martes, 28 de agosto de 2012
Literatura / Oliverio Girondo
1891 - 1967
(Dibujo Carlos Alonso)
¡TODO ERA AMOR!
¡Todo era amor... amor!
No había nada más que amor.
En todas partes se encontraba amor.
No se podía hablar más que de amor.
Amor pasado por agua, a la vainilla,
amor al portador, amor a plazos.
Amor analizable, analizado.
Amor ultramarino.
Amor ecuestre.
Amor de cartón piedra, amor con leche...
lleno de prevenciones, de preventivos;
lleno de cortocircuitos, de cortapisas.
Amor con una gran M, con una M mayúscula,
chorreado de merengue,
cubierto de flores blancas...
Amor espermatozoico, esperantista.
Amor desinfectado, amor untuoso...
Amor con sus accesorios, con sus repuestos;
con sus faltas de puntualidad, de ortografía;
con sus interrupciones cardíacas y telefónicas.
Amor que incendia el corazón de los orangutanes,
de los bomberos.
Amor que exalta el canto de las ranas bajo las ramas,
que arranca los botones de los botines,
que se alimenta de encelo y de ensalada.
Amor impostergable y amor impuesto.
Amor incandescente y amor incauto.
Amor indeformable. Amor desnudo.
Amor amor que es, simplemente, amor.
Amor y amor... ¡y nada más que amor!
sábado, 25 de agosto de 2012
Literatura / Hebe Uhart
Viaje en Pullman: Turistas
Nicolás
Fratarelli
Debo confesar que hasta el momento no había leído
ningún libro de Hebe Uhart sólo, creo,
algunas cosas sueltas publicadas en algún suplemento de algún diario. Casi sin
buscarlo, mirando con devoción en la batea de literatura argentina en una
librería-cueva de la calle Sarmiento,
cayó en mis manos una de sus obras. Un libro de cuentos: Turistas.
Y fue mágico. Desde el momento en que lo abrí no pude dejar de leerlo hasta
llegar al último punto final. A tal nivel no pude (no puedo) despegarme de él
que estas líneas tiene el objetivo de prolongar su compañía por un rato más.
Turistas, el libro de Hebe Uhart, se
compone de nueve cuentos. En una primera aproximación, la más obvia, podríamos
decir que el hilo conductor que amalgama
las diferentes historias gira alrededor de los viajes: internacionales,
nacionales, urbanos y también por el interior de los propios protagonistas; sin
embargo, y más allá de las historias que relata cada uno de los cuentos, todas tienen como eje central algo no dicho: la
reflexión sobre el idioma, y con ello juega seriamente -no juguetea- y hace
literatura pura, pura literatura.
Si lo leemos superficialmente, cada cuento en sí
mismo podría pasar como una mera anécdota o como un relato menor compuesto de
situaciones triviales, cotidianas, comunes, sin embargo cada historia, repito,
en apariencia llana, tiene múltiples observaciones que la autora, aguda
profunda y sumamente reflexiva, la expresa con gran economía de recursos.
El modo de narrar de Uhart, su desparpajo, su desenvolvimiento,
su valentía, su falta de miedo al qué dirán literario, hace de su trabajo una obra de gran frescura,
y le quita solemnidad a situaciones
verdaderamente dramáticas pero nunca profundidad.
Su estilo
descontracturado, libre de prejuicios, fluye con naturalidad. La exactitud de los
tonos encontrados en cada cuento y su
humor -por momentos no pude contener las carcajadas leyendo, por
ejemplo, en medio de la hostilidad de un viaje en subte-, nos pone en evidencia la viga que tenemos delante de
nuestros ojos. La libertad de su
literatura me trajo recuerdos de una de mis escritoras favoritas, Alicia
Steimberg. Cada renglón es un experimento del lenguaje por parte de la
escritora y un descubrimiento por parte del lector. Las historias son las
excusas para entender las transversalidades de una lengua sin dueño -por más
que existan academias que busquen anquilosarla-.
Uhart se permite la licencia de escribir incorrectamente si hace falta -lo
cual no significa escribir mal, más bien todo lo contrario-. Va hurgando
en los distintos idiomas que hace al idioma. Sus cuentos son un centro de
catación del hablar, degusta de giros, de
frases hechas, de expresiones cotidianas que por tan comunes pasan
desapercibidas hasta que ella le pone la sábana a los fantasmas inmateriales
del idioma y las visibiliza. Podríamos decir que Uhart, con estos cuentos, no
deja títeres con cabeza.
Las historias de sus cuentos, los
hechos que allí ocurren, son apenas circunstancias. Si se analizan con una
mirada clásica, a los cuentos Uhart “le faltan conflicto”. Sin embargo en la
imposibilidad que muestran sus personajes, en la falta de deseo, en los
pequeños, pequeños, sueños inalcanzables, en las ilusiones truncas, está el
mayor conflicto; en “ese no pasar nada”,
en lo latente está la riqueza y la hondura de sus relatos. Uhart no busca
amarronar las aguas para que el lago parezca más profundo. No miente. Solo hay
que leer con atención el texto y convertirse en cómplice de sus permanentes
guiños.
Chejov señalaba que las
determinaciones más importantes de su vida la gente la desarrolla en lugares
comunes y de modo casi trivial. En un suplemento cultural de un diario, armaron
una “entrevista tipo”. El mismo
reportaje se lo hacen a distintos personajes de la cultura semana tras semana.
Una de las preguntas es: ¿En qué lugar
fue más feliz? Los entrevistados por lo general contestan con respuestas casi banales. La gran mayoría termina señalando los lugares más domésticos
de sus vidas desilusionando al lector (y
al espíritu de la pregunta) que espera que diga “en el carnaval de Venecia
cuando cambió el milenio” o “frente a tal cuadro de Rembrand en el museo de
Amsterdan” o “en las cavernas de Altamira donde pude sentir la futilidad del
hombre”. Sin embargo nada de esto se responde. Es que en realidad los seres
comunes, de carne y hueso, casi como cualquiera de nosotros, declaran su amor
frente a un kiosco de golosinas o cruzando la calle fuera de la senda peatonal,
o saboreando una galleta sin sal untada con un paté de foi abierto desde hace
unos cuantos días. No hacen falta ramos de flores, balcón
y serenata para que una historia sea sólida y profunda, otro bagaje teórico puede sostenerla,
y en Turistas
todo esto lo encontramos realizado con maestría.
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Uno de los cuentos, “Stephan en Buenos Aires”, es todo un
hallazgo. Está perfectamente mal escrito:
“Iba yo recorrer calle Florida, cuando
vi pájaro gorrión
(que, según opinión de Stephan)
chilla en universal”.
El texto cuenta, simplemente, la
visita de un turista extranjero a Buenos Aires. Pero no lo relata. Su tono es
tan exacto que a medida que uno va leyendo aquello que dice Stephan, lo escucha
hablar. En cada palabra resuena su voz.
“-Cortala, ¿querés?”
En un momento le dice
su amiga argentina al visitante Stephan.
Él piensa.
“No comprendía “cortala”. Paresciá con su disgusto.”
Y continúa
–trascribo textual:
“-Perdoname, hay tenés la toalla.
A mí no me
agrada “perdóname”. Si todo el tiempo “Perdoname”, primero todo mal y después
se reglamenta lo torcido, lo torcido permanece. Muy difícil compostura de cosa
torcida.”
En “Bernardina”,
otro de sus cuentos relata el viaje de una joven paraguaya criada en el campo
que, tras un paso por Asunción, viene a trabajar a Buenos Aires. Aquí Bernardina
habla en primera persona: repito el
concepto: no se lee a Bernardina se la escucha
en el texto. Junto a ella van, veladas, las preocupaciones idiomáticas que
encierra el texto de Uhart.
En un segmento Bernardina sentada en una confitería
en donde apenas se “hallaba”, habla con su hermana, Rosa, que desde hacía tiempo
vivía en Asunción.
Bernardina:
“El papá siempre decía “Y ustedes no me hablan con los
extranjeros”
Rosa:
-¡Por favor!
Bernardina reflexionando sola:
Rosa me dijo -¡Por favor! Y siempre con el “por favor”
en la boca. Qué “por favor, la vecina no era de fiar (y que) ¡–Vamos ya, che.
Que usar piel con el calor que hace acá, por favor! Y otra vez “por favor”, “por favor”.
En otro párrafo Bernardina cuenta que su hermana, habituada
a vida urbana, frente al inminente viaje a Buenos Aires le sugiere:
-Es bueno que te cambies de nombre.
-¿Cambiar? ¿Por qué?
-Bernardina es demasiado largo ¿no te agrada Bern?
(“no te agrada” dice, no le dice “no te gusta”)
-No me voy a hallar. Voy a hallar que llaman a otra
mujer.
-Como quieras.
(y aquí , como lo hace en varios pasajes, se detiene
en lenguaje gestual de la joven)
Pero allá…
(En la ciudad)
…se camina con los brazos
más pegado al cuerpo. En el campo usan los brazos como remos. Y ahí nomás entró
a caminar como caminaba yo y cómo era la
forma legal de caminar”
En “Centro
cultural” se escucha hablar, entre otras “colectividades” a una alemana (¡la
esposa de Anastasio Quiroga, el Inca!) que era la representante artístico de su
“marrido” y aparecen modismos que marcan, con gran síntesis, los rasgos de
diversos pueblos. Por ejemplo cuando Arturo
-el dueño del Centro Cultural- llama “señor” al cantante boliviano que
trataba de participar en el reducto éste le contesta “El señor está en los
cielos” que resulta un modo gracioso y a la vez muy efectivo de matar varios
pájaros de un tiro porque mostrando esta frase hecha, este dicho popular, a la
vez muestra la humildad de quién así se expresa.
El lenguaje está presente como reflexión
permanentemente. Volviendo a “Stephan en
Buenos Aires” Uhart señala la aparición
de un cartel que dice:
Tango
José
Ognatievich: violín
Jorge
Waisman: piano
Acordeón: Julio Etmekian
Asista
La sola aparición de semejantes
apellidos tocando tango -imaginémoslo tocando “Papusa de arrabal”- tiene de por
sí la suficiente fuerza como para no acotar nada más. Por otra parte ¡Qué más
se puede agregar después de ese “Asista”!
Distinta es la situación con el cartel
de “El departamento de la costa”. Allí sí
Uhart da su opinión:
“Adelante ponían unos carteles de lata o de madera, donde
decía: “Plomero” o “Carpintero”. Eran carteles sin convicción, apenas se
veían.”
En fin, ya pasé por otras
librerías. Ya tengo visto otros títulos. Ya revisé su biografía. Me da vergüenza
y bronca no haberla leído antes. Espero pronto poder insertarme en aquellos
textos y espero poder hacerlo como viajero más que como turista, para poder perderme
en sus vericuetos, en sus calles y dejarme llevar como me llevó este, de las
narices, y seguir disfrutando de episodios tales como:
“
Arturo usó una palabra que nunca había empleado antes:
-¡Esto
no tiene parangón!”
Así es. Disfrutar de esta literatura
no tiene parangón.
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Turistas
Hebe Uhart.
2008. Primera edición.
158 pag.
Adriana Hidalgo Editora
domingo, 19 de agosto de 2012
Cine / El Molino y la Cruz
Dos apuntes sobre
“El molino y la Cruz”
Nicolás Fratarelli
Las aspas de Brieghel el viejo.
Luego de todo el dramatismo que encierra la película; de la excelente puesta en escena y de la detallada explicación histórica de la pintura de Pieter Brueghel, Brueghel el viejo, “El camino del calvario” (1564, óleo sobre tabla, 1,24 x 1,70 m)…
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Paulo Pécora
En su famoso lienzo de 1564, Brueghel el Viejo reconstruye la historia católica de la pasión de Cristo y su camino hacia la crucifixión, pero trasladándola a la Flandes de la brutal ocupación española con cientos de personas en escena, entre pobladores y soldados de capa roja, y un sinnúmero de pistas, símbolos e indicios que evocan un gran misterio irresuelto.
“Cuando hago una película trato de usar el lenguaje simbólico subyacente, aunque soy consciente de que no todos los van a interpretar. Actualmente todo debe ser explícito pero a mí me gusta esconder y dejar cosas por debajo de lo comprensible como lo hacía Brueghel”, afirmó Majewski en relación con los múltiples enigmas que -al igual que el cuadro- plantea su película.
En una entrevista con Télam en Pinamar, donde presentó personalmente el filme, el multifacético artista (que además es pintor, poeta, ensayista y fotógrafo, entre otras cosas) recordó que “la pintura me eligió a mí, es así de sencillo.
Un crítico me envió un libro sobre el cuadro de Brueghel y me gustó tanto que quise hacer algo sobre eso y así fue cómo surgió la película”.
Ese crítico se llama Michael Gibson y en 2005 le acercó a Majewski su libro “El molino y la cruz”, un profundo análisis del cuadro de Brueghel, a partir de la fascinación que le provocó “Angelus”, un filme anterior del director polaco, que a su vez leyó el libro y se propuso crear imágenes equivalentes a la calidad del texto.
Para Majewski, el desafío no era enteramente nuevo, ya que había tomado temas relacionados con la pintura en filmes anteriores, como cuando escribió el guión original de “Basquiat”, dirigida por Julian Schnabel, y cuando dirigió “El jardín de las delicias”, basado en la famosa pintura homónima de Jeronimus Bosch.
“Cuando era adolescente iba mucho a Viena y en el museo me pasaba horas y horas en una sala dedicada a Brueghel. Con el arte antiguo uno pude sumergirse en la filosofía y en los misterios de la vida. De Brueghel recibí una lección de filosofía además de un ejemplo de pintura”, recordó el cineasta.
Majewski añadió que “cuando uno ve sus temas lo que más salta a la vista es que sus personajes están escondidos. Hay un misterio y uno empieza a preguntarse qué es lo que esconde, por qué no lo pone en evidencia y ahí empiezan a surgir las respuestas. Cuando los eventos importantes suceden a veces nadie lo nota, porque la gente no ve más allá de sus narices”.
Filmar “El molino y la cruz” le demandó a Majewski cuatro años de investigación, paciencia e imaginación, en los que el director tuvo que entender cómo Brueghel había logrado combinar en una misma imagen 7 perspectivas diferentes y reproducir, en base a pigmentos orgánicos, los mismos colores y tonalidades de la pintura medieval.
“Fuimos descubriendo cómo hacerlo a medida que íbamos recorriendo el camino. Fueron 4 años de trabajo, el primero de los cuales lo dedicamos a confeccionar los vestuarios y las telas, a producir tinturas orgánicas con cebollas y otras sustancias”, recordó el director, que contrató a 40 campesinas polacas para que tejieran a mano, sin moldes, todos los trajes que usan los personajes de la película.
Majewski señaló que “Brueghel era un realista en función de los detalles y eso me engañó un poco, porque asumí que los paisajes eran realistas, pero en realidad eran paisajes locos e imaginarios. Este cuadro es un fenómeno muy extraño, porque él produjo un paisaje basado en 7 perspectivas diferentes y contradictorias, todas al mismo tiempo”.
“Esto me permitió entender y así pude poner a 500 personas en un mismo plano, todas visibles. Tuve que romper las 7 perspectivas y buscar esos paisajes en la naturaleza. Copiamos y extendimos el cuadro de Brueghel y animamos algunas ramas y hojas para darle movimiento, además de filmar a los personajes en un fondo azul”, explicó.
Posteriormente, se explayó, “fuimos agregando capas y capas de todas estas imágenes en postproducción. En la película hay imágenes que tienen un mínimo de 40 capas superpuestas, mientras que hay otras que tienen un máximo de 140, un trabajo que nos llevaba 8 días con 24 computadoras al mismo tiempo”.
En relación a sus múltiples actividades artísticas, Majewski afirmó estar interesado “en la escultura, la ópera, la fotografía, la edición, el vestuario, las novelas y los ensayos. Sin embargo, soy mucho más inferior que los hombres medievales, que eran verdaderos genios que trabajaban muchísimo. Nosotros somos unos haraganes comparados con ellos”, agregó.
“Y porque somos una haraganes no sabemos nada del lenguaje más sencillo, más simple. El lenguaje fue abusado, y se abusa tanto de él que las cosas pierden sentido. Tenemos que redescubrir el lenguaje. Ahora todo el mundo puede decir cualquier cosa, y eso no quiere decir nada”, advirtió el cineasta.
“Los políticos y la TV hacen lo que quieren y manipulan el lenguaje. Eso todo el tiempo invade nuestra vida privada, pero el mensaje se pierde. Ahora vivimos en una gran confusión. Antes la gente tenía que pensar antes de escribir. Ahora se dice mucho pero nada significa nada, ni nada es importante”, añadió.
Pesimista en relación a la actualidad, Majewski destacó que “podés darle basura a la gente y si tenés a alguien que sepa venderlo podés hacerte millonario. La gente está estupidizada y esto tiene que ver con los negocios y con que no tenemos elección. Tenemos mil opciones para consumir, pero son todas iguales”.
http://www.telam.com.ar/nota/34719/
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“El molino y la Cruz”
Nicolás Fratarelli
Las aspas de Brieghel el viejo.
Luego de todo el dramatismo que encierra la película; de la excelente puesta en escena y de la detallada explicación histórica de la pintura de Pieter Brueghel, Brueghel el viejo, “El camino del calvario” (1564, óleo sobre tabla, 1,24 x 1,70 m)…
Luego de
mostrar la crueldad de la ocupación española en Flandes a fines del siglo XVI;
luego del trato magnífico que el director polaco Lech Majewski, le da a lo
cobarde, a lo heroico y a lo épico (mostrando con crueldad escenas del árbol de
la muerte, del calvario y de las de la crucifixión )…
Luego de
develar lo frívolo, lo prosaico y lo trivial con gigantesca lucidez (mostrando
con naturalidad como en el mismo momento que están crucificando a un Cristo
ensangrentado -en una cruz hecha con la noble madera de aquellos bosques- los
niños juegan entre sí , los padres entretienen a los más pequeños, los hombres
manosean mujeres, y los vendedores ofrecen sus mercancía, y más adelante, en una
imagen terrible por lo doméstico, mostrando a un grupo de españoles jugando a los dados al pie de la
cruz, al lado de la madre de Cristo, María, (Charlotte Rampling) mientras esta,
sufriente, vela a su hijo crucificado)…
Luego de que
el film con trazos sutiles muestra las elucubraciones del Brueghel pintor (Ruth
Hauer), donde expresa de modo pedagógico su modo de componer en el aire, de
mirar con los ojos cerrados, y de cómo éste le explica los detalles
compositivos de la obra a su amigo-mecenas (Michael York), revelándole las
líneas invisibles de su pintura (la poética comparación del pintor con el
trabajo de la araña elaborando su tela es de suma belleza)…
Luego de todo
esto, decía, luego de todo esto, la película termina, deliberadamente en el museo,
de Historia del Arte de Viena -Kunsthistirisches Museum- donde se exhibe la
obra permanentemente, de día y de noche, impávida, diciendo mudamente lo suyo tanto frente a ojos ávidos como frente a ojos
oscuros y cámaras de seguridad. En realidad, para ser más rigurosos, la
película “comienza a terminar”, y perdón
si cuento el final, en la reproducción
del lienzo de Brueghel expuesta en el museo, desde donde -en un plano secuencia-
la cámara va alejándose lentamente, lentamente, y va dejando a la vista de
todos primero otro de los cuadros importantes de Brueghel, “La torre de Babel”, luego el resto del
museo, y tras este, como un calvario al revés, sus pasillos, su calma, su
soledad, sus puertas, sus esculturas -cada parte del edificio- como queriendo
mostrar que algo realizado con talento y sensibilidad y que puede sintetizar
tanta vida y tanta muerte -en este caso la obra Brueghel- también puede convertirse fuera de contexto -sin estudio y sin información- en apenas una
pintura colgada, que se disfruta como un mero hecho estético y nada más.
Parar el viento.
Si interesa
mi opinión la digo: la película es excelente. Pero no sólo desde lo histórico, la
película es muy buena como cine. Pero,
como buen buscador de la mosca en la
leche, le hago una objeción -que en realidad no es tal-, para mí la película,
cinematográficamente hablando, termina en la imagen de las aspas del molino
detenidas, con el sol filtrándose por la base hecha con listones madera
sobresaliendo de las alturas de la colina, en una toma desde abajo, con la cámara
que se acerca hasta cortar la parte superior del cuadro y que dibuja en escorzo,
a la vista de todos, la cruz de Cristo.
Esta escena es tan bella y tiene tanto significado que en sí misma remata
cualquier historia. Es una imagen muy poderosa. Intensa. Importante tanto en su
forma como en su contenido. Allí las aspas de ese molino, esa equis de brazos
iguales, ese símbolo de un pueblo que protesta contra la organización terrena
de ese cristianismo, se hace cruz de Cristo,
se hace cruz de Cristo matado por otro cristianismo que muestra crucifijos en
las cárceles, santifica prisioneros y besa evangelios. Lo terrible y lo sublime
se unifica en esa imagen, en esa sola imagen.
Sin embargo
el director prefirió lo “teórico”(o lo histórico) a lo cinematográfico. Trataré de explicarme
mejor. La idea de comenzar una película recreando la escena de una pintura, no
es original. Tampoco lo sería si, esa hipotética película, comenzara así y terminara
de la misma manera, o sea partiendo de un lugar y llegando al mismo lugar,
sería un recurso simple pero válido: algo detenido, toma vida se desarrolla y
vuelve a ser eso que era en origen, algo detenido.
Lo excelente
de la propuesta de la película, es que no busca “recrear” la obra de Brueghel,
sino “atravesarla”. Dicho de otro modo Majewski no quiere llegar al cuadro, sino traspasarlo. Y así lo hace. El
director relata la historia hasta llegar a recomponer el cuadro con cada parte
en su lugar, y allí DETIENE EL
VIENTO, y crea la gran escena del
la cruz, la del molino, la de Cristo, y
en ese momento hace aparecer a Brueghel,
al pintor, pidiéndole que le avise al molinero que pare la historia por un
instante, para que él, Brueghel (Majewski) con su arte, con su pincel, pueda
detener ese segundo, casi como lo haría un fotógrafo en estos tiempos, como si
fuera una radiografía plasmada con óleos. Pasado ese momento, otra vez aparece el
aire, la orden de “respire” que daría cualquier radiólogo, y allí la historia
continúa, y como una lanza atraviesa esa placa terminada, lo que hace que la
película se enriquezca desde lo teórico, desde lo discursivo pero se debilita
como película. Igual, y más allá
cualquier objeción de buscadores de mosca en leche, la película es puro cine a
tal punto que prácticamente sus personajes no necesitan hablar, porque con el
cine todo se explica y su propia materialidad se convierte en un texto abierto
frente a nuestros ojos.
Telam - 12 de Agosto
Lech Majewski se introduce
en el universo de Brueghel con “el molino y la cruz” Paulo Pécora
El artista y cineasta polaco Lech
Majewski es el autor del fascinante largometraje “El molino y la cruz”, un
viaje al interior simbólico de la enigmática pintura de Pieter Brueghel “El
camino al calvario”, en el que también reconstruye los abusos y matanzas
cometidos por la ocupación del imperio español en Flandes.
En su famoso lienzo de 1564, Brueghel el Viejo reconstruye la historia católica de la pasión de Cristo y su camino hacia la crucifixión, pero trasladándola a la Flandes de la brutal ocupación española con cientos de personas en escena, entre pobladores y soldados de capa roja, y un sinnúmero de pistas, símbolos e indicios que evocan un gran misterio irresuelto.
Confrontando la sangrienta represión
española con la Reforma protestante en los Países Bajos, “El camino y la cruz”
ofrece una vibrante meditación sobre el arte y la religión, además de proponer
una alegoría y una profunda mirada sobre la libertad religiosa y los derechos
humanos.
Protagonizada por Rutger Hauer como
Brueghel, Michael York como su amigo y coleccionista de arte Nicholas
Jonghelinck, y Charlotte Rampling como la Virgen María, la película que este
jueves llega a cines locales, propone un periplo deslumbrante y poético al
interior de ese célebre cuadro, que Majewski pudo reconstruir recién después de
cuatro años de trabajo e investigación para entenderlo y saber cómo
reproducirlo.
“Cuando hago una película trato de usar el lenguaje simbólico subyacente, aunque soy consciente de que no todos los van a interpretar. Actualmente todo debe ser explícito pero a mí me gusta esconder y dejar cosas por debajo de lo comprensible como lo hacía Brueghel”, afirmó Majewski en relación con los múltiples enigmas que -al igual que el cuadro- plantea su película.
En una entrevista con Télam en Pinamar, donde presentó personalmente el filme, el multifacético artista (que además es pintor, poeta, ensayista y fotógrafo, entre otras cosas) recordó que “la pintura me eligió a mí, es así de sencillo.
Un crítico me envió un libro sobre el cuadro de Brueghel y me gustó tanto que quise hacer algo sobre eso y así fue cómo surgió la película”.
Ese crítico se llama Michael Gibson y en 2005 le acercó a Majewski su libro “El molino y la cruz”, un profundo análisis del cuadro de Brueghel, a partir de la fascinación que le provocó “Angelus”, un filme anterior del director polaco, que a su vez leyó el libro y se propuso crear imágenes equivalentes a la calidad del texto.
Para Majewski, el desafío no era enteramente nuevo, ya que había tomado temas relacionados con la pintura en filmes anteriores, como cuando escribió el guión original de “Basquiat”, dirigida por Julian Schnabel, y cuando dirigió “El jardín de las delicias”, basado en la famosa pintura homónima de Jeronimus Bosch.
“Cuando era adolescente iba mucho a Viena y en el museo me pasaba horas y horas en una sala dedicada a Brueghel. Con el arte antiguo uno pude sumergirse en la filosofía y en los misterios de la vida. De Brueghel recibí una lección de filosofía además de un ejemplo de pintura”, recordó el cineasta.
Majewski añadió que “cuando uno ve sus temas lo que más salta a la vista es que sus personajes están escondidos. Hay un misterio y uno empieza a preguntarse qué es lo que esconde, por qué no lo pone en evidencia y ahí empiezan a surgir las respuestas. Cuando los eventos importantes suceden a veces nadie lo nota, porque la gente no ve más allá de sus narices”.
Filmar “El molino y la cruz” le demandó a Majewski cuatro años de investigación, paciencia e imaginación, en los que el director tuvo que entender cómo Brueghel había logrado combinar en una misma imagen 7 perspectivas diferentes y reproducir, en base a pigmentos orgánicos, los mismos colores y tonalidades de la pintura medieval.
“Fuimos descubriendo cómo hacerlo a medida que íbamos recorriendo el camino. Fueron 4 años de trabajo, el primero de los cuales lo dedicamos a confeccionar los vestuarios y las telas, a producir tinturas orgánicas con cebollas y otras sustancias”, recordó el director, que contrató a 40 campesinas polacas para que tejieran a mano, sin moldes, todos los trajes que usan los personajes de la película.
Majewski señaló que “Brueghel era un realista en función de los detalles y eso me engañó un poco, porque asumí que los paisajes eran realistas, pero en realidad eran paisajes locos e imaginarios. Este cuadro es un fenómeno muy extraño, porque él produjo un paisaje basado en 7 perspectivas diferentes y contradictorias, todas al mismo tiempo”.
“Esto me permitió entender y así pude poner a 500 personas en un mismo plano, todas visibles. Tuve que romper las 7 perspectivas y buscar esos paisajes en la naturaleza. Copiamos y extendimos el cuadro de Brueghel y animamos algunas ramas y hojas para darle movimiento, además de filmar a los personajes en un fondo azul”, explicó.
Posteriormente, se explayó, “fuimos agregando capas y capas de todas estas imágenes en postproducción. En la película hay imágenes que tienen un mínimo de 40 capas superpuestas, mientras que hay otras que tienen un máximo de 140, un trabajo que nos llevaba 8 días con 24 computadoras al mismo tiempo”.
En relación a sus múltiples actividades artísticas, Majewski afirmó estar interesado “en la escultura, la ópera, la fotografía, la edición, el vestuario, las novelas y los ensayos. Sin embargo, soy mucho más inferior que los hombres medievales, que eran verdaderos genios que trabajaban muchísimo. Nosotros somos unos haraganes comparados con ellos”, agregó.
“Y porque somos una haraganes no sabemos nada del lenguaje más sencillo, más simple. El lenguaje fue abusado, y se abusa tanto de él que las cosas pierden sentido. Tenemos que redescubrir el lenguaje. Ahora todo el mundo puede decir cualquier cosa, y eso no quiere decir nada”, advirtió el cineasta.
“Los políticos y la TV hacen lo que quieren y manipulan el lenguaje. Eso todo el tiempo invade nuestra vida privada, pero el mensaje se pierde. Ahora vivimos en una gran confusión. Antes la gente tenía que pensar antes de escribir. Ahora se dice mucho pero nada significa nada, ni nada es importante”, añadió.
Pesimista en relación a la actualidad, Majewski destacó que “podés darle basura a la gente y si tenés a alguien que sepa venderlo podés hacerte millonario. La gente está estupidizada y esto tiene que ver con los negocios y con que no tenemos elección. Tenemos mil opciones para consumir, pero son todas iguales”.
http://www.telam.com.ar/nota/34719/
jueves, 16 de agosto de 2012
Cine / La separación
La
separación
“La separación” es todo lo contrario de lo que se
suele pensar del cine iraní. Eso es.
Desde su estética a su contenido, el film da vuelta
como a un guante al concepto que occidente tiene del cine de ese país y el modo
unívoco en que se presenta a Irán al mundo.
La película no solo rompe los prejuicios cinematográficos, sino
también preconceptos sociales y culturales. Muestra, con fuerza, una sociedad
iraní opuesta a aquella que solemos recibir desde los noticieros globalizados. Pone
a la vista un magma complejo que se compone de colisiones culturales entre la
modernidad y las costumbres conservadoras, sumadas a asimetrías sociales que también
separan.
La separación, el film de Farhadi, es una película urbana,
dinámica. Con una historia sólida y creíble y un despliegue estético
sorprendente. Prácticamente no tiene planos fijos, fotográficos, encuadres estáticos similares a
pinturas naturalistas, como “A través de los olivos” de Abbas Kiorostami
, ni largos viajes por rutas filmados sin corte, por interminables desiertos arenosos como el mismo
Kiorostami se encargó de mostrar en “El sabor de las cerezas” por nombrar dos de
las obras conocidas del cine iraní que llegaron a nuestra tierra; está muy
lejos de cualquier idea de lentitud que exaspera a cualquier producción
hollywoodense. Aquí desde el primer momento, desde la presentación de los
títulos que se produce con el fotocopiado de documentos, todo es acción. La cámara nerviosa
sigue a los personajes y cada personaje tiene algo interesante para decir. La
obra es ágil, inteligente, profunda y sólida, y lo anecdótico se excede a sí
mismo para presentarse con un fondo general, social, existencial.
Con guiños que quizá no sean tan menores, como la mujer fumando, o la conduciendo
autos, el film muestra a una porción de mujeres decididas a ocupar un lugar
distinto al que le consignaron históricamente en su sociedad y otras que
aceptan las cosas tal fueron dadas y que viven siguiendo cumpliendo esos mandatos.
La trama del film es simple: una pareja decide
separarse. La mujer, Simin (Leila Hatami), es quien moviliza el tema. Ella había
conseguido una visa para irse del país y su marido rechaza la opción. La primera
escena comienza con la explicación al juez. Al juez no se lo muestra. Nos habla
a nosotros. El juez hace algunas preguntas y decide que el tema es una mera
cuestión intima, menor para la justicia que no vale la pena detenerse en ello.
La pareja se separa de hecho. La mujer se va del hogar. El marido se queda en la casa con su hija adolescente,
Termeh (Sarina Farhadi), y su padre enfermo que vive en el desvarío por un
Alzheimer que lo aqueja. Nader (Peyman Moadi) busca a alguien a que cuide al
padre en su ausencia. Alguien que lo ayude. Consigue una mujer, Razieh (Sareh
Bayat una actriz de indescriptible belleza de mirada enigmática y rostro misterioso).
Allí comienza un conflicto. Aparece el peso
de lo religioso y su oposición (mientras Razieh en una discusión jura por Alá, Nader
dice que ese Dios del que ella habla no
es su Dios, y algo parecido pasa luego en el juzgado). El nudo de la trama pone
de relieve el valor de la palabra, la verdad y la mentira, la culpa, las dudas,
las necesidades económicas y los conceptos morales, las contradicciones y los
principios éticos que todo esto encierra.
Con su película, Asghar Farhadi, nos aleja de los preconceptos y nos presenta con
altísima calidad estética, reflexiones profundas y muchas preguntas.
lunes, 13 de agosto de 2012
Arte / Pintura Italiana
Meraviglie dalle Marche. 600 años de pintura italiana
Recorriendo Italia
Por los pasillos del Museo de Arte Decorativo, como antes en el espacio del Brazo de Carlo Magno en la columnata de Bernini de la Basílica de San Pedro en el Vaticano, se huelen los inciensos que expelen seiscientos años de pintura italiana.
La muestra, un compendio de cuarenta y tres obras, resume el trabajo de numerosos maestros que va desde el gótico tardío al neoclasicismo y que pasa por el temprano renacimiento, el manierismo y el tardo barroco; del quattrocento al settecento. En su recorrido podemos apreciar la visión que tenían estos artistas del mundo que los rodeaba, su ligación con el sentimiento religioso que todo lo marcaba y su desvelo por imponer –como podían, de manera subrepticia- al hombre como centro del universo.
La exposición propone un peregrinaje, con paradas obligadas que nos lleva a la contemplación y a la vez a la reflexión teórica acerca del arte y de la sociedad de aquel entonces y la relación con el hacer del tiempo actual. Recorriendo el conjunto iconográfico se van sucediendo las obras de Carlo Crivelli, Paolo Veneziano, Rafael, Tiziano, Lorenzo Lotto, Sebastiano del Piombo, Guido Reni entre tantos otros que, por su formación artística, a su vez, nos traen también los principios de grandes maestros como Giotto, Piero della Francesca, Miguel Angel o Caravaggio.
En cada segmento de la obra expuesta, las imágenes pictóricas dejan de ser expresiones estéticas para convertirse en verdaderos alegatos de vida, sentimientos, dolores, pasiones. Desde los rostros más calmos hasta las expresiones más sufridas, se pueden encontrar las intenciones, los vigores y las intensidades de sus creadores. Velos flameantes, mantos plegados y paños ondulantes, se mezclan con gestos sutiles, expresiones ambiguas, palabras cifradas y composiciones complejas.
La muestra, presentada de forma cronológica, tiene una primera parte con obras del siglo XIV. En este primer grupo se encuentra, entre otras obras, una tela de Antonio Romano que impacta. Se trata de un Cristo severo bendiciendo mientras sostiene un evangelio abierto que despliega grandes letras. Al lado se puede ver la quietud y fineza de la Santa María Magdalena de Pietro Alemanno y a su costado una pequeña Madona, obra de Crivelli, de 21 x 15, 5 cm llena de detalles, colores y símbolos a desentrañar. Más allá una tabla de Rafael y Perugino que muestra el inicio de la perspectiva en uno de los segmentos -Escena de la vida de María-.
En las sala siguiente se destaca la obra de Lorenzo Lotto , Virgen con el Niño y santos, de composición manierista, con un notable trabajo de luz que muestra intersticios de sombras en cada doblez del manto de María, y llama la atención un majestuoso paisaje urbano, Vista de Ancona, fervorosamente moderno, con diferentes tonos de lilas, obra de Andrea Lilli. (Imagen)
En el grupo contiguo la obra de Giovan Batista Salvi, Sassoferrato, Virgen Orante, (Imagen) con su pequeño tamaño con su serenidad en la expresión y clasicidad en la composición (sus rasgos delicados, sus ojos marrones, su cara despejada, sus manos entrelazadas, su tez blanca, su paño azul que la cubre y el detalle -triangular- del puño rojo genera una imagen de una belleza indescriptible) dialoga con obras barrocas que exasperan por sus contrastes, sus claroscuros y complejidades.
Junto al último grupo se encuentra un tapiz de Rubens de cinco metros de altura por tres de ancho, Asunción de la Virgen (imagen), que domina toda la antigua sala comedor del Palacio Errázuriz. Su posición frontal al acceso (como un gran retablo de altar) la presenta aún más majestuosa.
A sus laterales se exhiben varias obras neoclásicas. Una de ellas, La Piedad , de Francesco Podestá. Allí se puede ver que mientras Jesús está en posición sufriente y María mira al cielo, uno de los ángeles que completa la escena parece observarnos con mirada cómplice (¿es Leonardo?).
Las pinturas que vienen de diversos museos y pinacotecas de Le Marche, son imperdibles maravillas, recorrerlas es un privilegio.
N.F.
Meraviglie delle Marche
Museo de Arte Decorativo.
Julio/Septiembre 2012
Curador: Profesor Dr. Arq. Ángel Navarro.
miércoles, 8 de agosto de 2012
Arquitectura / Palacio Paz
Arquitectura y discurso
Publicado en Mirada y Crítica
Ciudad, arquitectura, globalización y territorio
Louis Sortais, no proyectó una
residencia, proyectó un palacio. Un verdadero palacio. Un palacio locuaz que
comunicara con piedra, lo que las letras de moldes desplegaban con tinta en el
diario “La Prensa ”.
FOTOGRAFIA N.F.
EL PALACIO PAZ
Nicolás FratarelliPublicado en Mirada y Crítica
Ciudad, arquitectura, globalización y territorio
José Camilo Paz, director del diario
y propietario del palacio, necesitaba una arquitectura para ser vista más que
para ser usada. En realidad para ser admirada más que mirada, donde su retórica
prevalezca por sobre a las necesidades funcionales. Y así se hizo.
El edificio, que se apropia de la
forma irregular del terreno, presenta dos rostros. Uno frente a la ciudad, donde se muestra altivo,
seguro, severo; y otro hacia su patio
interior, donde, por variedad y elegancia de lenguaje, se esparce fluido,
acogedor, amable, aunque sin perder nunca sus aires aristocráticos.
La plazoleta que lo separa de la
avenida Santa Fe propicia que su fachada se despliegue completa frente a la Plaza San Martín y
exhiba sin prejuicios su academicismo.
Como el resto de los grandes
edificios de la época el palacio refleja las distinciones de rango. Las
diferencias sociales de Buenos Aires de principio de siglo se pueden leer en la
disposición de los espacios funcionales del edificio. La planta del basamento y
la del ático (ambos sectores dedicados a las dependencias de servicios)
realzan, desde el aspecto formal, el valor de las plantas principales. Mientras
en su altura la primera sostiene al piano nobile, la segunda la corona
y dos salientes a modo de torretas
(espacios de apoyo) lo flanquean. El basamento, su cuerpo y su remate muestran
con contundencia el contenido que encierra su forma. La doctrina clásica de la belleza,
basada en un orden general que maneja la regularidad, la simetría y la
proporción está presente en cada una de las partes del edificio y le da
coherencia, armonía y unidad al conjunto.
Siguiendo los preceptos de
Blondel,“no olvidemos nunca de imitar las obras maestras de nuestros
predecesores”, Sortais parte de ejemplos
preexistentes y toma como modelo al
Castillo de Chantilly, reconstruido casi por completo por su maestro Honoré
Daumet, y a sectores del Palacio de Versalles, como el salón de los espejos, prototipos que manifiestan con eficiencia los
postulados políticos, económicos y sociales del propietario, su gusto por la
cultura francesa, y sus pretensiones presidenciales, en el marco de una
democracia para pocos en el desigual país del centenario.
El palacio no tiene ningún tinte
ingenuo. Nada queda librado al azar. Su
discurso seduce e intimida. Su presencia maravilla y paraliza. Su virtuosismo
artístico estimula y cohíbe. La idea es generar una sucesión ininterrumpida de
efectos que lleve al deslumbramiento. Y todo comienza en el gran portón de
ingreso, con sus sinuosos hierros forjados entrelazando sensuales hojas,
ramillas y rosetones realizados en bronce que parecen tener vida.
Su interior, rompe cualquier tedio
con lo vulgar. Una vez atravesado el acceso principal (de carruajes) se ingresa
al edificio por el hall donde espera una imponente escalera que eleva al
visitante hacia otro nivel donde encuentra vitrales, pinturas,
decoraciones bañadas en oro y una escultura giratoria esculpida en
mármol de Carrara . El camino
impacta a cada metro, en cada detalle. Su corredor, un tanto lóbrego, cargado
de exuberantes muebles de madera talladas realizados con maestría artística,
tiene la función de pasillo y actúa como
el eje organizador del sector, los
salones que lo flanquean maravillan por su arte y luminosidad, y hacia el final el Gran Hall de Honor (de 16 m de diámetro y 21 m de altura), con un
balconeo que lo enmarca y la cúpula de cristal omnipresente y con la imagen del
Rey Sol, es el punto culminante del deslumbramiento.
Cada sala, por menor que sea es
muestrario de estilos históricos (Regencia, Luis XVI, Imperio, Neogótico), en
ellas encontramos suntuosos pisos de maderas nobles, robles de Eslabonia,
ébano, guindo, zócalos de nogal, paredes recubiertas por boisserie, otras
tapizadas en damasco de seda, molduras recubiertas con dorado a la hoja, otras
imitando casetonados de madera, y rosetones, blasones, laureles, copones,
guirnaldas, volutas, columnas decorativas y junto a con pomposas arañas de
bronce y cristal, siete ascensores y calefacción central.
En su interior sus secretos se
divulgan, la sobriedad exterior estalla y se transforma en lujo y ostentación.
En definitiva Paz, político conservador, diplomático de Roca, Juárez Celman, Pellegrini
y Sáenz Peña, es parte de las grandes familias de la Argentina pródiga
enriquecidas por el modelo agroexportador. El funcionamiento de la mansión es
una alegoría del país. Treinta y cinco dormitorios, dieciocho baños, sesenta
sirvientes destinados a servir a nueve personas en otras palabras mucho
territorio y mucha gente para servir a pocos.
Deslumbramientos tras
deslumbramientos, producto de retórica ornamental no de su especialidad
arquitectónica en si misma. Por sobre la arquitectura, lo escenográfico
predomina invade el juego y sacude. Engaña al ojo. Bajorrelieves que evocan
trofeos de guerras ficticias, falsas puertas, mármoles simulando cortinados,
cúpulas lisas creadas con ilusiones ópticas, un arte superpuesto ligado a
finalidades externas al arte. Una arquitectura manifiestamente discursiva pues
si el edificio se despojara de sus ornamentos perdería la mitad de su interés
puesto que tendríamos grandes cajas agujereadas yuxtapuestas unas a otras. Por
eso el palacio expresa tan bien su época en la que el granero del mundo se
escondía bajo su alfombra, en su sótano o en algún desván del ático, lo que se
era necesario ocultar.
La construcción del palacio demandó
doce años: comenzó en 1902 y finalizó en 1914. La construcción estuvo a cargo del
ingeniero Carlos Agote. Como una mueca del destino, José C. Paz, que se instaló
en Europa en 1900, donde falleció en 1912. Nunca pudo conocer su palacio; Louis
Sortais, tampoco, porque nunca viajó a la Argentina.
martes, 7 de agosto de 2012
Literatura / Manuel Mujica Láinez
La
Casa
Fragmento del Capítulo 1
Manuel Mujica Láinez
(1910-1984)
Soy vieja, revieja. Tengo
sesenta y ocho años. Pronto voy a morir. Me estoy muriendo ya, me están matando
día a día. Ahora mismo me arrancan los escalones de mármol, la gloria de los
escalones de mármol, pulidos, que antes, al darles encima el sol a través de
los cristales de la claraboya, se iluminaban como una boca joven que sonríe.
Siento terribles dolores cuando los brutos esos andan por mis cuartos con sus
hierros, golpeando las paredes. Dolor y vergüenza. Me avergüenzo de que me vean
así, mugrienta, sórdida, de que todo el mundo me vea así desde la calle, con
sólo asomarse al vestíbulo donde ya no hay puerta y a los boquetes abiertos
bajo los balcones sin persianas. Que me vean así... así... con el papel del
escritorio cayéndose, con la lepra de humedad devorándome, con los vidrios del
hall manchados y rotos, con la baranda de la escalera herrumbrosa: lo que fue
blanco o celeste o azul transformado en negro, en colores, sin color,
impuros...
La huella de los pecados que
aquí se cometieron ha quedado en mí, ensuciándome, corrompiéndome, quitándome
poco a poco, habitación a habitación, todo lo que contuve de gracia, de
belleza, de brillo. Eso que no se veía en los que pecaban, porque su cara seguía
siendo igual, serena, pulcra, aristocrática a veces y otras canallesca, pero
siempre indiferente, intacta, en mí se ve porque es como una costra que me
envuelve. ¡He cambiado tanto, tanto, Dios mío!... Y el olor... el olor que nada
puede vencer... que persistirá aunque derriben los muros, y que me da náuseas a
mí que he vivido dentro de él, encerrada con él durante casi veinte años,
sintiendo cómo crecía en mí, dentro de mí, cómo se apoderaba de mí y me
impregnaba, de tal modo que si se entreabría la puerta principal la gente que
pasaba por la calle volvía la cabeza hacia mí, con repugnancia súbita, porque
mi olor a rata, a basura, a cosa guardada y fea, la asaltaba como un golpe a
traición, imprevisto en una calle donde los más modestos se esfuerzan por fingir
que son mejores y se dan aires de elegancia y donde hasta el recuerdo de que
existen olores así resulta obsceno, imposible.
Sesenta y ocho años... En
Europa sería joven. En Europa hay que tener doscientos o trescientos o
quinientos años para que a una la consideren vieja. Y entonces acarrean agentes
en ómnibus especiales (lo he oído mencionar montones de veces) para mostrarles
la casa antigua, y les explican que la casa es ojival o que en ella vivió un
dramaturgo o un santo o un pirata o la favorita de un rey. Y hasta escriben un
folleto contando su historia; y si la favorita no vivió allí sino en la misma
cuadra en una casa que ya no existe, no importa: la casa de Madame o de
Mademoiselle será para siempre ésa, y la honrarán y la llenarán de muebles dudosos
regalados por los vecinos y acaso encuentren dos o tres cartas insípidas de la
cortesana que colocarán en una vitrina y que la gente vendrá a ver de lejos...
Aquí no: bastan y sobran mis sesenta y ocho años para que me tachen de vieja.
Verdad que los últimos valen el doble...
En Europa... en Francia...
Antes, en la época en que la vida era bella, los visitantes entraban en mí
hablando de Francia:
–Parece que estuviéramos en
París –repetían.
O si no hablaban de Italia. De
repente, en el comedor, durante una de esas comidas que reunían a veinticuatro
personas alrededor de la mesa, alguien, generalmente un extranjero, miraba
hacia arriba, hacia el techo pintado, y lo descubría.
–Pero... –exclamaba– ¡es un
techo italiano!, ¡qué admirable!
Y todos, hasta los que me
conocían muy bien porque habían estado aquí docenas de veces, miraban al techo,
y durante unos minutos la conversación se concentraba sobre esa pintura tan
hermosa. Entonces (también me he cansado de oírlo) cada uno comparaba mi techo
con el de algún palacio de Roma, de Parma, de Venecia.
¡Pobre pintura del comedor!
Sus figuras distribuidas en torno de una balaustrada que acompaña a la cornisa
del cielo raso en su movimiento, como si la prolongara, se apoyaban en ese gran
balcón poético que el pintor cubrió de tapices, de pájaros y de jarros con
flores, para mirar a los que desde abajo, desde la mesa trémula de candelabros,
de porcelanas y de cristales, los contemplaban también, de suerte que todo
dependía del lugar donde uno se colocara, pues si uno era una de las figuras
del techo –por ejemplo la dama del quitasol o el negrito del turbante que ríe
con un papagayo en el puño–, entonces todo giraba y para uno la pintura del
techo, de “su” techo, estaba formada por un grupo de caballeros vestidos de frac
y de señoras escotadas cuya ronda rodeaba la blancura de un mantel. Claro que
allá arriba, en la pintada fiesta, el espectáculo era más hermoso porque encima
planeaba un trozo de cielo al óleo, muy azul, con sus nubes, pero el
espectáculo de abajo, el de las encendidas velas y las perlas y las pulseras de
esmeraldas y las fuentes enormes, suntuosas como trofeos, me conmovía y me
turbaba más, pues participaban de él los seres que con su vida tejían la mía,
los que yo debía vigilar sin descanso, los trazadores de mi incierto destino.
¡Pobre techo italiano, pobre
cortejo de la balaustrada, alegrado por las ropas teatrales! Los gritos de sus
personajes me estremecen ahora. Los obreros trepados en escaleras han asegurado
que es imposible desprender la tela de la cornisa sin dañarla, y entonces el
hombre de pelo rojo, duro, que dirige el trabajo, ha perdido la paciencia y ha
vociferado que no tiene importancia, que lo rompan, que lo rompan no más.
¡Cómo grita, cómo gritan las
pintadas señoras que rozan la balaustrada con sus dedos demasiado largos, y el
esclavo negro y el militar del sombrerazo y la capa púrpura! ¡Y cómo ladran los
lebreles! Los asesinan entre sus jarrones llenos de rosas. Los asesinan desde
el frágil andamio, a cuchilladas, a martillazos, mientras el yeso cae sobre el
piso.
FOTOS N.F.
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