Manuel Mujica Láinez
(1910-1984)
Soy vieja, revieja. Tengo
sesenta y ocho años. Pronto voy a morir. Me estoy muriendo ya, me están matando
día a día. Ahora mismo me arrancan los escalones de mármol, la gloria de los
escalones de mármol, pulidos, que antes, al darles encima el sol a través de
los cristales de la claraboya, se iluminaban como una boca joven que sonríe.
Siento terribles dolores cuando los brutos esos andan por mis cuartos con sus
hierros, golpeando las paredes. Dolor y vergüenza. Me avergüenzo de que me vean
así, mugrienta, sórdida, de que todo el mundo me vea así desde la calle, con
sólo asomarse al vestíbulo donde ya no hay puerta y a los boquetes abiertos
bajo los balcones sin persianas. Que me vean así... así... con el papel del
escritorio cayéndose, con la lepra de humedad devorándome, con los vidrios del
hall manchados y rotos, con la baranda de la escalera herrumbrosa: lo que fue
blanco o celeste o azul transformado en negro, en colores, sin color,
impuros...
La huella de los pecados que
aquí se cometieron ha quedado en mí, ensuciándome, corrompiéndome, quitándome
poco a poco, habitación a habitación, todo lo que contuve de gracia, de
belleza, de brillo. Eso que no se veía en los que pecaban, porque su cara seguía
siendo igual, serena, pulcra, aristocrática a veces y otras canallesca, pero
siempre indiferente, intacta, en mí se ve porque es como una costra que me
envuelve. ¡He cambiado tanto, tanto, Dios mío!... Y el olor... el olor que nada
puede vencer... que persistirá aunque derriben los muros, y que me da náuseas a
mí que he vivido dentro de él, encerrada con él durante casi veinte años,
sintiendo cómo crecía en mí, dentro de mí, cómo se apoderaba de mí y me
impregnaba, de tal modo que si se entreabría la puerta principal la gente que
pasaba por la calle volvía la cabeza hacia mí, con repugnancia súbita, porque
mi olor a rata, a basura, a cosa guardada y fea, la asaltaba como un golpe a
traición, imprevisto en una calle donde los más modestos se esfuerzan por fingir
que son mejores y se dan aires de elegancia y donde hasta el recuerdo de que
existen olores así resulta obsceno, imposible.
Sesenta y ocho años... En
Europa sería joven. En Europa hay que tener doscientos o trescientos o
quinientos años para que a una la consideren vieja. Y entonces acarrean agentes
en ómnibus especiales (lo he oído mencionar montones de veces) para mostrarles
la casa antigua, y les explican que la casa es ojival o que en ella vivió un
dramaturgo o un santo o un pirata o la favorita de un rey. Y hasta escriben un
folleto contando su historia; y si la favorita no vivió allí sino en la misma
cuadra en una casa que ya no existe, no importa: la casa de Madame o de
Mademoiselle será para siempre ésa, y la honrarán y la llenarán de muebles dudosos
regalados por los vecinos y acaso encuentren dos o tres cartas insípidas de la
cortesana que colocarán en una vitrina y que la gente vendrá a ver de lejos...
Aquí no: bastan y sobran mis sesenta y ocho años para que me tachen de vieja.
Verdad que los últimos valen el doble...
En Europa... en Francia...
Antes, en la época en que la vida era bella, los visitantes entraban en mí
hablando de Francia:
–Parece que estuviéramos en
París –repetían.
O si no hablaban de Italia. De
repente, en el comedor, durante una de esas comidas que reunían a veinticuatro
personas alrededor de la mesa, alguien, generalmente un extranjero, miraba
hacia arriba, hacia el techo pintado, y lo descubría.
–Pero... –exclamaba– ¡es un
techo italiano!, ¡qué admirable!
Y todos, hasta los que me
conocían muy bien porque habían estado aquí docenas de veces, miraban al techo,
y durante unos minutos la conversación se concentraba sobre esa pintura tan
hermosa. Entonces (también me he cansado de oírlo) cada uno comparaba mi techo
con el de algún palacio de Roma, de Parma, de Venecia.
¡Pobre pintura del comedor!
Sus figuras distribuidas en torno de una balaustrada que acompaña a la cornisa
del cielo raso en su movimiento, como si la prolongara, se apoyaban en ese gran
balcón poético que el pintor cubrió de tapices, de pájaros y de jarros con
flores, para mirar a los que desde abajo, desde la mesa trémula de candelabros,
de porcelanas y de cristales, los contemplaban también, de suerte que todo
dependía del lugar donde uno se colocara, pues si uno era una de las figuras
del techo –por ejemplo la dama del quitasol o el negrito del turbante que ríe
con un papagayo en el puño–, entonces todo giraba y para uno la pintura del
techo, de “su” techo, estaba formada por un grupo de caballeros vestidos de frac
y de señoras escotadas cuya ronda rodeaba la blancura de un mantel. Claro que
allá arriba, en la pintada fiesta, el espectáculo era más hermoso porque encima
planeaba un trozo de cielo al óleo, muy azul, con sus nubes, pero el
espectáculo de abajo, el de las encendidas velas y las perlas y las pulseras de
esmeraldas y las fuentes enormes, suntuosas como trofeos, me conmovía y me
turbaba más, pues participaban de él los seres que con su vida tejían la mía,
los que yo debía vigilar sin descanso, los trazadores de mi incierto destino.
¡Pobre techo italiano, pobre
cortejo de la balaustrada, alegrado por las ropas teatrales! Los gritos de sus
personajes me estremecen ahora. Los obreros trepados en escaleras han asegurado
que es imposible desprender la tela de la cornisa sin dañarla, y entonces el
hombre de pelo rojo, duro, que dirige el trabajo, ha perdido la paciencia y ha
vociferado que no tiene importancia, que lo rompan, que lo rompan no más.
¡Cómo grita, cómo gritan las
pintadas señoras que rozan la balaustrada con sus dedos demasiado largos, y el
esclavo negro y el militar del sombrerazo y la capa púrpura! ¡Y cómo ladran los
lebreles! Los asesinan entre sus jarrones llenos de rosas. Los asesinan desde
el frágil andamio, a cuchilladas, a martillazos, mientras el yeso cae sobre el
piso.
FOTOS N.F.