La
separación
“La separación” es todo lo contrario de lo que se
suele pensar del cine iraní. Eso es.
Desde su estética a su contenido, el film da vuelta
como a un guante al concepto que occidente tiene del cine de ese país y el modo
unívoco en que se presenta a Irán al mundo.
La película no solo rompe los prejuicios cinematográficos, sino
también preconceptos sociales y culturales. Muestra, con fuerza, una sociedad
iraní opuesta a aquella que solemos recibir desde los noticieros globalizados. Pone
a la vista un magma complejo que se compone de colisiones culturales entre la
modernidad y las costumbres conservadoras, sumadas a asimetrías sociales que también
separan.
La separación, el film de Farhadi, es una película urbana,
dinámica. Con una historia sólida y creíble y un despliegue estético
sorprendente. Prácticamente no tiene planos fijos, fotográficos, encuadres estáticos similares a
pinturas naturalistas, como “A través de los olivos” de Abbas Kiorostami
, ni largos viajes por rutas filmados sin corte, por interminables desiertos arenosos como el mismo
Kiorostami se encargó de mostrar en “El sabor de las cerezas” por nombrar dos de
las obras conocidas del cine iraní que llegaron a nuestra tierra; está muy
lejos de cualquier idea de lentitud que exaspera a cualquier producción
hollywoodense. Aquí desde el primer momento, desde la presentación de los
títulos que se produce con el fotocopiado de documentos, todo es acción. La cámara nerviosa
sigue a los personajes y cada personaje tiene algo interesante para decir. La
obra es ágil, inteligente, profunda y sólida, y lo anecdótico se excede a sí
mismo para presentarse con un fondo general, social, existencial.
Con guiños que quizá no sean tan menores, como la mujer fumando, o la conduciendo
autos, el film muestra a una porción de mujeres decididas a ocupar un lugar
distinto al que le consignaron históricamente en su sociedad y otras que
aceptan las cosas tal fueron dadas y que viven siguiendo cumpliendo esos mandatos.
La trama del film es simple: una pareja decide
separarse. La mujer, Simin (Leila Hatami), es quien moviliza el tema. Ella había
conseguido una visa para irse del país y su marido rechaza la opción. La primera
escena comienza con la explicación al juez. Al juez no se lo muestra. Nos habla
a nosotros. El juez hace algunas preguntas y decide que el tema es una mera
cuestión intima, menor para la justicia que no vale la pena detenerse en ello.
La pareja se separa de hecho. La mujer se va del hogar. El marido se queda en la casa con su hija adolescente,
Termeh (Sarina Farhadi), y su padre enfermo que vive en el desvarío por un
Alzheimer que lo aqueja. Nader (Peyman Moadi) busca a alguien a que cuide al
padre en su ausencia. Alguien que lo ayude. Consigue una mujer, Razieh (Sareh
Bayat una actriz de indescriptible belleza de mirada enigmática y rostro misterioso).
Allí comienza un conflicto. Aparece el peso
de lo religioso y su oposición (mientras Razieh en una discusión jura por Alá, Nader
dice que ese Dios del que ella habla no
es su Dios, y algo parecido pasa luego en el juzgado). El nudo de la trama pone
de relieve el valor de la palabra, la verdad y la mentira, la culpa, las dudas,
las necesidades económicas y los conceptos morales, las contradicciones y los
principios éticos que todo esto encierra.
Con su película, Asghar Farhadi, nos aleja de los preconceptos y nos presenta con
altísima calidad estética, reflexiones profundas y muchas preguntas.
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