domingo, 1 de octubre de 2017

Literatura | Premio Relato | Domingo, canto y rezo

Tercer premio  Relatos de Inmigrantes italianos 2017 | Sociedad Italiana de San Pedro
Domingo, canto y rezo
                                                       Para Pina siempre.

Escucho una radio, encima una voz.  Me acerco a la cocina. Ella canta. Me arrimo a la puerta que se cierra al resto de la casa para no molestar.  La oigo. Disfruto de ese susurro.
“Che bella cosa na giornata'e'sole, N'aria serena doppo na tempesta…”
Todo está en orden. Si ella canta todo está en orden.
Recién me levanto. Me arreglo un poco el pelo. Me asomo, la miro. Entro.  Me saluda sonriente. Enseguida se pone en marcha y me atiende como cuando era chico. Me pone en la mesa  de la cocina un repasador que actúa de mantel individual. Estira el lienzo que  tiene el mapa de Italia donde sobresale el dibujo de  un coliseo gigante, una torre de Pisa más inclinada que lo normal, el Vesubio largando humo. Me pregunta cómo dormí. Me sirve  el café recién hecho  en la cafetera que “per la mattina fá blu blu blú, blu-blú, blu-blú”.
Rubia. Calabresa. De ojos verdes. De niña un príncipe africano la quiso comprar. El príncipe negro de capa roja a cambio ofrecía los quilates que pesaba la niña en oro. El moro le ofrecía  el  oro. El oro del moro  tenía el mismo color que el cabello de la niña que se aferraba fuerte al abrazo de su madre.
La escucho. Tomo un sorbo del café. Ahora vuelve a cantar. Canta y cuenta. Cuenta y canta. Siempre canta. Cantaba en el coro de la iglesia. Hacía la segunda voz.  Los domingos, los feligreses se deleitaban con esas melodías. Hasta los partisanos escuchaban esos cantos de ángeles. Eran los momentos que los críticos del  clero  sosegaban las pedradas a las fachadas del templo. Escuchaban entonces: Aaaaaave Mariiiiiiiiiaaaaaa, graaaaaatia plena. Mariiiiiia, gratia plena ,Mariiiiiaaa, gratia plena… “
Se me viene en mente mi pantalón nuevo. Lo voy a buscar. Le pido un dobladillo. No hace falta más, trae aguja y dedal. Se sienta frente a mí. Se concentra en lo que tiene que hacer.  Mientras canta. Canta bajito. La miro. Me descubre, canta y me mira. Hablamos con la mirada. Nos conocemos por las miradas. Por los gestos. Por el color de nuestros semblantes. De chico me retaba así, con una simple mirada. Pero ahora no. La mirada es otra. Está contenta. Se alegra de verme, de que estemos  “cuore a cuore”, de tenernos en la cocina-de-domingo como antes.  La veo a los doce años coser en una mesa, veo estambres, tafetas,  telas, géneros se decía en otras épocas, veo como la modista le enseña a enhebrar, a  marcar con esa tiza que parece jabón de hotel, a cortar, a surfilar, a hilvanar, a dar puntadas invisibles. Cose mi bocamanga. Observo su dedal. La oigo cantar.  Canta, cuenta.
“Lo quería, cuando murió se soltó el pelo sobre el ataúd. Tenía hijos y marido pero no le  importó aquello que  pudieran decirle, no le importó  las habladurías del pueblo,  no le importaba si su propia madre le negaba la palabra para siempre; esa mujer fue a despedir a parte de su vida, fue a la despedir  a su historia negada. Sobre la tumba se soltó su cabellera negra, larguísima y negra, y la desplegó sin pudor encima de ese madero barato que cubría el cajón donde estaba el cuerpo del hombre al que ella había amado, el hombre al que sus padres  se opusieron  para que se casara,  porque ellos ya le habían elegido otro destino para su hija: casarla con un primo lejano al que la bruna apenas había visto alguna vez en su vida, en su vida deshecha, destruida, deshilachada,  en su vida que necesitaba costuras de hilo negro, como su vestido, como su cabello, largo y negro, y como su lloro, como sus lágrimas, como sus perlas saladas que caían sobre esa tapa de madera de poca monta sólo para él, para él”.
De la taza de café apenas queda la borra. Mi madre hace un silencio. Recuerda.  Recuerda cada cosa de su pueblo como si fuera hoy, como si fuera este domingo. Saca mi taza. La lava. Seca sus manos en su delantal. “¿Hacemos pasta?” Me pregunta entusiasmada.  No hace falta la respuesta. Me voy a sacar el piyamas. Me pongo el pantalón. Vuelvo vestido de civil. Ya la botamanga no toca el piso. Regreso a la cocina. La mesa está lista. Toda espolvoreada de harina.  Allí ahora se harán los fideos. “No son fideos son tallarines” aclara como cada vez que los prepara, y se ríe. “Te ayudo, si querés mientras yo amaso vos hacés la salsa” le digo voluntarioso. Me responde que sí pero hará todo ella. Miro al costado. Desde la llave de paso, por sobre la mesada, cuelgan hojas de laurel que pondrá para darle más sabor  a esa comida que vamos a compartir dentro de un rato, en el comedor, en  la mesa grande, entre todos, como le gusta a ella.
Vuelve a cantar.  La acompaño.
“En el sur de Italia  las bombas de la guerra se sentían en las ausencias. Faltaban los hombres. Los padres, los maridos, los novios todos estaban en el frente. ¡Llegó una carta, llegó una carta! Es de Antonio, Turi, Franco, Mingo, Nicola, Nazareno, Michele, Carlo ¡están vivos, todavía están vivos! Una novia informa. ¡Y dice que me sigue queriendo, que me extraña!”.
Cuenta, cuenta y canta.
“Chist'è 'o paese d''o sole, chist'è 'o paese d''o mare, chist'è 'o paese addó tutt'e pparole só doce o só amare, só sempe parole d'ammore!... Esta canción la cantaba siempre mi papá”, dice. Y ahí la foto sepia que tengo guardada en un cajón se me hace presente. Ella, rubia, en los brazos de su joven madre que aparenta veinte años más de los que tiene. Su padre alto, de uniforme y cara de buen tipo al lado. Sus primeros hermanos. Rina y Miguel de pie. Su abuelo con ellos. Higueras de fondo. La veo caminando por su pueblo, por las calles sin asfalto. Veo su niñez. La veo mirar  a las jóvenes lavando en el ruscello, no en el arroyo, en el ruscello, en el ruscellino. Veo a una niña que admira a esas mozas de polleras arrugadas, camisas ajustadas a la cintura y pañuelo en la cabeza, veo que mira a esas muchachas arrodilladas fregando sobre las piedras, y enjuagando sobre el agua cristalina que se lleva penas, ilusiones  y canturreos, Oh campagnola bella, Tu sei la reginella, Negliocchi tuoi c'è il sole, C'è il colore delle viole, Delle valli tutte in fior…”; la veo caminar  por los campos de olivos entre esas mujeres con canastos de mimbre cosechando aceitunas que será parte del escaso alimento de las mesas; la veo llegar  a una fiesta de casamiento, la veo paradita mirando a su abuelo viejo vestido con el mejor de sus andrajos, saquito remendado, chaleco marrón, camisa blanca y corbata, la veo como mira a su abuelo  cuidar los dos confites envueltos en velo, en tul, en gasa, mira como ese hombre que no se rinde guarda en su bolsillo  el recuerdo que le dieron los novios, para partirlo con ella y sus hermanos que lo esperan ansiosos. “¡Vivan los novios, vivan los novios!”. La veo despedirse desde el barco que la trajo a la Argentina “¡Adiós abuelo!” Veo que fue la última vez que vio a ese hombre. “Adiós, adiós” y sacuden ambos un pañuelo blanco que se va haciendo cada vez más pequeño.

La mesa está puesta.  El resto de la familia se va acercando. El aroma a salsa y a laurel atrae a los rezagados. Mientras todos se acercan a la mesa  ella va a buscar la fuente.  Me acerco a la puerta de la cocina. La miro de espaldas. La escucho. Canta. Como siempre canta.  Canta con voz finita. Aprendí con el tiempo que ella es soprano. ¡Mirá vos! Pina es soprano. ¿Es soprano o mezzo soprano? No lo sé. Sólo sé que canta que siempre canta. Que cuando canta las cosas están bien, por peor que funcionen.  Que canta y mientras canta las penas espanta. Que canta y cuando canta llora. Porque cantar es su forma de llorar. Que canta y que cuando canta ríe, porque siempre ríe y canta. Que canta y que ese canto es oración, rezo plegaria. Que canta, porque nos tiene a todos alrededor de la mesa. Entonces abro la puerta y con voz de domingo le digo: “Y, ma ¿la comida para cuándo?”.