viernes, 2 de noviembre de 2012

Arte / Caravaggio y sus seguidores


Malo, malo, genio eres.
N.F

Caravaggio
el primer gran artista rechazado
a causa de su originalidad”
                                                            Hauser

 
Admiramos a los malditos.
Caravaggio fue el primero.
Nos gustan los malditos.
Caravaggio fue un maldito.

Nos gustan los malditos por su desobediencia. Porque rompen decretos, distorsionan fórmulas, critican reglas, reformulan valores, porque destruyen prototipos, estereotipos.
Nos gustan porque tiran los moldes a la basura y fundan, como Poetas, nuevos mundos.
Nos gustan porque tienen algo de siniestro, porque sacan hacia afuera los temores, los tumores y las miserias que nosotros ocultamos transitando por la medianía. Nos gustan, porque viven descorriendo velos, abriendo telones en los entreactos, orinando lavabos, sacando, orgullosos, trapitos al sol.
Nos gustan porque hacen todo lo que hizo Caravaggio.
Los odiamos.
 
 
Admiramos a los malditos.
Y a Caravaggio entre ellos.
Los admiramos por sus desgracias, por sus vidas desdichadas, por sus faltas de fortuna, por sus destinos fatídicos. Nos gusta verlos  batirse a duelo dentro y fuera de las escenas del arte. Nos cautiva sus fatalidades. Sus irascibilidades, sus arbitrariedades. Gozamos aterrados, poniendo la mano delante de los ojos y abriendo los dedos, viéndoles cortarse las orejas. Y aunque esto revele que somos una porquería no nos importa porque disfrutamos con su arte, porque nos conmovemos con su genialidad, porque ellos, detestables, nos permiten saborear dulcemente, su amargor. No nos importa porque paladeando sus asperezas, sus rugosidades y sus destemplanzas, disfrutamos de sus talentos.
Los odiamos.
 
Nos gusta el Arte Maldito. Y el barroco es el peor.
Nos gusta cuando la estabilidad desvaría. Cuando lo clásico queda en ridículo.
Cuando el clérigo le compra el cuadro a un pintor pendenciero, cuando el artista que frecuenta los bajos fondos puede sacar luz de las tinieblas. Cuando esas tinieblas místicas que rodean imágenes sagradas se confunden con las del humo de los burdeles.
Nos gusta cuando lo bueno e impoluto se llena de mugre. Nos gusta deleitarnos con ironías y  mordacidades.
Lo detestamos.
 
Entonces allí el barroco, allí Caravaggio, allí sus seguidores.
Entonces allí una muestra.
Allí el museo de las artes bellas en los buenos aires que la contiene.
Allí nosotros, vestidos de ciudad, entrando por la avenida Libertador, con catálogo en mano, admirando aquellos trazos que alguna vez fueron maravillosamente cuestionadores, arbitrariamente  inusitados, extraordinariamente controvertidos.
Allí nosotros ambivalentes, contradictorios.
 
Siete y quince.
La Muestra tiene siete telas de Caravaggio y quince más de sus seguidores.
La recorremos.
Vemos en ella seis escenas religiosas y una pagana. (O quizá sea al revés)

La primera, San Juan Bautista que alimenta al cordero. Dice el resumen que se trata de una obra melancólica, retrospectiva, que expresa sus turbulentas experiencias personales. En un fondo oscuro la diagonal del cayado organiza la tela. El cuerpo del santo sigue esa dirección. El torso  de San Juan Bautista blanco, desnudo e iluminado y la cabeza del dócil cordero en el ángulo inferior, separado por el bastón del  pastor santo, arma el conjunto. El rojo púrpura del paño juega como una mancha entre sombras y luces sobre un fondo oscuro todo lo sostiene.

En San Genaro decapitado o San Agapito, vemos el rojo sangre pintado en la época que el maestro se escapa de Roma acusado de un crimen, vemos en ese San Genaro la  fuga del pintor y su violencia. La única sutileza del lienzo se encuentra en el dorado donde comienza, otra vez, la diagonal, y contrasta con la expresión hierática que Caravaggio ofrece del mártir.

Todo lo contrario ocurre en San Francisco meditando (en la primera tela y en la copia realizada por el autor). Aquí encontramos una inquietante serenidad en su figura. Como en toda su obra, vemos como la tela diluyen los límites en esa oscuridad que encierra lo incierto, lo oculto, lo celado. La diagonal del cuerpo, nuevamente, es la línea que organiza, la cruz iluminada y límpida, es la línea que equilibra toda la composición. La luz resalta la calavera, la muerte que atormenta, la finitud de la vida terrena, el punto blanco.

En el Retrato del Cardenal podemos ver la magnificencia de la composición del maestro italiano. Aquí se aprecia el contrapunto que se genera entre la tez blanca apenas iluminada del cardenal, su birreta púrpura, su cuello blanco y su cuerpo enfundado en un fondo oscuro. Todo se aleja de los retratos claros, limpios y puros de épocas precedentes.

La Cabeza de Medusa se destaca en la exposición, por el lugar que ocupa en la muestra y por su originalidad -pintado sobre un escudo circular-  por ser una imagen pagana  y  por su aterradora expresión, que aún como sucedía en la mitología griega, sigue paralizando (las miradas) a los hombres.  

San Jerónimo escribiendo es la más impactante de todas las obras de Caravaggio que se exhiben en la muestra. Su naturalismo es notable. Toman cuerpo la piel mustia, los músculos envejecidos, la barba canosa -dibujada pelo por pelo-, las arrugas de la frente, las de la mano, los ondeados de las telas, el ajado de las hojas, de la cubierta del libro. La grandeza de la pintura justamente se encuentra en la pintura misma no en la magnanimidad o en la heroicidad del personaje, que por el contrario roza con lo vulgar del hombre común.

Si a Caravaggio se le adjudica el carácter del pintor del “tenebrismo” (folleto de presentación del MNAM) esta selección cumple con la premisa.  En las obras del maestro vemos al pintor maldito en plenitud. Vemos su singularidad. Vemos su pararse frente a la serenidad apostada del clasicismo, frente a la verticalidad de aquellas composiciones, frente sus candideces rayanas con lo ficticio, a sus rostros de porcelana, a sus facciones perfectas, a sus expresiones sedadas y armoniosas; y vemos su cuestionamiento a la intelectualidad del manierismo y a la aristocracia esteticista. En la ruptura con el pasado vemos al Caravaggio , “ bohemio, enemigo de la cultura” (…) alejado de  toda especulación y de toda teoría”.  (Hauser)

El barroco de los seguidores

En sus seguidores vemos la maravilla del barroco, aunque nunca y aunque se esfuercen, la malignidad del capo. Porque siguen una escuela y lo hacen a la perfección y representan con devoción, arte y talento los preceptos del maestro.

Y se puede ver en la obra de Leonello Spada (Coronación de Espinas) con la composición netamente barroca, con una multitud de personajes, con el preciosismo típico del claroscuro, con las ironías de época (el joven que ilumina la escena de la antorcha mientras coronan con espina a un Jesús sufriente mira al pintor como un actor de teatro al público); se puede ver a Artemisia Gentileschi que muestra a una Magdalena (Magdalena Desvanecida) que está más cerca de lo erótico que de lo religioso sobre un fondo difuso que deja una ventana de luz que conforma un paisaje abierto.

Se puede ver a  Hendick Van Somer (San Jerónimo) con otra versión del San Jerónimo de Caravaggio, realizada con gran inspiración y virtuosismo. Se puede ver una tela de autor anónimo (Los Trapaceros) como otro de los momentos cúlmines de la muestra, donde se puede notar a la perfección esa ruptura con lo clásico donde los personajes están casi de espalda, tomados como si fuera una improvisada fotografía , fuera de toda pose. Se puede ver más y más y más.

¡Señores! (plaf, plaf, golpes secos con la mano) ¡A disfrutar! ¡La mesa está servida!
Gustemos envenenarnos con semejante manjar.

 
Caravaggio y sus seguidores
Museo Nacional de Bellas Artes
Entrada gratuita
http://www.mnba.org.ar/nota_detalle.php?id=52

Arq. Angel Navarro en Lan Nación ADN
http://www.lanacion.com.ar/1518174-caravaggio-y-sus-seguidores-en-el-museo-nacional-de-bellas-artes


(Fotografía NF)

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