jueves, 11 de diciembre de 2014

Literatura / Los amores difíciles / Italo Calvino

La aventura de un matrimonio
Italo Calvino
en
"Los amores difíciles"

El obrero Arturo Massolari hacía el turno de noche, el que termina a las seis. Para volver a su casa tenía un largo trayecto que recorría en bicicleta con buen tiempo, en tranvía los meses lluviosos e invernales. Llegaba entre las siete menos cuarto y las siete, a veces un poco antes, otras un poco después de que sonara el despertador de Elide, su mujer.


A menudo los dos ruidos, el sonido del despertador y los pasos de él al entrar, se superponían en la mente de Elide, alcanzándola en el fondo del sueño, ese sueño compacto de la mañana temprano que ella trataba de seguir exprimiendo unos segundos con la cara hundida en la almohada. Después se levantaba repentinamente de la cama y ya estaba metiendo a ciegas los brazos en la bata, el pelo sobre los ojos. Elide se le aparecía así, en la cocina, donde Arturo sacaba los recipientes vacíos del bolso que llevaba al trabajo: la fiambrera, el termo, y los depositaba en el fregadero. Ya había encendido el calentador y puesto el café. Apenas la miraba, Elide se pasaba una mano por el pelo, se esforzaba por abrir bien los ojos, como si cada vez se avergonzase un poco de esa primera imagen que el marido tenía de ella al regresar a casa, siempre tan en desorden, con la cara medio dormida. Cuando dos han dormido juntos es otra cosa, por la mañana los dos emergen del mismo sueño, los dos son iguales.

En cambio a veces entraba él en la habitación para despertarla con la taza de café, un minuto antes de que sonara el despertador; entonces todo era más natural, la mueca al salir del sueño adquiría una dulzura indolente, los brazos que se levantaban para estirarse, desnudos, terminaban por ceñir el cuello de él. Se abrazaban. Arturo llevaba el chaquetón impermeable; al sentirlo cerca ella sabía el tiempo que hacía: si llovía, o había niebla o nieve, según lo húmedo y frío que estuviera. Pero igual le decía: “¿Qué tiempo hace?”, y él empezaba como de costumbre a refunfuñar medio irónico, pasando revista a los inconvenientes que había tenido, empezando por el final: el recorrido en bicicleta, el tiempo que hacía al salir de la fábrica, distinto del que hacía la noche anterior al entrar, y los problemas en el trabajo, los rumores que corrían en la sección, y así sucesivamente.

A esa hora la casa estaba siempre mal caldeada, pero Elide se había desnudado completamente, temblaba un poco, y se lavaba en el cuartito de baño. Detrás llegaba él, con más calma, se desvestía y se lavaba también, lentamente, se quitaba de encima el polvo y la grasa del taller. Al estar así los dos junto al mismo lavabo, medio desnudos, un poco ateridos, dándose algún empellón, quitándose de la mano el jabón, el dentífrico, y siguiendo con las cosas que tenían que decirse, llegaba el momento de la confianza, y a veces, frotándose mutuamente la espalda, se insinuaba una caricia y terminaban abrazados.

Pero de pronto Elide:
-¡Dios mío! ¿Qué hora es ya? -y corría a ponerse el portaligas, la falda, a toda prisa, de pie, y con el cepillo yendo y viniendo por el pelo, y adelantaba la cara hacia el espejo de la cómoda, con las horquillas apretadas entre los labios. Arturo la seguía, encendía un cigarrillo, y la miraba de pie, fumando, y siempre parecía un poco incómodo por verse allí sin poder hacer nada. Elide estaba lista, se ponía el abrigo en el pasillo, se daban un beso, abría la puerta y ya se la oía bajar corriendo las escaleras.
Arturo se quedaba solo. Seguía el ruido de los tacones de Elide peldaños abajo, y cuando dejaba de oírla, la seguía con el pensamiento, los brincos veloces en el patio, el portal, la acera, hasta la parada del tranvía. El tranvía, en cambio, lo escuchaba bien: chirriar, pararse, y el golpe del estribo cada vez que subía alguien. “Lo ha atrapado”, pensaba, y veía a su mujer agarrada entre la multitud de obreros y obreras al “once”, que la llevaba a la fábrica como todos los días. Apagaba la colilla, cerraba los postigos de la ventana, la habitación quedaba a oscuras, se metía en la cama.

La cama estaba como la había dejado Elide al levantarse, pero de su lado, el de Arturo, estaba casi intacta, como si acabaran de tenderla. Él se acostaba de su lado, como corresponde, pero después estiraba una pierna hacia el otro, donde había quedado el calor de su mujer, estiraba la otra pierna, y así poco a poco se desplazaba hacia el lado de Elide, a aquel nicho de tibieza que conservaba todavía la forma del cuerpo de ella, y hundía la cara en su almohada, en su perfume, y se dormía.

Cuando volvía Elide, por la tarde, Arturo cabía un rato que daba vueltas por las habitaciones: había encendido la estufa, puesto algo a cocinar. Ciertos trabajos los hacía él, en esas horas anteriores a la cena, como hacer la cama, barrer un poco, y hasta poner en remojo la ropa para lavar. Elide encontraba todo mal hecho, pero a decir verdad no por ello él se esmeraba más: lo que hacía era una especie de ritual para esperarla, casi como salirle al encuentro aunque quedándose entre las paredes de la casa, mientras afuera se encendían las luces y ella pasaba por las tiendas en medio de esa animación fuera del tiempo de los barrios donde hay tantas mujeres que hacen la compra por la noche.

Por fin oía los pasos por la escalera, muy distintos de los de la mañana, ahora pesados, porque Elide subía cansada de la jornada de trabajo y cargada con la compra. Arturo salía al rellano, le tomaba de la mano la cesta, entraban hablando. Elide se dejaba caer en una silla de la cocina, sin quitarse el abrigo, mientras él sacaba las cosas de la cesta. Después:
-Arriba, un poco de coraje -decía ella, y se levantaba, se quitaba el abrigo, se ponía ropa de estar por casa. Empezaban a preparar la comida: cena para los dos, después la merienda que él se llevaba a la fábrica para el intervalo de la una de la madrugada, la colación que ella se llevaría a la fábrica al día siguiente, y la que quedaría lista para cuando él se despertara por la tarde.

Elide a ratos se movía, a ratos se sentaba en la silla de paja, le daba indicaciones. Él, en cambio, era la hora en que estaba descansado, no paraba, quería hacerlo todo, pero siempre un poco distraído, con la cabeza ya en otra parte. En esos momentos a veces estaban a punto de chocar, de decirse unas palabras hirientes, porque Elide hubiera querido que él estuviera más atento a lo que ella hacía, que pusiera más empeño, o que fuera más afectuoso, que estuviera más cerca de ella, que le diera más consuelo. En cambio Arturo, después del primer entusiasmo porque ella había vuelto, ya estaba con la cabeza fuera de casa, pensando en darse prisa porque tenía que marcharse.

La mesa puesta, con todo listo y al alcance de la mano para no tener que levantarse, llegaba el momento en que los dos sentían la zozobra de tener tan poco tiempo para estar juntos, y casi no conseguían llevarse la cuchara a la boca de las ganas que tenían de estarse allí tomados de las manos.

Pero todavía no había terminado de filtrarse el café y él ya estaba junto a la bicicleta para ver si no faltaba nada. Se abrazaban. Parecía que sólo entonces Arturo se daba cuenta de lo suave y tibia que era su mujer. Pero cargaba al hombro la barra de la bici y bajaba con cuidado la escalera.

Elide lavaba los platos, miraba la casa de arriba abajo, las cosas que había hecho su marido, meneando la cabeza. Ahora él corría por las calles oscuras, entre los escasos faroles, quizás ya había dejado atrás el gasómetro. Elide se acostaba, apagaba la luz. Desde su lado, acostada, corría una pierna hacia el lugar de su marido buscando su calor, pero advertía cada vez que donde ella dormía estaba más caliente, señal de que también Arturo había dormido allí, y eso la llenaba de una gran ternura.

viernes, 28 de noviembre de 2014

Literatura / Tango / Cuento Corto Seleccionado España

Tango. Texto: Nicolás Fratarelli. 
Seleccionado libro antología. II Concurso Relatos Breves “Amores”. 
Asociación Letras con Arte. 
España. Octubre 2014

Tango
Esperaba.
Su traje negro esperaba encima de la cama.
Sus zapatos lustrosos a un costado hacían juego con el brillo del hotel.
A las ocho debía encontrarse con su compañera en el hall de planta baja. 
Le quedaba un rato aún.
Miró su camisa blanca. Sus puños. Su corbata. Corrigió su  peinado. Recortó fríamente el último pelo de su bigote.  Esperó con los ojos cerrados, sentado, concentrado, moviendo sus pies como si escuchara música.
Faltando quince minutos se puso el traje. Los zapatos. Ató sus cordones sintiendo el hilado en la yema de sus dedos. 
Quitó la última pelusa de su solapa y bajó.
Allí lo esperaba María, con brillo en la mirada y un vestido bordó pegado al cuerpo.
Apenas se vieron se abrazaron.
No hizo falta más.
Se encendió una luz, se apagó otra.
Comenzó a sonar la música.  Era un Tango.
Empezaba el baile.
Todas las miradas se detuvieron en ellos.

Sólo importaba sentirse pegado uno al otro. 


Literatura / Jorge luis Borges / La casa de Asterión

La casa de Asterión
J.L.Borges

(Pintura: G.F.Walls, pintor simbolista inglés, 1817-1904)

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz  de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.
    El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Loas enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos. 
    Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.
    No sólo he imaginado eso juegos, también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes, la casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris, he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo. 
    Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor, Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
        El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.

    -¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.

viernes, 14 de noviembre de 2014

Literatura / Segundo Premio / Poesía.Certamen Internacional Acebal. Santa Fe



2º Premio 
33 Certamen Internacional de Poesía 
"Plaza de los poetas José Pedroni"
Acebal, Santa Fe, Capital Provincial de la Poesía.

Requecho
N.F

Requecho
Estaca
Desaire impío

Graznido
Golpeteo
Aciaga la hora

Nepente
Guantera
Barco invertebrado

Lo patético es la representación de lo trágico

Nada
Nada de esto significa
Nada

Todo
Todo esto es puro sonido

Y ganas de decirlo









jueves, 30 de octubre de 2014

Ensayo / Pedro Orgambide / El Mapa dado vuelta

PEDRO ORGAMBIDE
EL MAPA DADO VUELTA

“Nuestro norte es el Sur”, declaraba en 1936 el pintor uruguayo Joaquín Torres García. Un punto de vista compartido por otros artistas latinoamericanos, que hicieron suyas las reformas estéticas del siglo XX.

Para la revista TodaVÍA, diciembre de 2002

América Latina siempre ha sido una fiel receptora de los cambios que se operaban en el mundo, en los centros políticos y económicos de Europa. Esta característica, que algunos con sentido peyorativo llamaron eurocentrismo, se reflejó en las reformas estéticas que desde fines del siglo XIX tuvieron gran resonancia en los países de la región.
Cuando el escritor uruguayo José Enrique Rodó publicó en 1900 su conocido ensayo Ariel, alertaba a la juventud sobre la necesidad de acercar las nuevas estéticas, con un sentido humanista, a los valores espirituales de esta parte del mundo. Continuaba así la prédica iniciada en el siglo XIX por los cultores del modernismo (el nicaragüense Rubén Darío, el cubano José Martí, el argentino Leopoldo Lugones) que afirmaban, a partir de una nueva estética, la voluntad de cambio y de autodeterminación de numerosos escritores y artistas de América Latina.
Esta voluntad de cambio se había originado en las reformas educativas del siglo XIX, que llevaron adelante hombres ilustres como Domingo F. Sarmiento, José María Hostos, Andrés Bello, quienes impulsaron una renovación total de la pedagogía y llegaron incluso a modificar la gramática del idioma común de esta “América que habla en español”. A ese cambio cultural siguió el cambio estético que dejó atrás la retórica neoclásica heredada de España y los énfasis del romanticismo de Inglaterra y Francia. Pero sólo a comienzos del siglo XX se hizo muy clara esta correspondencia entre educación, literatura y arte.
El nacimiento del siglo inauguró, en el ámbito artístico, un extenso período conocido como la modernidad. Lo nuevo estaba en la arquitectura (art nouveau), en diversas escuelas pictóricas derivadas del impresionismo, en la exaltación de los adelantos técnicos del nuevo siglo (el automóvil y el avión cantado por los primeros futuristas), en los movimientos estéticos que respondían a los cambios sociales y políticos que se sucedían en el mundo: el fin de algunas monarquías, el crecimiento de la vida democrática en los países de América Latina, el ocaso del mundo colonial. Los latinoamericanos dejaban de ser sólo receptores de esos cambios, para transformarse en emisores de un mundo nuevo.
Así, en 1910, con la Revolución Mexicana se produce una de las reformas más profundas en la vida política de ese país, que conlleva, a la vez, una renovación estética: la que se expresa en el nacionalismo cultural de José Vasconcelos y en el ciclo narrativo de la revolución, con emergentes como Mariano Azuela, quien publica su novela Los de abajo en 1915. Con todo, la reforma estética más significativa (al menos, la que más se conoce en el mundo) es la que protagonizan los pintores del muralismo mexicano: Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros.
¿Hasta qué punto estos artistas asimilan las transformaciones estéticas del siglo XX y las adaptan y condicionan a su realidad? Diego Rivera, por ejemplo, residente en Europa desde 1907 hasta 1921, asimila la experiencia cubista “a la mexicana” (el español Ramón Gómez de la Serna define esta experiencia como riverismo). Por su parte, David Alfaro Siqueiros incursionó en el futurismo para traducir el movimiento y la dinámica del siglo XX, a la vez que exploraba la monumentalidad a partir de la escultura azteca. Lo nuevo, en todo caso, consistía en vincular las reformas estéticas a la propia tradición latinoamericana. Este criterio recorrió nuestro territorio, sumando diferentes lenguajes. La osadía y el inconformismo del arte coincidían con otros movimientos culturales; en la Argentina, por ejemplo, con la Reforma Universitaria de 1918, que se expandió de sur a norte por su carácter renovador.
Cubismo y futurismo fueron las dos vertientes sobre las que construyó su obra el argentino Emilio Pettoruti, el pintor arquetípico de la vanguardia en la década de 1920. La misma época en que Jorge Luis Borges aparecía como epígono del ultraísmo, la estética que valorizaba la metáfora como parte esencial del discurso poético. Entretanto, en 1922, en México, Manuel Maples Arce proclamaba: “El estridentismo es una razón de estrategia. Un gesto, una irrupción”. Un ademán irreverente que compartía en aquel tiempo el joven Borges, cuyo criollismo suburbano se expresaba en el idioma de los argentinos, “el de nuestra confianza, el de la conversada amistad”, según decía.
Cuando el pintor uruguayo Joaquín Torres García dibujaba el mapa de América del Sur invertido, con el extremo sur apuntando hacia arriba, señalaba un nuevo camino estético: el del constructivismo universal. Ese mapa dado vuelta, contralectura de los modelos estéticos europeos, puede leerse desde diferentes puntos de vista en América Latina: desde los morros de la pobreza con las ondulantes mulatas de Di Cavalcanti en Brasil, hasta los desocupados de Antonio Berni en la Argentina. En ese mapa puede coincidir el lenguaje piccasiano con los ritos yorubas del artista cubano Wifredo Lam, hijo de un chino y una mulata.
América Latina reformulaba de este modo, desde su realidad particular, el movimiento de renovación artística que se producía en Europa, influenciado a la vez (globalización avant la lettre) por la pintura oriental y la escultura africana. Porque “todos aprendemos de todos”, como decía el maestro Alfonso Reyes. Así, durante las dos primeras décadas del siglo XX, junto a la oleada inmigratoria que llega a la Argentina, se afianzan dos géneros teatrales de origen europeo: el sainete y el grotesco. El primero, derivado del sainete español y la zarzuela; el segundo, del grotesco italiano. Nadie duda hoy de que se trata de dos vertientes fundamentales del teatro criollo, del llamado “género chico”, cuya vigencia se prolongó hasta los años treinta.
Un nuevo tipo de intelectual aparecía entonces en la Argentina: ya no era el hijo de la familia patricia, dueño de la riqueza material y la cultura, sino un descendiente de la oleada inmigratoria. Dos hermanos pueden servir de ejemplo: Enrique Santos Discépolo, el famoso autor de tangos, además de actor de cine y teatro, y Armando Discépolo, considerado el padre del grotesco argentino. En ambos se funde lo culto y lo popular. Eran hijos de don Santo, un músico italiano que llegó a la Argentina con una medalla del Conservatorio Real de Nápoles y que trabajó en Buenos Aires en la banda de bomberos. Los hermanos Discépolo pertenecen a esa oleada de hijos de inmigrantes, a la “chusma bravía”, como la llamaba Evaristo Carriego, que simpatizó a comienzos del siglo XX con el anarquismo, que acompañó después el ascenso del radicalismo al poder, que denunció el golpe de Estado de 1930 y los años de crisis, fraude y ollas populares. Otro de esos hombres fue el poeta Homero Manzi, animador de FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina) en 1935, quien diez años más tarde propició el acercamiento de un grupo de intelectuales al incipiente peronismo. Ajeno a todo elitismo, Manzi, autor de memorables tangos y milongas, prefirió ser –como él decía– “antes que un hombre de letras, un hombre que hacía letras para los hombres”.
Vanguardia y política estaban presentes en la obra de los pintores argentinos de los años treinta y cuarenta, como Lino Enea Spilimbergo, quien había estudiado en Francia con André Lothe y quien, influenciado por el cubismo, buscaba un acercamiento a lo social, lo mismo que Raúl H. Castagnino. Otros pintores trabajaban como escenógrafos del teatro y el cine nacional, donde se reflejaban problemas sociales de la Argentina. Películas como Prisioneros de la tierra (1939), dirigida por Mario Soffici, o Los afincaos (1941), dirigida por el novelista y fundador del Teatro del Pueblo, Leónidas Barletta, muestran el alto grado de madurez alcanzado en el cruce de lo político y lo estético.
Otro tanto ocurría con la novelística de Brasil en aquel entonces (representada por Manuel Antonio de Almeida, Machado de Asís, Lima Barreto), que había incorporado elementos del habla y la tipología popular que encontrarán luego su resonancia en la estética de Guimaraes Rosa y en la épica y la picaresca de Jorge Amado. Coincide este movimiento literario con la pintura de Cándido Portinari, un muralismo que logra el feliz sincretismo entre la experiencia estética de las vanguardias y la preocupación social y política.
Así como en la música brasileña no hay límites rígidos entre lo culto y lo popular (Villalobos es un exponente de este rasgo), tampoco lo hay entre las artes plásticas y las fiestas populares. En San Pablo, Flavio de Carvalho realiza exposiciones de arte cerca de donde transcurren las fiestas de carnaval, y se lo considera un precursor de la perfomance en América Latina desde que irrumpió, irreverente, en una procesión de Corpus Christi.
En Chile, el artista y arquitecto Roberto Matta, quien trabajó en París con Le Corbusier y fue amigo de García Lorca y Salvador Dalí y militante del surrealismo liderado por André Breton, hacía suyas las palabras de su compatriota, el poeta Vicente Huidobro: “El poeta, conciencia de su pasado y de su futuro, lanza al mundo la declaración de su independencia frente a la Naturaleza. Y no quiere servirla más en calidad de esclavo”. La obra de Roberto Matta, quien murió a fines de 2002, abarca varias décadas del siglo XX, de sus vanguardias estéticas y de sus peripecias políticas.
Así como en las primeras décadas del siglo XX la literatura registra las voces del indigenismo (por ejemplo, en la obra de José María Arguedas), en la segunda mitad del siglo esas voces se complementan con el realismo trascendente de Juan Rulfo, con la experimentación formal de los escritores del boom latinoamericano (Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Julio Cortázar) y con lo real maravilloso de Alejo Carpentier.
Un proceso parecido tiene lugar en la plástica latinoamericana, con el ecuatoriano Osvaldo Guayasamín, el peruano José Sabogal, el mexicano Luis Cuevas y el argentino Carlos Alonso, quienes retoman, a veces de manera paródica, temas y personajes utilizados por los europeos. Así, Carlos Alonso traduce La Divina Comediaen imágenes contemporáneas que representan un infierno castrense, ámbitos de tortura, un cielo de cosmonautas. Su visión expresa las vicisitudes de nuestro tiempo, tanto como el Dante expresa las del suyo. Habría que sumar a estas experiencias el gesto paródico-histórico que realizaron en los años sesenta los integrantes argentinos de la Nueva Figuración (Rómulo Macció, Luis Felipe Noé, Carlos de la Vega y Ernesto Deira), quienes compartieron ese tiempo de cambios con el informalismo, el arte óptico y conceptual o el pop, originado en los Estados Unidos y con fuertes resonancias en los centros urbanos de América Latina. La tarea de analizar este complejo sistema de influencias aún está en sus comienzos y seguramente abrirá nuevas perspectivas a la exploración crítica.
El mapa dado vuelta de América Latina no significa ruptura con las estéticas del siglo XX, sino su adecuación a los nuevos puntos de vista que surgieron en esta zona, como signos vitales de su libertad creativa. Su aventura, su necesidad de cambio, su alejamiento del eurocentrismo, tal vez sean una señal de madurez, la afirmación de su identidad en relación con el mundo que le ha tocado en suerte.

Pedro Orgambide nació en Buenos Aires en 1929 y murió en enero de 2003. Se destacó como escritor, ensayista y periodista. Su labor literaria comienza en el año 1942; durante los años 1974 y 1983 estuvo exiliado en México, donde conoció a Juan Rulfo, José Revueltas, Heraclio Zepeda, Miguel Donoso Pareja y Julio Cortázar, con quienes, en 1975, fundó la revista Cambio. 
Obtuvo varios premios por su obra. Podemos mencionar, entre ellos, el segundo Premio Municipal de Literatura y el del Fondo Nacional de las Artes en 1965, por las novelas Memorias de un hombre de bien y El páramo. Además recibió los premios Casa de las Américas en 1976, por el volumen de cuentos Historia con tangos y corridos, el Nacional de Novela en México en 1977 y el Diploma al Mérito de la Fundación Konex en 1999. Entre sus obras podemos citar la trilogía de novelas El arrabal del mundo, Hacer la América y Pura Memoria(1984-1985), El escriba (1996), Una chaqueta para morir (1998); las obras de teatro Eva (1986) y Discepolín (1989), y sus ensayos Ser argentino (1996) y Diario de la crisis (2002).


martes, 28 de octubre de 2014

Literatura / Katherine Mansfield / La mosca

La mosca (1922)
Katherine Mansfield 
(Nueva Zelanda 1888- París 1923)



-Pues sí que está usted cómodo aquí -dijo el viejo señor Woodifield con su voz de flauta. Miraba desde el fondo del gran butacón de cuero verde, junto a la mesa de su amigo el jefe, como lo haría un bebé desde su cochecito. Su conversación había terminado; ya era hora de marchar. Pero no quería irse. Desde que se había retirado, desde su... apoplejía, la mujer y las chicas lo tenían encerrado en casa todos los días de la semana excepto los martes. El martes lo vestían y lo cepillaban, y lo dejaban volver a la ciudad a pasar el día. Aunque, la verdad, la mujer y las hijas no podían imaginarse qué hacía allí. Suponían que incordiar a los amigos... Bueno, es posible. Sin embargo, nos aferramos a nuestros últimos placeres como se aferra el árbol a sus últimas hojas. De manera que ahí estaba el viejo Woodifield, fumándose un puro y observando casi con avidez al jefe, que se arrellanaba en su sillón, corpulento, rosado, cinco años mayor que él y todavía en plena forma, todavía llevando el timón. Daba gusto verlo.
Con melancolía, con admiración, la vieja voz añadió:
-Se está cómodo aquí, ¡palabra que sí!
-Sí, es bastante cómodo -asintió el jefe mientras pasaba las hojas del Financial Timescon un abrecartas. De hecho estaba orgulloso de su despacho; le gustaba que se lo admiraran, sobre todo si el admirador era el viejo Woodifield. Le infundía un sentimiento de satisfacción sólida y profunda estar plantado ahí en medio, bien a la vista de aquella figura frágil, de aquel anciano envuelto en una bufanda.
-Lo he renovado hace poco -explicó, como lo había explicado durante las últimas, ¿cuántas?, semanas-. Alfombra nueva -y señaló la alfombra de un rojo vivo con un dibujo de grandes aros blancos-. Muebles nuevos -y apuntaba con la cabeza hacia la sólida estantería y la mesa con patas como de caramelo retorcido-. ¡Calefacción eléctrica! -con ademanes casi eufóricos indicó las cinco salchichas transparentes y anacaradas que tan suavemente refulgían en la placa inclinada de cobre.
Pero no señaló al viejo Woodifield la fotografía que había sobre la mesa. Era el retrato de un muchacho serio, vestido de uniforme, que estaba de pie en uno de esos parques espectrales de estudio fotográfico, con un fondo de nubarrones tormentosos. No era nueva. Estaba ahí desde hacía más de seis anos.
-Había algo que quería decirle -dijo el viejo Woodifield, y los ojos se le nublaban al recordar-. ¿Qué era? Lo tenía en la cabeza cuando salí de casa esta mañana. -Las manos le empezaron a temblar y unas manchas rojizas aparecieron por encima de su barba.
Pobre hombre, está en las últimas, pensó el jefe. Y sintiéndose bondadoso, le guiñó el ojo al viejo y dijo bromeando:
-Ya sé. Tengo aquí unas gotas de algo que le sentará bien antes de salir otra vez al frío. Es una maravilla. No le haría daño ni a un niño.
Extrajo una llave de la cadena de su reloj, abrió un armario en la parte baja de su escritorio y sacó una botella oscura y rechoncha.
-Ésta es la medicina -exclamó-. Y el hombre de quien la adquirí me dijo en el más estricto secreto que procedía directamente de las bodegas del castillo de Windsor.
Al viejo Woodifield se le abrió la boca cuando lo vio. Su cara no hubiese expresado mayor asombro si el jefe hubiera sacado un conejo.
-¿Es whisky, no? -dijo débilmente.
El jefe giró la botella y cariñosamente le enseñó la etiqueta. En efecto, era whisky.
-Sabe -dijo el viejo, mirando al jefe con admiración- en casa no me dejan ni tocarlo-. Y parecía que iba a echarse a llorar.
-Ah, ahí es donde nosotros sabemos un poco más que las señoras -dijo el jefe, doblándose como un junco sobre la mesa para alcanzar dos vasos que estaban junto a la botella del agua, y sirviendo un generoso dedo en cada uno-. Bébaselo, le sentará bien. Y no le ponga agua. Sería un sacrilegio estropear algo así. ¡Ah! -Se tomó el suyo de un trago; luego se sacó el pañuelo, se secó apresuradamente los bigotes y le hizo un guiño al viejo Woodifield, que aún saboreaba el suyo.
El viejo tragó, permaneció silencioso un momento, y luego dijo débilmente:
-¡Qué fuerte!
Pero lo reconfortó; subió poco a poco hasta su entumecido cerebro... y recordó.
-Eso era -dijo, levantándose con esfuerzo de la butaca-. Supuse que le gustaría saberlo. Las chicas estuvieron en Bélgica la semana pasada para ver la tumba del pobre Reggie, y dio la casualidad que pasaron por delante de la de su chico. Por lo visto quedan bastante cerca la una de la otra.
El viejo Woodifield hizo una pausa, pero el jefe no contestó. Sólo un ligero temblor en el párpado demostró que estaba escuchando.
-Las chicas estaban encantadas de lo bien cuidado que está todo aquello -dijo la vieja voz-. Lo tienen muy bonito. No estaría mejor si estuvieran en casa. ¿Usted no ha estado nunca, verdad?
-¡No, no! -Por varias razones el jefe no había ido.
-Hay kilómetros enteros de tumbas -dijo con voz trémula el viejo Woodifield- y todo está tan bien cuidado que parece un jardín. Todas las tumbas tienen flores. Y los caminos son muy anchos. -Por su voz se notaba cuánto le gustaban los caminos anchos.
Hubo otro silencio. Luego el anciano se animó sobremanera.
-¿Sabe usted lo que les hicieron pagar a las chicas en el hotel por un bote de confitura? -dijo-. ¡Diez francos! A eso yo le llamo un robo. Dice Gertrude que era un bote pequeño, no más grande que una moneda de media corona. No había tomado más que una cucharada y le cobraron diez francos. Gertrude se llevó el bote para darles una lección. Hizo bien; eso es querer hacer negocio con nuestros sentimientos. Piensan que porque hemos ido allí a echar una ojeada estamos dispuestos a pagar cualquier precio por las cosas. Eso es. -Y se volvió, dirigiéndose hacia la puerta.
-¡Tiene razón, tiene razón! -dijo el jefe. aunque en realidad no tenía idea de sobre qué tenía razón. Dio la vuelta a su escritorio y siguiendo los pasos lentos del viejo lo acompañó hasta la puerta y se despidió de él. Woodifield se había marchado.
Durante un largo momento el jefe permaneció allí, con la mirada perdida, mientras el ordenanza de pelo canoso, que lo estaba observando, entraba y salía de su garita como un perro que espera que lo saquen a pasear.
De pronto:
-No veré a nadie durante media hora, Macey -dijo el jefe-. ¿Ha entendido? A nadie en absoluto.
-Bien, señor.
La puerta se cerró, los pasos pesados y firmes volvieron a cruzar la alfombra chillona, el fornido cuerpo se dejó caer en el sillón de muelles y echándose hacia delante, el jefe se cubrió la cara con las manos. Quería, se había propuesto, había dispuesto que iba a llorar...
Le había causado una tremenda conmoción el comentario del viejo Woodifield sobre la sepultura del muchacho. Fue exactamente como si la tierra se hubiera abierto y lo hubiera visto allí tumbado, con las chicas de Woodifield mirándolo. Porque era extraño. Aunque habían pasado más de seis años, el jefe nunca había pensado en el muchacho excepto como un cuerpo que yacía sin cambio, sin mancha, uniformado, dormido para siempre. «¡Mi hijo!», gimió el jefe. Pero las lágrimas todavía no acudían. Antes, durante los primeros meses, incluso durante los primeros años después de su muerte, bastaba con pronunciar esas palabras para que lo invadiera una pena inmensa que sólo un violento episodio de llanto podía aliviar. El paso del tiempo, había afirmado entonces, y así lo había asegurado a todo el mundo, nunca cambiaría nada. Puede que otros hombres se recuperaran, puede que otros lograran aceptar su pérdida, pero él no. ¿Cómo iba a ser posible? Su muchacho era hijo único. Desde su nacimiento el jefe se había dedicado a levantar este negocio para él; no tenía sentido alguno si no era para el muchacho. La vida misma había llegado a no tener ningún otro sentido. ¿Cómo diablos hubiera podido trabajar como un esclavo, sacrificarse y seguir adelante durante todos aquellos años sin tener siempre presente la promesa de ver a su hijo ocupando su sillón y continuando donde él había abandonado?
Y esa promesa había estado tan cerca de cumplirse. El chico había estado en la oficina aprendiendo el oficio durante un año antes de la guerra. Cada mañana habían salido de casa juntos; habían regresado en el mismo tren. ¡Y qué felicitaciones había recibido por ser su padre! No era de extrañar; se desenvolvía maravillosamente. En cuanto a su popularidad con el personal, todos los empleados, hasta el viejo Macey, no se cansaban de alabarlo. Y no era en absoluto un mimado. No, él siempre con su carácter despierto y natural, con la palabra adecuada para cada persona, con aquel aire juvenil y su costumbre de decir: «¡Sencillamente espléndido!».
Pero todo eso había terminado, como si nunca hubiera existido. Había llegado el día en que Macey le había entregado el telegrama con el que todo su mundo se había venido abajo. «Sentimos profundamente informarle que...» Y había abandonado la oficina destrozado, con su vida en ruinas.
Hacía seis años, seis años... ¡Qué rápido pasaba el tiempo! Parecía que había sido ayer. El jefe retiró las manos de la cara; se sentía confuso. Algo parecía que no funcionaba. No estaba sintiéndose como quería sentirse. Decidió levantarse y mirar la foto del chico. Pero no era una de sus fotografías favoritas; la expresión no era natural. Era fría, casi severa. El chico nunca había sido así.
En aquel momento el jefe se dio cuenta de que una mosca se había caído en el gran tintero y estaba intentando infructuosamente, pero con desesperación, salir de él. ¡Socorro, socorro!, decían aquellas patas mientras forcejeaban. Pero los lados del tintero estaban mojados y resbaladizos; volvió a caerse y empezó a nadar. El jefe tomó una pluma, extrajo la mosca de la tinta y la depositó con una sacudida en un pedazo de papel secante. Durante una fracción de segundo se quedó quieta sobre la mancha oscura que rezumaba a su alrededor. Después las patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, levantando su cuerpecillo empapado, empezó la inmensa tarea de limpiarse la tinta de las alas. Por encima y por debajo, por encima y por debajo pasaba la pata por el ala, como lo hace la piedra de afilar por la guadaña. Luego hubo una pausa mientras la mosca, aparentemente de puntillas, intentaba abrir primero un ala y luego la otra. Por fin lo consiguió, se sentó y empezó, como un diminuto gato, a limpiarse la cara. Ahora uno podía imaginarse que las patitas delanteras se restregaban con facilidad, alegremente. El horrible peligro había pasado; había escapado; estaba preparada de nuevo para la vida.
Pero justo entonces el jefe tuvo una idea. Hundió otra vez la pluma en el tintero, apoyó su gruesa muñeca en el secante y mientras la mosca probaba sus alas, una enorme gota cayó sobre ella. ¿Cómo reaccionaría? ¡Buena pregunta! La pobre criatura parecía estar absolutamente acobardada, paralizada, temiendo moverse por lo que pudiera acontecer después. Pero entonces, como dolorida, se arrastró hacia delante. Las patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, esta vez más lentamente, reanudó la tarea desde el principio.
Es un diablillo valiente -pensó el jefe- y sintió verdadera admiración por el coraje de la mosca. Así era como se debían de acometer los asuntos; ésa era la actitud. Nunca te dejes vencer; sólo era cuestión de... Pero una vez más la mosca había terminado su laboriosa tarea y al jefe casi le faltó tiempo para recargar la pluma, y descargar otra vez la gota oscura de lleno sobre el recién aseado cuerpo. ¿Qué pasaría esta vez? Siguió un doloroso instante de incertidumbre. Pero ¡atención!, las patitas delanteras volvían a moverse; el jefe sintió una oleada de alivio. Se inclinó sobre la mosca y le dijo con ternura: «Ah, astuta cabroncita». Incluso se le ocurrió la brillante idea de soplar sobre ella para ayudarla en el proceso de secado. Pero a pesar de todo, ahora había algo de tímido y débil en sus esfuerzos, y el jefe decidió que ésta tendría que ser la última vez, mientras hundía la pluma hasta lo más profundo del tintero.
Lo fue. La última gota cayó en el empapado secante y la extenuada mosca quedó tendida en ella y no se movió. Las patas traseras estaban pegadas al cuerpo; las delanteras no se veían.
-Vamos -dijo el jefe-. ¡Espabila! -Y la removió con la pluma, pero en vano. No pasó nada, ni pasaría. La mosca estaba muerta.
El jefe levantó el cadáver con la punta del abrecartas y lo arrojó a la papelera. Pero lo invadió un sentimiento de desdicha tan agobiante que verdaderamente se asustó. Se inclinó hacia delante y tocó el timbre para llamar a Macey.
-Tráigame un secante limpio -dijo con severidad- y dese prisa. -Y mientras el viejo perro se alejaba con un paso silencioso, empezó a preguntarse en qué había estado pensando antes. ¿Qué era? Era... Sacó el pañuelo y se lo pasó por delante del cuello de la camisa. Aunque le fuera la vida en ello no se podía acordar.

miércoles, 22 de octubre de 2014

Literatura / Primer Premio / 14º Concurso Nacional de Cuento Babel La Falda Córdoba

Un tipo está tirado en la vereda
N.F.
Primer Premio
14º Concurso Nacional de Cuento Babel Edición 2014
La Falda Córdoba 

I
Un tipo está tirado en la vereda. Duerme. Está tirado en el medio de la vereda. No está protegido por un palier. No está metido en el retiro de un edificio. Está tirado en la vereda. En el medio de la vereda. Está tapado con una manta. Duerme. La vereda es angosta. Los que por allí pasan lo esquivan. Lo esquivan. Vienen caminando derecho y con un rodeo lo  esquivan. Si alguien viniera en dirección contraria al que por allí camina, uno de los dos debería detenerse para dejar pasar al otro. El tipo que está tirado en la vereda, duerme, despatarrado, como si estuviese solo, acostado sobre un somier. Pero no tiene somier. Y no está solo. O sí. La cosa es que el tipo está tirado, tirado en la vereda. Y está tapado. Porque se tapa. Hace calor pero se tapa.
La vereda es transitada. Como cualquier vereda lleva de costado la vida de la ciudad. Pero esta vereda, además de un gran tránsito peatonal, tiene a un tipo tirado. Nadie se queja porque el tipo tirado en el medio de la vereda interrumpe el paso. La gente que circula  por allí lo esquiva naturalmente. El desvío no es gran cosa. Si uno viene caminando cerca del cordón ni necesita cambiar el curso de su recorrido, pasa derecho sin problema. En realidad el incordio se produce porque la vereda es un poco angosta, si la vereda tuviese medio metro más el tipo podría estar tirado sin dificultad y todo el mundo circularía cómodamente.  Para colmo al tipo se le ocurrió abrir las piernas, ensanchar su sueño y estirar una de sus extremidades en dirección a la calle, fuera de los límites de la frazada que le cubre el resto del cuerpo, llegando con su pié hasta el cordón pintado de amarillo.
II
El inesperado movimiento de pierna del tipo tirado en el medio de la vereda pone al peatón frente a dos opciones. Dos. Lo pone en una disyuntiva, entre la espada y la pared. Frente al incidente acaecido, al peatón no le queda más alternativa que decidir cuál de las dos opciones que tiene a la vista debe tomar. Entonces piensa, cavila, reflexiona.  Evalúa  racionalmente, racionalmente, si es mejor, una, esquivarlo yendo hacia la calle, o, dos, pasar por encima de aquella pierna que actúa como barrera baja. Sabe, que ambas opciones son complicadas. La primera conlleva la dificultad del tránsito vehicular. En realidad, el peatón que tiene el tránsito de frente, puede resolver el problema  sin mayores esfuerzos  porque puede ver al vehículo que viene por la calle, y entonces al verlo, antes de desviarse hacia la calle, puede detenerse sobre la vereda hasta que el auto pase, o bien –siempre dentro de la primera alternativa- en un acto un poco más arriesgado el mismo peatón podría  hacerle seña para que el auto en cuestión disminuya la velocidad y lo deje pasar a él primero en un gesto de benevolencia; hasta ahí todo bien, pero ¿y si el peatón camina en el mismo sentido al que transita el auto? Allí la cosa cambia, porque como es sabido, nadie tiene ojos en la nuca, entonces, así, este peatón, el peatón, queda a la buena de Dios, es decir queda expuesto a que lo atropellen. Y un peatón atropellado es un inconveniente grave, y mucho más grave si este peatón es un trabajador en relación de dependencia, que, por cierto, si bien puede estar cubierto por su obra social, su ingreso mensual bajaría considerablemente dado que le descontarían el plus por asistencia que es lo que lo hace ahorrar unos pesos a fin de mes. Pero, pongamos por caso que este trabajador sea una persona que desarrolle su labor por cuenta propia, allí todo cambia, y la cosa se complicaría si lo atropellan, porque sabemos que los cuentapropistas (horrible palabra compuesta si las hay) dependen de sus propias manos para conseguir el pan para los suyos, y si éste queda en cama, por más que el seguro automotor, luego de muchos trámites y dilaciones, le pague hasta el último peso, éste termina perdiendo por lo menos un mes de trabajo, y un mes es mucho tiempo para que cualquier cuentapropista quede en la deriva. Así que, por eso, muchos peatones (no me gusta mucho la palabra transeúnte, me suena a truhán, ante esto prefiero el mal menor de tolerar la cacofonía de usar el término peatón en todo el relato), decía, por eso  muchos peatones optan por la segunda alternativa  y prefieren levantar el pie por sobre la pierna del tipo tirado en el medio la vereda en vez de esquivarlo. Esta elección tiene sus riesgos. La operación hay que llevarla a cabo con sumo cuidado para no tropezar con la pierna del tipo tirado en el medio de la vereda, porque si bien no es lo mismo un tropezón a ser atropellado, un tropezón no deja de ser una contrariedad; así es que los que eligen esta segunda vía, deben levantar cuidadosamente el pie para evitar  trastabillarse, porque puede ser  que una impericia produzca un leve topetazo que tal vez pueda solucionarse con un par de saltitos y termine en la reincorporación del paso firme sin más, pero también puede ocasionar una caída y con ella una rotura de hueso, a lo cual hay que sumarle el considerable papelón que esto generaría  porque, con seguridad, el desgraciado peatón al que le faltó levantar un poquito el pie deberá soportar las risas apagadas de otros peatones que lo ven tropezar y la consideración de que es un verdadero inútil, un inepto total, un badulaque, para levantar la pierna por encima de la de un tipo que se encuentra tirado en el medio de la vereda.
Los que no tienen ninguno de estos problemas son los que van por la vereda de enfrente. Estos pueden caminar sin tensiones  pueden ir papando moscas si lo desean, llevar  auriculares en el oído, ir hablando por teléfono sin ninguna molestia. Lo conveniente es pasar por la vereda de enfrente. Es lo conveniente. Ese es el consejo más sabio que puede recibir cualquier peatón con intenciones de caminar por la cuadra. Pero no siempre es posible caminar enfrente de donde está el tipo tirado en medio de la vereda.
III
Un día un muchacho joven de pantalón rojo pasó caminando por la vereda en la que estaba el tipo tirado durmiendo con la pierna estirada. El muchacho iba tan ensimismado que no vio al tipo tirado en el medio la vereda, y avanzó con paso firme por encima de éste. Muchos presenciaron el suceso. Lo advirtieron tanto desde la vereda de enfrente como desde la vereda propia. Lo raro fue que no generó ninguna risa. Ni risa sonora, ni risa apagada. Ninguna risa. Y no generó risa porque no existió tropezón alguno. El muchacho de pantalón rojo caminó como si nada por encima del tipo tirado en el medio de la vereda y el tipo tirado en el medio de la vereda con la pierna estirada hacia la calle, no hizo ningún gesto de dolor o de molestia, ningún movimiento distinto al que puede hacer cualquier persona que duerme comúnmente la siesta en su cama de doble plaza. El tema es que el muchacho de pantalón rojo, no sólo no trastabilló, sino que ni siquiera perdió su paso sostenido, hasta podríamos decir que pasó por donde pasó casi sin darse cuenta de lo que había hecho. Él simplemente pasó. Quizá haya sentido alguna protuberancia debajo del zapato y creyó que pasó por encima de  alguna imperfección de la vereda que como todas las veredas de la ciudad cada día se deterioran más y más y el alcalde poco hace para ponerlas en condiciones (¡vaya con estos alcaldes que no cuidan las veredas!), pero, eso es una conjetura que hacen algunos porque lo concreto es que el joven no se dio cuenta de nada. Frente a este hecho novedoso (o podríamos llamarlo “inaugural”, ahora veremos por qué) dos adolescentes dispuestos a la experimentación, buscaron imitar al joven de pantalón rojo (casi como si fuera un acto de  iniciación). El primero en pasar por encima del tipo tirado en el medio de la vereda fue el autor de la idea. Caminó apurado, tenso, casi sin respirar. Cuando terminó su aventura miró hacia atrás a la espera de su acompañante. Este, al ver que su amigo circuló con facilidad, como si nada (nada) hubiera en la vereda, también se animó al desafío, pero redobló la apuesta: Pasó lentamente, con detenimiento, caminó con cuidado, avanzó pensando en cada movimiento, pisando primero el pie del tipo tirado en el medio de la vereda, luego la pierna que estaba debajo de la manta, luego el pecho y por último la cara. Con el resultado a la vista, retrocedió caminando por encima del tipo tirado en el medio de la vereda y volvió a hacer lo mismo pero esta vez como si jugara a la rayuela. Primero pisó los dos tobillos, luego con un pié quedó en el centro de las dos piernas del tipo tirado en  el medio de la vereda, después saltó sobre las dos rodillas, luego dirigió un pie en el medio de la boca del estómago, con destreza llevó los dos pies en el pecho, luego uno a la cabeza y por último ¡zaz! afuera. Luego de repetir el procedimiento varias veces, los adolescentes encontraron aburrido el juego y siguieron viaje.  Como si hubiese habido una autorización tácita dada no se sabe por quien,  todos los peatones comenzaron a pasar por encima del tipo tirado en el medio de la vereda, primero pasaron como si nada dos hombres mayores de maletín,  hablando entre sí, después pasó otro pensando en la luna, luego un ciclista con casco, y  después dos mujeres con changuitos de feria.  El tipo que estaba tirado en medio de la vereda, no reaccionaba frente a los pisotones. Sólo dormía a pierna tendida. Así pasaron  días y semanas. Todos comenzaron a caminar por encima del tipo que estaba tirado en el medio la vereda como si nada (nada) existiera, como si el camino estuviera despejado. El único que se dio cuenta de que había alguien allí fue un ciego. Un ciego pobre -no un pobre ciego- que con su varilla blanca lo palpó y lo esquivó con cuidado.

IV
Luego de algunos meses un gato se acercó al hombre tirado en el medio de la vereda, y se ubicó a su lado en posición de compañía. El pelaje del gato era suave. Su blancura al sol deslumbraba por su belleza. Una mujer que pasaba por allí, se detuvo encima del pecho del tipo que estaba tirado en la vereda y  acarició al gato. Desde la vereda de enfrente una pareja se detuvo, miró al animal con delectación y le enterneció la relación que la viejita tenía con el minino. El pelo platinado de la viejita combinaba con la tersura del pelambre del gato. Un hombre mayor, con gorra de jubilado, se detuvo sobre el cuello del hombre tirado en el medio de la vereda y se puso a  hablar con la señora de las cualidades del felino.
El gato se aquerenció del lugar. Con el tiempo varias personas le empezaron a llevar comida. Al tipo tirado en el medio de la vereda nadie lo percibió más. El gato se quedó a vivir a su lado.
Ya pasó bastante tiempo del inicio de la historia que acá se cuenta. Todavía ambos siguen en el mismo lugar. Por momentos el tipo tirado en el medio de la vereda, le acaricia la cabeza al gato, mientras éste se acurruca entre los pies descalzos del tipo que está tirado en el medio de la vereda. 



martes, 21 de octubre de 2014

Literatura / Filisberto Hernández / Explicación falsa de mis cuentos

Explicación falsa de mis cuentos
Filisberto Hernández

Obligado o traicionado por mí mismo a decir cómo hago mis cuentos, recurriré a explicaciones exteriores a ellos.
No son completamente naturales, en el sentido de no intervenir la conciencia. Eso me sería antipático. No son dominados por una teoría de la conciencia. Eso me sería extremadamente antipático. Preferiría decir que esa intervención es misteriosa. Mis cuentos no tienen estructuras lógicas. A pesar de la vigilancia constante y rigurosa de la conciencia, ésta también me es desconocida. En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta. La empiezo a acechar creyendo que en ese rincón se ha producido algo raro, pero que podría tener porvenir artístico. Sería feliz si esta idea no fracasara del todo. Sin embargo, debo esperar un tiempo ignorado: no sé cómo hacer germinar la planta, ni cómo favorecer, ni cuidar su crecimiento; sólo presiento o deseo que tenga hojas de poesía; o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos. Debo cuidar que no ocupe mucho espacio, que no pretenda ser bella o intensa, sino que sea la planta que ella misma esté destinada a ser, y ayudarla a que lo sea. Al mismo tiempo ella crecerá de acuerdo a un contemplador al que no hará mucho caso si él quiere sugerirle demasiadas intenciones o grandezas. Si es una planta dueña de sí misma tendrá una poesía natural, desconocida por ella misma. Ella debe ser como una persona que vivirá no sabe cuánto, con necesidades propias, con un orgullo discreto, un poco torpe y que parezca improvisado. Ella misma no conocerá sus leyes, aunque profundamente las tenga y la conciencia no las alcance. No sabrá el grado y la manera en que la conciencia intervendrá, pero en última instancia impondrá su voluntad. Y enseñará a la conciencia a ser desinteresada.
Lo más seguro de todo es que yo no sé cómo hago mis cuentos, porque cada uno de ellos tiene su vida extraña y propia. Pero también sé que viven peleando con la conciencia para evitar los extranjeros que ella les recomienda.

Literatura / Vacas, Pan Casero y Estrellas / Cuento Corto Seleccionado España

VACAS, PAN CASERO Y ESTRELLAS

Seleccionado libro antología. II Concurso de Cartas “tema mi viaje”. 
Asociación Letras con Arte. España. Octubre 2014














La vaca nos da la leche. Con la leche se hace la crema. También la manteca. Esta sirve para el desayuno. En las vacaciones comí pan casero con manteca y durante el viaje vi vacas. Las vacaciones son muchas cosas. Pueden servir para el descanso, también para viajar. Los viajes permiten ver de todo. Ver vacas por ejemplo. Bajo techos de paja, algunas de ellas. Los viajes permiten andar por las rutas y ver campos de soja. Campos con más soja que trigo. Campos cinco estrellas, Hilux creando polvaredas sobre vaquitas propias y penas ajenas. También durante el viaje se puede parar en algún centro astronómico y que a uno le digan que todo es pasado, que el presente es ficticio, que las estrellas que vemos emanaron la luz hace más de 7000 años. Que cuando ellas irradiaron el brillo que nosotros vemos ahora los egipcios estaban construyendo las pirámides. Se puede escuchar a un astrónomo decir que él estudia el pasado, que es como un geólogo, como un historiador. En las vacaciones se puede ir a un arroyo y mirar el paso del agua como la alegoría del infinito, o se puede ver de cerca a un algarrobo de más de mil años, un árbol que era un retoño perdido en territorio desconocido cuando en Europa se organizaban las primeras cruzadas, y era un árbol adulto cuando caía el último vestigio del Imperio Romano de Oriente o cuando Colón atravesaba los mares haciendo sus viajes lejos de las vacas que vi yo, hace poco nomás, en el pasado reciente.