macedonio Fernández (después vendría Leopoldo Marechal, pero ésa es otra historia) se me habían ido esfumando en la memoria como otros tantos cigarrillos. La esporádica relectura de algunos de ellos por nostálgicas razones de distancia y tiempo me dejó vacío y triste, sin ganas de reincidir, y tal vez por eso Arlt se me fue quedando también atrás sin que yo me animara a entrarle de nuevo, acordándome de flaquezas y de incapacidades que, vistas por este Viejo Marinero «más sabio y más triste», podían ahogar definitivamente lo que tanto me había conmovido y enseñado en mi mocedad de grumete porteño.
 

Pero ocurre que a veces los editores son útiles, y cuando el que lanza esta reedición de Arlt me propuso un prefacio, sentí que ya no podía seguir siendo cobarde frente a un escritor tan querido, y que a riesgo de romperme los dientes que me quedan tenía que hincarlos de una vez por todas en estos ocho o nueve volúmenes polvorientos de mi biblioteca (las ediciones originales y horrendas de Claridad, y las subsiguientes y no menos horrendas de Futuro). Amigos argentinos me prestaron lo que faltaba, y me vine con todo a una playa mexicana; anteayer terminé la relectura y hoy empiezo estas páginas en caliente, un poco desolado porque Arlt se me fue de las manos con el último cuento de El criador de gorilas para dejarme solo frente a un bloc en blanco y un profundo mar azul que no me sirve de mucho. Como si de alguna manera le llegara su turno de leerme, de aprobar o desaprobar esto con el derecho de un amigo de cuarenta años.
 

Hablando de edad, pienso que Arlt me precedió en la vida por catorce años, y que yo lo he sucedido a lo largo de treinta y ocho; su brusca muerte en 1942 es como un irreparable escándalo en un país que no puede jactarse de tantos escritores como a veces pretende, y en todo caso yo me siento injustamente afortunado por haber vivido todo ese tiempo que le faltó a Arlt, sin hablar de tantas otras cosas que también le faltaron. Él lo dice en el prólogo de Los lanzallamas: «Para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada.» Como era típico en él, éste es un error que encubre una verdad, porque si no es cierto que «hacer» un estilo exige esas cosas, su carencia sumada a la brevedad injusta de la vida vuelve harto difícil la conquista de una gran escritura. La falta del respaldo, del contagio cultural que se respira en un medio económicamente protegido (cuyos integrantes pueden ser perfectamente brutos pero cuentan con la biblioteca comprada para aparentar, los discos ídem, el teatro, los estudios para el diploma del nene o de la nena, al menos éste era el clima en que me tocó a mí criarme y conmigo a la mayoría de los futuros escritores nacidos en mi tiempo), hace del proletatio un paria cultural, y explica el resentimiento que dicta esas palabras de Arlt. Lo que en Buenos Aires se dio en llamar el grupo de Florida y el de Boedo (burguesía y proletariado miniburgués respectivamente, con no pocas zonas linderas o de transhumancia) determinó niveles de cultura y de técnica literaria, ya que desde luego no podía determinar los del genio. Insisto en que eso no era obligadamente una cuestión de «rentas» y de «vida holgada», puesto que, para citar un ejemplo muy posterior que conozco bien -el mío-, lo que contaba era la atmósfera familiar que rodeaba y sigue rodeando a los adolescentes con vocación literaria o artística, atmósfera no siempre directamente relacionada con los niveles económicos. Yo me crié en un suburbio que al principio era casi el campo, y fui a una escuela de Bánfield donde todos mis condiscípulos llegaban al sexto grado diciendo demelón, pantomina, se estrenaban para bosear, les dolían las amídolas, o anunciaban que ahora lo vamo a casa o que después vamo de mama. Esos chicos y chicas eran con frecuencia hijos de artesanos o pequeños comerciantes que tenían todas las rentas y la vida holgada que faltaban terriblemente en mi casa, donde los prejuicios de gente burguesa venida al cacho (se me contagia la jerga) exigían una apariencia exterior impecable para disimular la lenta degradación de las deudas, las hipotecas, los usureros y sólo buscaban empleos «de oficina» porque nadie se hubiera ensuciado las manos con un oficio o una artesanía, no faltaba más. La diferencia estaba en que mientras mis amigos no recibían el menor aliciente espiritual, yo me criaba teniendo a mi alcance los restos de una biblioteca que debió ser excelente y que lo seguía siendo para un niño, y escuchaba conversaciones de sobremesa donde la actualidad mundial, las novedades artísticas e incluso literarias, y el culto de no pocos valores espirituales e intelectuales constituían esa atmósfera que me ayudaría luego a dar mi propio salto. Si por contagio, o por ese gusto de encanallarse que tienen los niños, yo hubiera soltada un demelón o un voy de Pedro, cuatro personas por lo menos me hubieran corregido sobre el pacho (esta última expresión pasaba por aceptable, porque mi gente no era mojigata para las formas pintorescas del habla mientras no fueran groseras o gramaticalmente incorrectas). Algo muy claro y muy profundo me dice que Roberto Arlt, hijo de inmigrantes alemanes y austríacos, no tuvo esa suerte, y que cuando empezó a devorar libros y a llenar cuadernos de adolescente, múltiples formas viciadas, cursis o falsamente «cultas» del habla se habían encarnado en él y sólo lo fueron abandonando progresivamente y nunca, creo, del todo.
 

Lo malo es que en esto hay más que las carencias idiomáticas, hay esa incertidumbre en materia de gusto, de niveles estéticos, que es uno de los rasgos de mucha de la literatura tercermundista y que proviene de las circunstancias, de la atmósfera que rodea a un niño como los que conocí en mi propia infancia. ¿Qué escuchan en su casa, en la calle? ¿Qué códigos de sobrevivencia cotidiana los rigen? ¿Cuándo se les ofrece la ocasión de ver algo realmente hermoso y, si lo ven, quiénes están ahí para darles el leve empujón que podría descubrirles el mundo de la poesía, la música o la palabra? Nada tiene de extraño que el primer libro de Arlt, El juguete rabioso, se abra resentidamente con un relato de niños pobres titulado Los ladrones, y que a su vez el relato empiece con una frase que revela la vocación del autor y la misérrima oportunidad que se le da de satisfacerla: «Cuando tenía catorce años, me inició en los deleites y afanes de la literatura bandoleresca un viejo zapatero andaluz...» ¿Qué leíamos Jorge Luis Borges y yo a los catorce años?
 

La pregunta no es gratuita ni insolente, y sobre todo no pretende situar de manera paternalista esta visión de Roberto Arlt. Simplemente, cuarenta años después, dijo lo que jamás dijeron y ni siquiera pensaron muchos escritores o lectores del grupo de Florida, que en su día cayeron sobre los libros de Arlt con el fácil sistema de mostrar tan sólo sus falencias y sus imposibilidades, como él mismo lo denunciara amargamente en el prólogo de Los lanzallamas. Y si es cierto que un escritor no es sino que se hace, sea de Boedo o de Florida, a mí me duele comprender cómo las circunstancias me facilitaron el camino en la misma época en que Arlt tenía que abrirse paso hacia sí mismo con dificultades instrumentales que otros habían superado rápidamente gracias a los colegios selectos y los respaldos familiares. Toda su obra es la prueba de esa desventaja que paradójicamente me la vuelve más grande y entrañable. Basta pasar de El juguete rabioso a Los siete locos, y sobre todo de éste a Los lanzallamas, para advertir la difícil evolución de la escritura arltiana, el avance estilístico que alcanza su culminación en las admirables páginas finales donde se describe el asesinato de la Bizca por Erdosain y el suicidio de este último. Alcanzado ese límite, el lector no puede dejar de lamentar que mucho de lo anterior y lo posterior esté tan por debajo, que con todo su genio Roberto Arlt haya tenido que debatirse durante años frente a opciones folletinescas o recursos sensibleros y cursis que sólo la increíble fuerza de sus temas vuelve tolerables. Curiosamente, este tipo de desequilibrio ha sido también señalado en Edgar Allan Poe y en Fedor Dostoievski; como se ve, Arlt está en buena compañía después de todo, digámoslo para aquellos que todavía creen demasiado en eso de que el estilo es el hombre.
 

De ahí las contradicciones que en el fondo no lo son tanto: si después de Los lanzallamas el «estilo» de Arlt se depura aún más, como es fácil comprobar leyendo su tercera y última novela, El amor brujo, no es menos comprobable que este libro es perceptiblemente inferior a los precedentes. A la zaga de un personaje como Remo Erdosain, el de Estanislao Balder resulta ñoño, y todos los recursos arltianos para llenarlo de ansiedad existencial parecen tan artificiales como la personalidad de Irene, que da la impresión de estar formada por dos mujeres totalmente distintas según que se la busque al comienzo o al final del libro. El resto de su obra de ficción -los cuentos de El criador de gorilas- llega a la paradoja de una escritura prácticamente libre de defectos formales pero al servicio de mediocres cuentos exóticos, nacidos de un tardío y deslumbrado conocimiento de otras regiones del mundo, y que salvo alguno que otro pasaje carecen de esa atmósfera que es el estilo profundo de su mejor obra. Ahora que Arlt escribe «bien», poco queda de la terrible fuerza de escribir «mal»; la muerte lo esperaba demasiado pronto y, como siempre, incita a la pregunta sobre una cuarta novela posible. El éxito de las Aguafuertes porteñas y otros textos periodísticos más generales debieron alejarlo de esa concentración obsesiva que las salas de redacción no habían podido robarle mientras escribía la saga de Erdosain; de paradojas así está lleno el panteón lirerario, que lo digan Scott Fitzgerald y Malcolm Lowry entre otros.
 

Tal vez sea el momento de comprender mejor el deslumbramiento maravillado que me trae esta relectura a cuarenta años de la época en que, juntando con trabajo los cincuenta centavos que costaban las ediciones de Claridad, leí Los siete locos y de ahí fui pasando no sólo a los otros libros de Arlt sino a sus compañeros de edición y en gran medida de sensibilidad y temática, como Elías Castelnuovo, Alvaro Yunque y Nicolás Olivari, todo eso con un fondo de calles porteñas redescubiertas por ellos, iluminadas o entenebrecidas por los pasos de Remo Erdosain, guía mayor en esta visión abismal de un Buenos Aires que los otros escritores de ese tiempo no habían sabido darme. Me acuerdo de haber repetido itinerarios de Los siete locos, y admirado la minuciosa reconstrucción del viaje en tren de Retiro al Tigre que inicia El amor brujo. Me acuerdo de haber buscado, sin demasiadas ganas de encontrarla y de entrar, la fonda de los ladrones en la calle Sarmiento, al lado del diario Crítica; es así que ciertas ceremonias de la posesión y la fidelidad se repiten como prueba de que algunas novelas no son ese espejo ambulante de que hablaba Stendhal sino incitaciones y signos recortando y ahondando la realidad con una precisión estereoscópica que los ojos de todos los días no saben ver. Cada vez que algún lector me ha contado de sus itinerarios en París tras la huella de algún personaje de mis libros, me he visto de nuevo en las calles porteñas diciéndome que por ahí había pasado el Rufián Melancólico, que en esa cuadra estaba una de las roñosas pensiones donde recalaron Hipólita, la Bizca o Erdosain. Si de alguien me siento cerca en mi país es de Roberto Arlt, aunque la crítica venga a explicarme después otras cercanías desde luego atendibles puesto que no me creo un monobloc. Y esa cercanía se afirma aquí y ahora, al salir de esta relectura con el sentimiento de que nada ha cambiado en lo fundamental entre Arlt y yo, que el miedo y el recelo de tantos años no se justificaban, que Silvio Astier, Remo e Hipólita, guardan esa inmediatez y ese contacto que tanto me hicieron sufrir en su día, sufrir en esa oscura zona donde todo es ambivalente, donde el dolor y el placer, la tortura y el erotismo mezclan humana, demasiado humanamente sus raíces.
 

Hoy, claro, lo releo con un poco más de distanciamiento intelectual, de embriones de análisis, de territorios descuidados en la primera lectura y que ahora adquieren un relieve diferente. La obsesión científca en Arlt, por ejemplo, que enconces me había dejado indiferente. ¿Influencias familiares, primeros oficios, atavismos germánicos en una época en que la química, la balística y la farmacopea parecían tener su amenazante capital en Berlín? Se sabe que Arlt murió mientras trabajaba en su improvisado laboratorio, a punto de lograr un procedimiento que hubiera evitado un drama de la época que hoy resulta inconcebible: el corrimiento de las mallas en las medias de la mujeres. Múltiples temas y episodios de sus cuentos y novelas vuelven explicable y casi fatal esta vocación paralela de inventor; ya en su primer libro, el adolescente Silvio Astier ha fabricado una culebrina capaz de atraer a toda la policía del barrio, y da consejos a un amigo sobre la manera de hacer volar un aeroplano. El día en que explica ante oficiales del ejército sus ideas sobre un señalador automático de estrellas y una máquina capaz de imprimir lo que se le dicta oralmente, Silvio logra su primer empleo como mecánico de aviación, e irónicamente lo pierde cuando un teniente coronel lo da de baja con una explicación que sigue explicando tantas cosas: «Vea, amigo... su puesto está en una escuela industrial. Aquí no necesitamos personas inteligentes, sino brutos para el trabajo.»
 

Era obligado que Remo Erdosain buscara en los inventos una de las posibles salidas del laberinto donde voluntariamente se había encerrado. Siendo quien es, la maravillosa rosa de cobre que debía hacer la fortuna de los Espila y de él mismo, se deshoja entre sus manos indiferentes, de la misma manera que los planos y dibujos de la fábrica de fosgeno no son más que una manera de llenar con trabajo el horror de otra noche al borde del crimen. Arlt era un adolescente en el período de la primera guerra mundial, y el infierno que Henri Barbusse y Remarque describirían en Europa le llegó a través de los libros y los periódicos y se reflejó intensamente en sus novelas mayores. Un cuento como La luna roja condensa esas obsesiones, y también las repetidas y a veces extensas citas sobre las propiedades de los gases asfixiantes y sus técnicas de aplicación; pero el punto máximo de su fascinación y su horror frente a un arma que anuncia ya las bombas atómicas que caerían apenas tres años después de su muerte, se da en ese capítulo de Los lanzallamas titulado El enigmático visitante. Ya antes su imaginación había visto lo que luego veríamos en los noticiosos sobre la explosión en Hiroshima: las víctimas tratando de escapar de la ciudad, con los cabellos erizados verticalmente. Vaya a saber qué posición tomarán nuestros cabellos cuando caigan las bombas de neutrones, tan entusiastamente aprobadas por los Estados Unidos, Francia y otros países democráticos.
 

La perceptible falta de humor en la obra de Arlt traduce un resentimiento que él no alcanzó a superar dentro de condiciones de vida y de trabajo que sólo al final cambiaron un tanto, cuando ya era tarde para abrirle una visión más comprensiva e incluso más generosa. Su tremendismo, manifiesto desde la primera página de las novelas o los cuentos, se da privado de la compensación axiológica y estética del humor; única fuerza dominante, crece sin freno para mantener la tensión dramática, y entra obligadamente en lo repetitivo después de alcanzado el límite máximo. En lo mejor, el resultado es la posesión casi diabólica del lector por los personajes; en lo menos bueno, se resbala hacia la fatiga y la impaciencia, como ocurre en El amor brujo.
 

Buena parte de los cuentos de Arlt constituyen momentos y situaciones que él habría podido incorporar a Los siete locos o a Los lanzallamas; tanto los relatos anteriores como los que siguen a la novela del doble título, comportan esquemas que se articularían sin esfuerzo en la trama mayor; así (y no es un reproche, basta pensar en Kafka o en Mauriac), Arlt es el autor de un gran relato único que se parcela a lo largo de su búsqueda, de sus vacilaciones, de su interminable rondar al borde del abismo central en el que ha de precipitarse Remo Erdosain.
 
Un tema que creo poco o nada tratado, y que es a la vez interesante y patético: Arlt y la música. Como todo aquel que busca rebasar su medio social de origen (él agrega en su rechazo no solamente los otros medios sino la sociedad entera, pero guardando la nostalgia de estamentos culturales superiores), la única manera de evadirse consiste en negar el contexto contaminante y tratar de sustituirlo por otro del que sólo se tiene una noción aproximada. Como todos los argentinos de su tiempo, Arlt crece en un clima de tango, sólo que mientras otros poetas y escritores lo aceptan y elogian en la medida en que el tango no los acusa, no los incluye en sus letras conventilleras, malevas o de cursilería sensiblera, Arlt se siente obviamente aludido por cada tango, involucrado en su marginalidad fundamental. Muy pocas alusiones al tango aparecen en sus libros, y siempre con un claro trasfondo de desprecio y de rechazo («el tango carcelario»). La obligada sustitución estética es desafortunada; queriendo remontar a la «clásica», no va más allá de músicas como la Danza del fuego (en El amor brujo, por supuesto, lo que sólo en parte es una excusa) y sus equivalentes. Sin embargo se lo adivina sensible a la música, y en el relato El traje del fantasma dedica varias páginas a transcribir con toda clase de imágenes y climas una melodía imaginaria que el personaje improvisa en el violín. Una o dos referencias indiferentes al jazz, y eso es todo; la pintura y la música son otros tantos ingredientes de ese Buenos Aires interior que se le escapará siempre a Arlt, reducido a conocer Buenos Aires desde la calle, siempre desde fuera cuando se trata del refinamiento que empieza detrás de las puertas burguesas. El día en que sus libros y él mismo empiezan a franquearlas, ya es tarde para compensar la desventaja, y además no creo que le interesara compensarla ni que en su caso fuera una desventaja: el mundo de Erdosain no tiene lugar para colgar cuadros o escuchar sonatas.
 

Supongo que la crítica habrá ahondado en el «ideario» -como se decía en estos años- de Roberto Arlt, y no seré yo quien intente ver más claro en sus motivaciones y sus intenciones. De esa inextricable madeja de misantropía, megalomanía, miserabilismo, masoquismo, impulso fáustico, negatividad schopenhaueriana, salto bergsoniano a un dinamismo dionisíaco (y Nietzsche, claro), de ese infierno voluntario en permanente rebelión, empapado de nostalgia de cielos abiertos, de paraísos terrestres, de fugas a lo absoluto, de ese anarquismo en busca de praxis nihilistas o fascistas, de ese rechazo de la doble mugre proletaria y burguesa, no creo que quede nada históricamente aprovechable, salvo la denuncia de un orden social que hace igualmente posibles el horror de lo más bajo y de lo más alto, la configuración prostibularia del mundo del Astrólogo y de Erdosain y su reverso igualmente prostibulario pero en el nivel profiláctico y detergente del mundo empresarial y financiero. Esa denuncia, hecha sin rigor teórico, ese interminable balbuceo de ilota borracho mostrando infaliblemente las llagas del mundo, eso de príncipe Muishkin que tienen Arlt Erdosain o Arlt Balder, nos alcanza en zonas más hondas que las de cualquier cateo sociológico de gabinete, nos quema con el fosgeno imaginario de cada día y cada noche de Hipólita, de Silvio Astier, del miserable de Las fieras, del tuberculoso de Ester primavera, del Astrólogo castrado y visionario y embaucador, de Haffner golpeando salvajemente a las putas que lo hacen vivir. Roberto Arlt no necesitó la cultura porteña de la música, la pintura y las más altas letras para ser uno de nuestros videntes mayores. En último término su obra es apenas «intelectual»; la escritura tiene en él una función de cauterio, de ácido revelador, de linterna mágica proyectando una tras otra las placas de la ciudad maldita y sus hombres y mujeres condenados a vivirla en un permanente merodeo de perros rechazados por porteras y propietarios. Eso es arte, como el de un Goya canyengue (Arlt me hubiera partido la cara de haber leído esto), como el de un François Villon de quilombo o un Kit Marlowe de taberna y puñalada. Mientras la crítica pone en claro el «ideario» de ese hombre con tan pocas ideas, algunos lectores volvemos a él por otras cosas, por las imágenes inapelables y delatoras que nos ponen frente a nosotros mismos como sólo el gran arte puede hacerlo.
 

Que sea él quien cierre estos apuntes, él que ve a su doble Erdosain en ese momento en que, «igual a las fieras enjauladas, va y viene por su cubil, frente a la indestructible reja de su incoherencia». Arlt, que hace decir a Balder, su otro doble: «Mi propósito es evidenciar de qué manera busqué el conocimiento a través de una avalancha de tinieblas y mi propia potencia en la infinita debilidad que me acompañó hora tras hora.» De esa incoherencia, de esas debilidades, nacerá siempre la interminable, indestructible fuerza de la gran literatura.
 

fuente: http://www.juliocortazar.com.ar
 

viernes, 18 de octubre de 2013

Literatura / Wislawa Szymborska

ESCRIBIR EL CURRICULUM
de Wislawa Szymborska

¿Qué hay que hacer?
Presentar una instancia
y adjuntar el currículum.

Sea cual fuere el tiempo de una vida
el currículum debe ser breve.

Se ruega ser conciso y seleccionar los datos,
convertir paisajes en direcciones
y recuerdos confusos en fechas concretas.

De todos los amores basta con el conyugal,
los hijos: sólo los nacidos.

Importa quién te conoce, no a quiénes conozcas.
Viajes, sólo al extranjero.
Militancia en qué, pero no por qué.
Condecoraciones sin mencionar a qué méritos.

Escribe como si jamás hubieras dialogado contigo mismo
y hubieras impuesto entre tú y tú la debida distancia.

Deja en blanco perros, gatos y pájaros,
bagatelas cargadas de recuerdos, amigos y sueños.

Importa el precio, no el valor.
Interesa el título, no el contenido.
El número del calzado, no hacia dónde va
quien se supone que eres.
Adjuntar una fotografía con la oreja visible:
lo que cuenta es su forma, no lo que oye.
¿Qué oye?
El fragor de las trituradoras de papel.

martes, 17 de septiembre de 2013

Literatura / Claudio de Alas

Alas de Banfield
Publicado en El Banfileño Nº 10 Septiembre 2013
Nicolás Fratarelli

Luego de matar al perro ¡pbum! se pegó un tiro en la frente. El poeta andante, como buen hijo de ingeniero de caminos -heredero de sangre- no quiso recorrer solo su última ruta. Era demasiada la soledad que ya tenía en vida. Por eso buscó compañía para transitar su muerte: anhelaba no terminar como un perro.
Claudio de Alas, desconocido como tantos, fue es un poeta colombiano, un bohemio, un incansable caminante. De tanto andar llegó a Buenos Aires, y por no poder parar siguió de largo hasta Banfield, hasta la casa de su amigo, el pintor Koek Koek, un loco de la guerra (1), o un artista loco de la guerra (de la guerra callada que se tenía por aquel entonces en calles injustas).
Sus datos personales indican: que Claudio era Jorge y de Alas: Escobar Uribe; que su  piel era oscura; que nació en 1886;  en Tunja, en una de las ciudades más antiguas de América, situadas al noroeste de Bogotá; que a pesar de ser miembro de una familia burguesa (2), se alistó para defender a Panamá -en ese entonces parte del territorio colombiano- cuando Norteamérica pasó de la rutinaria prepoteada a la acostumbrada invasión.
Claudio de Alas murió muy joven. Tenía apenas 32 años. Buenos Aires era su gran meta. Admiraba la vida cultural porteña. Venía a triunfar al corazón de América, donde estaba lo que él identificaba como lo más selecto de la cultura. “Voy a vencer o a perecer”, decía. De Alas no consiguió el triunfo. Ni siquiera un empate. El ambiente literario nunca le abrió sus puertas y aún siguen cerradas para él, aunque ahora, con sigilo, entre algún cancel entreabierto, se asome la sombra de la curiosidad  por sus letras.  Los que crean listas,  los nomencladores con báculo, los que bajan el martillo, los creadores de cánones, nunca lo incluyeron en ninguna lista, nunca lo hicieron aparecer en ninguna compilación. Quizá por eso se mató joven. Quizá por eso su cansancio, quizá por eso su desmesura.
Se oyeron dos tiros. El primero directo al perro de mirada triste, luego a sí mismo.  Koek Koek, su amigo que lo albergaba en la casa de Banfield, el que le dio un lugar donde caerse muerto, no le perdonó a de Alas ese asesinato. Lloró al perro.  Pero al poeta no le importó. Él debía continuar su viaje que había emprendido en 1903.  Venía desde Colombia, antes había estado en México y Centroamérica, después bajó por Perú y siguió hasta Chile, donde se quedó un tiempo, y por último en 1917 llegó a la Argentina, su gran meta. No había más después. Apenas quedaba el  infinito. Apenas, ese cielo tan inmenso como la Pampa misma que para él era “el cansancio sin fin de andar”. Y hacia allí partió. Y cuando llegó exclamó:
 “…¡Buenos Aires! La Urbe magna presentida en sus estruendos: La Ciudad-Rey de esta nuestra América. (…) El alma del que llega queda muda y curiosa ante su grandeza.” (3)

En Chile había escrito cuatro libros: “Salmos de la muerte y el pecado”, “Fuegos y tinieblas” “Arturo Alessandri” y “La primera víctima de la aviación en Chile”
El último de los poemas de su primer libro evocaba una queja:

“Qué tristeza, qué tedio, qué dolor, qué amargura
El tratar a las gentes con sus mismas falsías:
Todas van disfrazadas con la vil vestidura
De las cosas del mundo, tan banales y frías…” (4)

Este lloro lo trasladó a Buenos Aires. La ciudad donde venía a triunfar apenas le ofreció indiferencia. Su depresión congénita, el no poder superar el lastre del fallecimiento de su madre en los años de su niñez, y  la negación de cualquier camino que lo llevase a ser una referencia cultural en esta zona del sur de América,  transformaron su decepción en pronta fatiga.
Aunque ávido lector de Oscar Wilde, de Rubén Darío y Edgard Poe, su comportamiento como poeta tuvo el espejo maldito de Baudelaire: deambuló como un flaneur por las ciudades, miró a la vida como un voyeur, se obstinó al fracaso y a la infelicidad, y transitó, con el sino de la parca siempre al acecho, toda esta travesía solo, con apenas una escuálida tripulación compuesta de amantes esporádicas recluidas de burdeles de poca monta.
 “El hambre el dolor y el crimen, son esfinges que cruzan incógnitas y mudas a través del oro y de los mármoles de la cosmópolis de la soberbia llanura. Y también incógnita y sin galas de terror podríais decir que desfila también Nuestra Pálida Señora la Muerte…”  (Carta al director de Zig-Zag”) (5)
Un día, un 5 marzo de 1918, en el fondo de la casa del pintor, con el perro  de su amigo al lado, sobre unos formularios telegráficos (6) escribió su poema final:
“Dadme un beso. ¡Oh, Señora!
Dadme el beso callado y no comprado,
De tus labios siniestros, por lo mudos,
Señora, y a mi lado,
Estrechemos los músculos desnudos,
Para dormir…
¿Morir?... (7)

Antes “Lloró (…) y escribió tres cartas” (8) una de ellas para su hermano, otra para el pintor.
Luego del rito: dos disparos.
Koek Koek, dijo: “¿Sabe usted por qué se mató Claudio?...porque sabía mucho (…) porque su cerebro había profundizado en la vida y poseía tan hondos conocimientos psicológicos, que se aislaba de la multitud para no hacer notar su diferencia de estatura”. Y agregó: (es que él) “no había nacido para las reglas. Había nacido para las excepciones…” (9)

Claudio de Alas,  aquí, a orillas del Río de la Plata, quiso tocar el cielo con las manos.
Lo logró.
Nos queda su recuerdo, una calle con su nombre cerca de Camino Negro, su obra realizada en vida, su obra póstuma (10), y la reivindicación de su poesía.
Ahora vuela.

(1)   Ver” El Loco de Banfield”. El Banfileño. N°8 Julio 2013. Nota de Fernando Raluy.
(2)   Harold Alvarado Tenorio. www.haroldavaradotenorio.com
(3)  Claudio de Alas. “Desde el estruendo de Buenos Aires”.  El Cansancio de Claudio de Alas. Editorial Punto de Encuentro. Buenos Aires. 2008
(4)   Claudio de Alas. “Aullidos”. Op.cit.
(5)   Claudio de Alas  “Desde el estruendo de Buenos Aires”. Op. Cit.
(6)   Gito Minore. Prólogo. Op. Cit.
(7)   Claudio de Alas. “Mientras anda la hora”. Op. Cit.
(8)   Juan José Soiza Reilly. Compilador Testamentario de la obra de Claudio de Alas.
(9)   Juan José Soiza Reilly. ibid.

(10) Obras póstumas: “El Cansancio de Claudio de Alas”, “Visiones y realidades”, y “La herencia de la sangre”

martes, 27 de agosto de 2013

Literatura / Osvaldo Soriano "El gordo ese"

Graneros y Soriano.
El Gordo Ese.
Nicolás Fratarelli 

Publicado en El BanfileñoNº 9. Agosto 2013.

“Podemos borrar o confundir las huellas de una vida,
pero las llevamos a cuestas”
Ovaldo Soriano. Rosebud


Dos juegan al truco. Uno, el más retacón, lleva puesto un buzo de arquero, amarillo, lavado; el otro, el gordo  de barba candado, una camisa rayada.  La imagen aparece algo borrosa. Se mezclan los colores. Se cruzan las cronologías. No está clara cuál es la presión atmosférica, ni los hectopascales, ni la temperatura ambiente que hay en el lugar, ni por qué una niebla densa, como sahumerio profano, cubre el piso y le  tapa los pies a los protagonistas, que seguro llevan botines.

Están sentados en un café. Parecen tener las alas apoyadas en los respaldos de las sillas. Por momentos están en el bar “El Sol”, por momentos  en “Juancito”, en ambos casos en una mesa que mira hacia Maipú, de pronto, como si nada, están en “Cafetín” allá en Cipolletti y miran a la calle Roca, a la plaza, al peral, al Rosebud.

- ¡Treinta y tres! –dijo el gordo y pegó una risotada de satisfacción.
- Imposible ganarte a vos  –contestó el otro abriendo los brazos.

El silencio se expandió por un instante. Se hizo amenaza. Hasta que el gordo apuró más nostálgico que imperativo:
- Y bue, dale.
- ¿Dale qué?
- El Recuerdo. Me debés el recuerdo.
- ¿De qué hablás?
- Dale Graneros, las deudas se pagan. Lo jugamos a las barajas y te gané. Contame. ¿Cómo fue el gol  que te hicieron en Cipolletti?
- ¡Dejate de embromar con eso!
- Me lo debés, Negro, lo acabamos de jugar al truco.
- ¿No querés  mejor que te cuente la final contra Racing?
- En la próxima mano, si me ganás. Esta la gané yo.

Graneros, Manuel Orlando Graneros,  quería contarle de aquel equipo del 51 del que todavía, hoy en día, se sigue hablando en las calles de Banfield. Le quería contar que él, el gran arquero de ese gran Banfield,  pocos años antes había atajado en ese club de Avellaneda  y que por esas cosas del destino  tuvo  que enfrentar a  sus ex colores en una final. Tenía ganas de decir, Graneros, que fue injusto el resultado a favor de Racing, que Banfield era mejor  y que el partido aún en estos días se encuentra en discusión por  el tan mentado  “arreglo” que, como un crimen perfecto,  nunca se esclareció. Quería dejar en claro, Graneros, Manuel Orlando Graneros,   que a pesar de la derrota ese equipo fue heroico.  Quería decir esas cosas sin embargo, respondió:

-Dejame pensar…de ese partido lo que más me acuerdo fue del viaje a Cipolletti. Fue un suplicio. Treinta y seis horas le puso el tren.  Paró en todos los pueblos. A veces cargaba agua, otras  a algún paisano, o algún que otro paquete de esos que iban envueltos con papel madera atados con hilo de cáñamo y asegurado con lacre rojo.  El viaje me hacía acordar a un libro que trataba de un tipo -ingeniero creo que era- que recorría las rutas de la provincia de Buenos Aires con un Gordini  y se metía en todos los pueblos. Recuerdo que en Bahia Blanca estuvimos un buen rato. Allí la locomotora cambiaba de lugar ¿sabés?,  y el que iba mirando hacia la dirección que llevaba el tren quedaba  de pronto andando de espaldas.
-Dale,  Negro, contame el gol.
-Pará, pará, te dije que el tren iba lento…  Después de Bahía el desierto, la meseta patagónica, el aburrimiento, el hastío,  hasta que se comienza a ver el verde del Valle y de a poco empieza el olor a manzana. Una línea de álamos divide el desierto de la vida.  Una línea hecha por el hombre. Pura geometría. Llegamos a destino más destruidos que lo que habíamos quedado después de los partidos finales que jugamos contra Racing.
-Y llenos de polvo, me los imagino.
-Exactamente. El tema es que bajamos en Neuquén, la ciudad vecina a  Cipolletti. Ambas ciudades corresponden a distintas provincias pero están  unidas por un puente muy simpático. Un puente con jorobas.  
-Dejá la geografía para otro día, Negro. Contá el partido.
-Mirá que sos ansioso vos eh. Fue uno de los tantos partidos amistosos que se juegan en la vida. Fue contra la selección de Cipolletti. Para nosotros era un partido más.  Se ve que para ellos no. ¡Cómo ponían esos gringos!, parecían que estaban jugando la final del mundo. Te juro que si en vez de Carrizo, Corbatta, y Sanfilippo iban ellos al mundial de Suecia del 58 seguro que no hacíamos el papelón que hicimos… 
-Segui dale.
 -Nosotros ganábamos uno a cero, tranquilos. Regulábamos. Entonces en el segundo tiempo hicimos cambios. Ellos metieron tres pibes fresquitos. De pronto uno puso un pase de otro partido,  y apareció un  gordito corriendo a lo  loco,  le ganó las espaldas a Ferretti y a Bagnato ¡nada menos!, ¡dos fieras!, y se vino solo con la pelota dominada, le salgo bien, lo cubro, trato de tapar el tiro pero “Scotta” me la metió al lado del palo. ¡Cómo gritó el gol el gordo ese!, no sé que decía, nombraba a Farro, Pontoni, Chazaretta, Rendo, Romagnioli, que sé yo, pero la cara pasaba del rojo al azul, y del azul al rojo…
Eso es todo. Para mí fue un gol más de los tantos que me hicieron. Lo peor de todo era que  todavía nos quedaba el viaje de vuelta.



El silencio se impuso nuevamente como manto. Ambos sabían que era el  tiempo de la revancha. Los naipes volvieron a sobrevolar la mesa.
Con las cartas en las manos el gordo le preguntó a Graneros
-Che conocés a  Camus.
-¿A Quién?
-A Albert  Camus el de “El extranjero”, “El hombre rebelde”…
-¿De qué jugaba?
-Era arquero como vos.  De allí Peter Handke se inspiró para escribir “La angustia del arquero frente al tiro penal”.
-¡Falta Envido! –gritó Graneros entusiasmado.
-¡Quiero!
-¡Cante Soriano!
- ¡Veintisiete!
-Mirá que sos suertudo vos eh –dijo Graneros simulando desazón y pegó el grito: ¡Treinta y tres son mejores! 

El gordo se fue  al mazo sin mostrar los puntos que cantó (siempre fue mentiroso), y sin decir nada se levantó y despareció, tenuemente, como un fantasma.
Graneros le gritó “¡Osvaldo, eh, Gordo, Me debés  tu recuerdo…!, pero cuando miró a la mesa en vez de las cartas estaba la edición de El  Gráfico de 1951.  En la tapa estaba  él, el gran arquero,  con el mismo buzo amarillo lavado que llevaba puesto en ese momento, tomándose de la red del arco y a su lado sus dos zagueros centrales  que le ponían candado al área chica.
En las páginas principales, un reportaje del periodista Carlos Ferreyra  realizado en  1983 recorría la vida del consagrado escritor Osvaldo Soriano que  declaraba:

"Un día Banfield fue a Cipolletti. (…) Para nosotros era como si nos visitara el Santos. Banfield… el de Graneros, Ferretti y Bagnato… Enfrentaba a la selección de Cipolletti y yo estaba en el banco. Te imaginas: ellos habían viajado como treinta horas; llegaron cansados, pero con lo que sabían, a puro oficio (…) ganaban 1 a 0. Cuando iban quince del segundo tiempo entramos tres pibes, yo era nueve, medio torpe, pero goleador; algo así como un Héctor Scotta.  (Entonces) me tiraron un pelotazo largo, piqué antes que la defensa, enganché hacia adentro y me fui trayendo al arquero conmigo hasta que le cacheteé con la parte de afuera del botín derecho y se la coloqué al lado del palo izquierdo… Esa fue mi mayor hazaña. Mi mayor hazaña futbolística fue haberle hecho un gol al Negro Graneros". 


martes, 13 de agosto de 2013

relato / El Sol de Banfield

El Sol de Banfield
Nicolás Fratarelli
Publicado en El Banfileño Julio 2013

El aroma del café negro se mezcla con la punzante fragancia que expele la ginebra. El pocillo de porcelana montado sobre un platito que apenas juega de acompañante segundón,  invita a una partida de tute cabrero al vasito transparente que estría al alcohol.
El sonido acompaña. Las bolas de billar se golpean entre sí. Se acarician, se saludan, límpidas se reconocen por un instante y se acomodan para que ese taco de lapacho,  lustrado, suave,  algo desvencijado, atiborrado de huellas superpuestas, les vuelva a pegar y a llamarlas Marta.
El paño verde del único mueble nivelado del bar se prolonga en las voces asimétricas que rebotan en las bandas. La felpa se extiende en la barra del estaño, en las disquisiciones de las carambolas, en el sonido poético de los dados que no logran completar la generala porque los cuatro ases se resisten en aparecer todos juntos y a la vez, el paño se explaya en las discusiones políticas que arrancan con un comentario del clima ni bien entra aquel pintor de mameluco blanco que a modo de saludo expresa entusiasmado “qué hermosa mañana tenemos hoy” para luego completar la sentencia: “es un día peronista”.
El humo del cigarrillo se mezcla con aquel hálito perfumado del café, mientras Crítica - luego Crónica- para unos La Razón para otros y La Prensa para pocos, se desdoblan sobre la mesa a la espera de una lectura que busca argumentos para defender posturas preexistentes.

El  Bar El Sol era el bar de Banfield. La antigua tienda y mercería nacida con ese nombre a finales del siglo XIX se había convertido primero en un bar suburbano, para transformarse con el tiempo, en un hito de la ciudad incipiente.

En sus paredes tronaba cada tren que puntualmente surcaba las hiedras que crecían entre los durmientes, allí sus parroquianos apretujaban sus ojos para mirar por las ventanas al eterno Febo que asomaba lejano detrás de los pastizales de la calle Arenales. Las sillas descoladas, las esterillas vencidas, las mesas emparejadas con servilletas de papel fueron testigos de devaneos morosos, de insomnios asistemáticos, de palabras que se cruzaban en el aire, que chocaban con rezongos, enojos, y murmullos; el bar era testigo de las respiraciones roncas, sus mesas escuchaban, refrendaban y  ocultaban en las hendiduras que dejan los resquicios  de la cola del carpintero, secretos y penas de amor. El Sol era un confesionario sin celosía que vivía al ritmo ferroviario. Su atmósfera obligaba a la amistad, a calentar los corazones de aquellos que llegaban en pleno invierno con las manos en los bolsillos, la barbilla entumecida y la postura digna del que no quiere aparecer como un flojo.

El Sol era bar de esquina, lugar de encuentro. Allí el susurro encontraba consejos melancólicos, manos en el hombro. Quizá alguna lágrima caída imposible de reprimir aún continúe escondida sobre algún zócalo perdido. En El Sol se catalogaban las confidencias de los hombres sensibles. Sólo de hombres. Porque El Sol era como el ágora del ciudadano griego, donde no entraban mujeres y niños, donde no ingresaba el espacio doméstico. Era un bar con todas las letras, o mejor, con las tres letras que conforman la palabra  y que tanto significado tiene para cualquier habitante de esta ciudad que conoce bares de “sabiondos y suicidas”. El Sol no era una confitería. Nada que ver con La Guillermina, que del otro lado de la estación, con sus glorietas y  espacios verdes admitía novias y mujeres como parte de su discurso. No. En  El Sol, ellas se hacían presentes como elegía, como esperanza, como sujeto de deseo. Estaban presentes en su ausencia.

El bar El Sol era un muestreo de la ciudad, como esa gota que es el agua, como esa espiga que es la tierra.  El Sol no era la ciudad, hacía ciudad. La variable de cambio, no era el café, sino la palabra. El Sol tejía urdimbres de soledades, intercambiaba pareceres, creaba un lenguaje único, un sánscrito banfileño que reunía a los tanos, gallegos, judíos y turcos que por allí aparecían, y esparcía ese menjunje por el aire, por encima de todos y lo hacía bajar de a poco como una neblina  para que se  incorpore en cada hablante, en cada argumento, en cada habitante del lugar hasta hacerse uno.

Desde el norte del sur hasta el sur más sur era uno de los pocos lugares que estaba abierto día y noche. Las letras amarillas que se acomodaban sobre las hendijas del cartel del fondo de paño negro conformando las palabras que indicaban el menú que ofrecían los especiales de jamón y queso, vivían desacomodadas. Su mensaje se transformaba en anagramas creados por los jóvenes que se acodaban en las mesas, aburridos por las madrugadas, luego de  salidas poco exitosas a pesar de sus esmerados galanteos y de su cuello perfumado.

Encrucijadas
Hoy la esquina muestra en su ochava un sol en bajo relieve, un sol con la cara golpeada. Con su nariz  rota parece mirar  a las mesas que ya desaparecieron. Mira, mira y ve.
Ve a Osvaldo Ardizzone. Fuma. Con el final del cigarrillo próximo a apagar prende uno nuevo. El humo lo envuelve, lo envuelve, vuelve. Lee algo, escribe cosas en un papelucho.  El cenicero se repleta de arrugas, de ojeras  de ceniciento talento, de dones de buen tipo. Allí está charlando a de fútbol, de libros, de la vida.  Los ojos de El Sol ven como el  mozo se guarda ese cenicero para su colección de objetos preciados como si fuese un Cáliz consagrado de cenizas.

Desde la esquina el sol, que hoy es sólo una cara, ve la visita de los hermanos Navarra, los ve haciendo fantasías sobre la mesa de billar, ve a esos pibes que aún no tenían dieciochos años apiñados en las ventanas,  esperando cumplirlos para entrar y tener cerca a estos maestros para estudiarles su posición, la flexión de sus rodillas, el arqueo de sus cinturas, sus  jugadas de ensueños.

Ve llegar, el sol, este sol que añora, ve llegar a Valentín Suárez, ve que entra saluda y se sienta en una de las mesas, y que en menos que canta un gallo, uno, dos, tres, un  séquito que se le acerca dispuesto a escuchar sus historias. Ve llegar a Florencio Sola bien vestido. Lo ve bajar de su voituré descapotable, ve como saca de sus bolsillos caramelos para dárselos a los niños que andan por la vereda, ve como estira el brazo y ofrece  la llave de su máquina  a quien se anime a probarla.  Ve a Lencho, manejando su negocio de juego, contando cómo salvó su vida a pesar de los tiros que recibió en la redada fundamentalista de la timba clandestina que dejó sin vida a su padre. 


Allí ellos, allí todos. Allí la polémica. Allí los cambios gobiernos, las democracias débiles y los militares al acecho, allí la ciudad que llegaba, allí los cambios de hábitos que dejaron atrás a los años cuarenta, cincuenta, sesenta y más, allí la disolución del aura que lo hacía bar con nombre propio. Allí el comienzo del ocaso.  Allí una cortina que se baja. Allí el 2008. Allí el fin. Allí, ahora un comercio más, un  sol ñato, amarillito descolorido que antes, entero y altivo marcaba presencia en Maipú y Vergara,  porque veía una esquina,  y ahora  sólo ve una  intersección  de dos calles, apuradas con sus buenas y con sus malas.

Imagen: 
Pintura realizada por Fernando Izaguirre y Juan Simón Paz Figueira. 
Detalle de un cuadro exhibido en la estación de Banfield. 
Foto. N.F.



lunes, 5 de agosto de 2013

Se mueren los que se van

SE MUEREN LOS QUE SE VAN
(y quedan en mi corazón)
Agosto-2013


Se van sin querer irse
Se van
Entonces se mueren.
Entonces se nos mueren
Y nos matan un poco a nosotros que nos quedamos
convencidos de que acá tenemos que estar
Convencidos de que es este el lugar donde nosotros tenemos que morir,
porque  esta es nuestra tierra
Porque ellos nos la hicieron nuestra.

Se van.
Se van por distintas razones, se van sin querer irse.
Y en ese no querer irse
Se llevan el cuerpo y dejan el resto.
Todo el resto.
Y ese cuerpo que habla aprende a decir
“lindo es por acá”,   ”linda la nieve”, “linda las autopistas nuevas”
Y entonces, mientras ese cuerpo dice eso
las palabras destilan babas de indolencia
y apenas suenan
y caen al vacío sin fuerza, sin significado, sin sentido.

Pero ellos son débiles y se van.
Porque dicen que se tienen que ir.
Porque “las cosas son así”
Porque se deben ir.
No porque quieran irse.
Entonces se van y se mueren
Mejor dicho
Entonces se van y terminan de morirse,
porque en realidad comienzan su muerte,  ya, en el primer viaje de ida.

De los que se van
sobreviven  sólo aquellos 
que creen que  eso de
“lindo es por acá”,   ”linda la nieve”, “linda las autopistas nuevas”
es verdad.
De los que se van
Sobreviven aquellos que hacen propios el idioma de los otros
que les gusta vivir vidas que
siempre, siempre, siempre, siempre, siempre, siempre
eternamente siempre
serán  vidas ajenas.

Los que no
Los que no pueden llevar esa cruz
Se mueren.
Se mueren entonces.
Porque no pueden hacer otra cosa.
Y nos matan un poco a todos nosotros que nos quedamos.

Pero, les digo,
Se los digo, se los digo a ustedes que se murieron - sé que me escuchan-
no les va a ser fácil, morirse así como así,
Porque entre el barro, y los baches y la inflación, y los cortes de luz, y la falta de presión de agua y
Póngale-el-defecto-que-más-le-guste-a-este-lugar-de-porquería-al-que-nos-tocó-vivir
vamos a atesorar lo que dejaron,
vamos a hacer vivir lo que nos dejaron
por lo menos

mientras vivamos.

martes, 25 de junio de 2013

Relato/ Apuntes de Junín

APUNTES DE JUNÍN
N.F.

No conocía Junín.  El encuentro organizado por el Instituto Cultural Latinoamericano me sirvió, para, además de conversar con mucha gente interesante, descubrir  la ciudad.
Me encantó encontrarme con  una localidad grande, activa, rica, envuelta en Pampa Húmeda, rodeada de campo, de verde, de producción.

Eva, tan cerca y tan lejos
El trazado de la ciudad de Junín  tiene la forma de un golpe seco que dejó el sello de las leyes de indias. Es, como tantas ciudades americanas de origen español, una tela a cuadrillé, pero, en este caso, desplegada  en medio de una llanura fértil.
Entonces, la plaza central. Entonces la reunión de los puntos cívicos más importantes a su alrededor.  Entonces un colegio.
Pero no cualquier colegio, sino el colegio donde estudió Eva Perón.
Y desde allí se puede ver  participar de un acto escolar a esa niña con sueños de actriz.
 Junín está cerca de Los Toldos, lugar de nacimiento de Evita. En Los Toldos está el museo que la recuerda. En Junín no hay ninguna placa que la mencione. Quizá sea injusto pero en sus calles, no vi ninguna inscripción que la recordara aunque esta ciudad  haya sido el primer hogar  de Esa Mujer.
Fue en  Junín que Eva se casó con Perón. Aún está el edificio donde dieron el sí. Está caído, abandonado. En el frente una frase indica: “declarado de interés municipal”. Será que el  interés  del municipio es tenerlo así como está. Y bueno, no es poco.  Podría ser peor. Podría no existir. Pero no, está, abandonado pero está.
Enfrente  hay una colchonería. Dicen que allí vivió Eva.
Desde allí  se puede ver corretear a una piba bastarda con sueños de lápiz labial.
En la otra punta de la ciudad está la estación de ferrocarril. Siempre el  tren. El tren  que enhebraba el país. Enhebraba, pasado imperfecto.  En esa estación se paró alguna vez la joven Duarte, con una valija. De allí partió.
Desde allí se puede ver a una jovencita de vestido austero  con sueños de Capital.
  
Unitario
Superó las expectativas la convocatoria del  Instituto.  El encuentro fue sumamente federal. Escritores de Jujuy, Córdoba, Corrientes, La Pampa, Chubut, Santa Cruz… y más. Casi todas las provincias estuvieron  allí representadas. (También hubo trabajos de Latinoamérica  -escritores de Uruguay, Perú, Colombia se hicieron presentes- de  España y hasta de Suecia  -que incluyó la visita de su representante-).
La reunión fue en sobre la calle Alsina.  Una lástima tener que nombrar a alguien así en medio de tanto federalismo.

Banfield y Sarmiento
En el paseo por la ciudad pedí que nos sacaran algunas fotos  a mi mujer y a mí. Amablemente  la gente aceptaba fotografiarnos. En medio del encuadre nos  preguntaban de dónde éramos.  Cuando le decíamos “de Banfield”  quitaban la mirada de la cámara y nos hacían algún comentario  futbolístico.  La disputa entre Banfield y Sarmiento por un puesto para subir a primera estaba todavía caliente. El fútbol siempre presente en todos lados.

Desayuno literario.
Fue muy hermoso levantarse al día siguiente del encuentro y encontrar que todos los que nos hospedábamos en ese hotel estábamos unidos  por un único tema: la literatura.  Esa mañana con mi mujer compartimos el desayuno una poeta de Buenos Aires (Patricia Della Mónica) y el escritor colombiano radicado en Suecia (Gustavo Figueroa Velasquez)
Entre las medialunas surgieron los nombres de Cortázar, Mankell, Larsson, Strindberg y de Benedetti recitando alemán.
Le nombré a Shakira, se  rió. No me dio nombrarle a Abba.
Recibimos la recomendación de leer a Selma  Lagerlöf. Lo apuntamos.

Otra vez Banfield antes de la vuelta
Antes del regreso, ruta 7, fin de semana largo, fuimos a conocer la laguna  de Gómez.  Lindo camino. Casas quintas y más allá el autódromo. Nos encantó. Nos gustó su costanera, su muelle. El agua se veía azul. Sacamos fotos. Recorriéndola hacia el norte  nos encontramos con el club náutico.  Desde allí pudimos ver unos bungalows  y casas perfectas para el descanso.
Tomamos hacia el sur.  En esa zona debe haber buen pique. Cada vez se ven más pesadores.
Al llegar al final del recorrido vemos una rotonda con una estatua en el medio. Se trata de un hombre de brazos abiertos. ¿Será? ¿Es?  Sí es. Es ¡la estatua de Sandro de América! ¡La estatua de Sandro de Banfield! Sus brazos abiertos nos dan la bienvenida.
Ríe.