Viaje en Pullman: Turistas
Nicolás
Fratarelli
Debo confesar que hasta el momento no había leído
ningún libro de Hebe Uhart sólo, creo,
algunas cosas sueltas publicadas en algún suplemento de algún diario. Casi sin
buscarlo, mirando con devoción en la batea de literatura argentina en una
librería-cueva de la calle Sarmiento,
cayó en mis manos una de sus obras. Un libro de cuentos: Turistas.
Y fue mágico. Desde el momento en que lo abrí no pude dejar de leerlo hasta
llegar al último punto final. A tal nivel no pude (no puedo) despegarme de él
que estas líneas tiene el objetivo de prolongar su compañía por un rato más.
Turistas, el libro de Hebe Uhart, se
compone de nueve cuentos. En una primera aproximación, la más obvia, podríamos
decir que el hilo conductor que amalgama
las diferentes historias gira alrededor de los viajes: internacionales,
nacionales, urbanos y también por el interior de los propios protagonistas; sin
embargo, y más allá de las historias que relata cada uno de los cuentos, todas tienen como eje central algo no dicho: la
reflexión sobre el idioma, y con ello juega seriamente -no juguetea- y hace
literatura pura, pura literatura.
Si lo leemos superficialmente, cada cuento en sí
mismo podría pasar como una mera anécdota o como un relato menor compuesto de
situaciones triviales, cotidianas, comunes, sin embargo cada historia, repito,
en apariencia llana, tiene múltiples observaciones que la autora, aguda
profunda y sumamente reflexiva, la expresa con gran economía de recursos.
El modo de narrar de Uhart, su desparpajo, su desenvolvimiento,
su valentía, su falta de miedo al qué dirán literario, hace de su trabajo una obra de gran frescura,
y le quita solemnidad a situaciones
verdaderamente dramáticas pero nunca profundidad.
Su estilo
descontracturado, libre de prejuicios, fluye con naturalidad. La exactitud de los
tonos encontrados en cada cuento y su
humor -por momentos no pude contener las carcajadas leyendo, por
ejemplo, en medio de la hostilidad de un viaje en subte-, nos pone en evidencia la viga que tenemos delante de
nuestros ojos. La libertad de su
literatura me trajo recuerdos de una de mis escritoras favoritas, Alicia
Steimberg. Cada renglón es un experimento del lenguaje por parte de la
escritora y un descubrimiento por parte del lector. Las historias son las
excusas para entender las transversalidades de una lengua sin dueño -por más
que existan academias que busquen anquilosarla-.
Uhart se permite la licencia de escribir incorrectamente si hace falta -lo
cual no significa escribir mal, más bien todo lo contrario-. Va hurgando
en los distintos idiomas que hace al idioma. Sus cuentos son un centro de
catación del hablar, degusta de giros, de
frases hechas, de expresiones cotidianas que por tan comunes pasan
desapercibidas hasta que ella le pone la sábana a los fantasmas inmateriales
del idioma y las visibiliza. Podríamos decir que Uhart, con estos cuentos, no
deja títeres con cabeza.
Las historias de sus cuentos, los
hechos que allí ocurren, son apenas circunstancias. Si se analizan con una
mirada clásica, a los cuentos Uhart “le faltan conflicto”. Sin embargo en la
imposibilidad que muestran sus personajes, en la falta de deseo, en los
pequeños, pequeños, sueños inalcanzables, en las ilusiones truncas, está el
mayor conflicto; en “ese no pasar nada”,
en lo latente está la riqueza y la hondura de sus relatos. Uhart no busca
amarronar las aguas para que el lago parezca más profundo. No miente. Solo hay
que leer con atención el texto y convertirse en cómplice de sus permanentes
guiños.
Chejov señalaba que las
determinaciones más importantes de su vida la gente la desarrolla en lugares
comunes y de modo casi trivial. En un suplemento cultural de un diario, armaron
una “entrevista tipo”. El mismo
reportaje se lo hacen a distintos personajes de la cultura semana tras semana.
Una de las preguntas es: ¿En qué lugar
fue más feliz? Los entrevistados por lo general contestan con respuestas casi banales. La gran mayoría termina señalando los lugares más domésticos
de sus vidas desilusionando al lector (y
al espíritu de la pregunta) que espera que diga “en el carnaval de Venecia
cuando cambió el milenio” o “frente a tal cuadro de Rembrand en el museo de
Amsterdan” o “en las cavernas de Altamira donde pude sentir la futilidad del
hombre”. Sin embargo nada de esto se responde. Es que en realidad los seres
comunes, de carne y hueso, casi como cualquiera de nosotros, declaran su amor
frente a un kiosco de golosinas o cruzando la calle fuera de la senda peatonal,
o saboreando una galleta sin sal untada con un paté de foi abierto desde hace
unos cuantos días. No hacen falta ramos de flores, balcón
y serenata para que una historia sea sólida y profunda, otro bagaje teórico puede sostenerla,
y en Turistas
todo esto lo encontramos realizado con maestría.
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Uno de los cuentos, “Stephan en Buenos Aires”, es todo un
hallazgo. Está perfectamente mal escrito:
“Iba yo recorrer calle Florida, cuando
vi pájaro gorrión
(que, según opinión de Stephan)
chilla en universal”.
El texto cuenta, simplemente, la
visita de un turista extranjero a Buenos Aires. Pero no lo relata. Su tono es
tan exacto que a medida que uno va leyendo aquello que dice Stephan, lo escucha
hablar. En cada palabra resuena su voz.
“-Cortala, ¿querés?”
En un momento le dice
su amiga argentina al visitante Stephan.
Él piensa.
“No comprendía “cortala”. Paresciá con su disgusto.”
Y continúa
–trascribo textual:
“-Perdoname, hay tenés la toalla.
A mí no me
agrada “perdóname”. Si todo el tiempo “Perdoname”, primero todo mal y después
se reglamenta lo torcido, lo torcido permanece. Muy difícil compostura de cosa
torcida.”
En “Bernardina”,
otro de sus cuentos relata el viaje de una joven paraguaya criada en el campo
que, tras un paso por Asunción, viene a trabajar a Buenos Aires. Aquí Bernardina
habla en primera persona: repito el
concepto: no se lee a Bernardina se la escucha
en el texto. Junto a ella van, veladas, las preocupaciones idiomáticas que
encierra el texto de Uhart.
En un segmento Bernardina sentada en una confitería
en donde apenas se “hallaba”, habla con su hermana, Rosa, que desde hacía tiempo
vivía en Asunción.
Bernardina:
“El papá siempre decía “Y ustedes no me hablan con los
extranjeros”
Rosa:
-¡Por favor!
Bernardina reflexionando sola:
Rosa me dijo -¡Por favor! Y siempre con el “por favor”
en la boca. Qué “por favor, la vecina no era de fiar (y que) ¡–Vamos ya, che.
Que usar piel con el calor que hace acá, por favor! Y otra vez “por favor”, “por favor”.
En otro párrafo Bernardina cuenta que su hermana, habituada
a vida urbana, frente al inminente viaje a Buenos Aires le sugiere:
-Es bueno que te cambies de nombre.
-¿Cambiar? ¿Por qué?
-Bernardina es demasiado largo ¿no te agrada Bern?
(“no te agrada” dice, no le dice “no te gusta”)
-No me voy a hallar. Voy a hallar que llaman a otra
mujer.
-Como quieras.
(y aquí , como lo hace en varios pasajes, se detiene
en lenguaje gestual de la joven)
Pero allá…
(En la ciudad)
…se camina con los brazos
más pegado al cuerpo. En el campo usan los brazos como remos. Y ahí nomás entró
a caminar como caminaba yo y cómo era la
forma legal de caminar”
En “Centro
cultural” se escucha hablar, entre otras “colectividades” a una alemana (¡la
esposa de Anastasio Quiroga, el Inca!) que era la representante artístico de su
“marrido” y aparecen modismos que marcan, con gran síntesis, los rasgos de
diversos pueblos. Por ejemplo cuando Arturo
-el dueño del Centro Cultural- llama “señor” al cantante boliviano que
trataba de participar en el reducto éste le contesta “El señor está en los
cielos” que resulta un modo gracioso y a la vez muy efectivo de matar varios
pájaros de un tiro porque mostrando esta frase hecha, este dicho popular, a la
vez muestra la humildad de quién así se expresa.
El lenguaje está presente como reflexión
permanentemente. Volviendo a “Stephan en
Buenos Aires” Uhart señala la aparición
de un cartel que dice:
Tango
José
Ognatievich: violín
Jorge
Waisman: piano
Acordeón: Julio Etmekian
Asista
La sola aparición de semejantes
apellidos tocando tango -imaginémoslo tocando “Papusa de arrabal”- tiene de por
sí la suficiente fuerza como para no acotar nada más. Por otra parte ¡Qué más
se puede agregar después de ese “Asista”!
Distinta es la situación con el cartel
de “El departamento de la costa”. Allí sí
Uhart da su opinión:
“Adelante ponían unos carteles de lata o de madera, donde
decía: “Plomero” o “Carpintero”. Eran carteles sin convicción, apenas se
veían.”
En fin, ya pasé por otras
librerías. Ya tengo visto otros títulos. Ya revisé su biografía. Me da vergüenza
y bronca no haberla leído antes. Espero pronto poder insertarme en aquellos
textos y espero poder hacerlo como viajero más que como turista, para poder perderme
en sus vericuetos, en sus calles y dejarme llevar como me llevó este, de las
narices, y seguir disfrutando de episodios tales como:
“
Arturo usó una palabra que nunca había empleado antes:
-¡Esto
no tiene parangón!”
Así es. Disfrutar de esta literatura
no tiene parangón.
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Turistas
Hebe Uhart.
2008. Primera edición.
158 pag.
Adriana Hidalgo Editora
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