lunes, 12 de septiembre de 2011

Literatura / Saki

Saki,  un cachetazo bien dado
Nicolás Fratarelli

“Irene… ¿Puedo llamarla Irene, verdad?”
(Reginald dirigiéndose  a la Duquesa)

Saki (1870-1916) es el maestro del relato corto.  Macabro y humorístico, irónico y confianzudo, sutil y a la vez  agudo,  corrosivo y ponzoñoso, sus cuentos son una cachetada bien dada.  Todos sus textos parten de una idea fuerte y están resuelto con una gran economía de lenguaje.  Golpea y se va. Mientras el lector queda perplejo y pensando, él  comienza con otra cosa como si nada, con cara de yo no fui.
Su atrevimiento y dotes lúdicos comienzan en el nombre, Saki, que no es un nombre sino un seudónimo que oculta el formal  Héctor Hugh Munro.  Su ficha de nacimiento indica que nació en Birmania -por entonces colonia del Imperio Británico- aunque no queda ni una pizca de duda que  por su cultura, su educación, y su humor -ácido- su nacionalidad es inglesa hasta los huesos. Cuentista, novelista y dramaturgo, se encargó de  retratar de manera crítica y sarcástica  a la sociedad conservadora y puritana en la que fue educado.
Con su modo fino y  educado, hasta la caricatura, con su estilo tenue y liviano, tensa permanentemente la cuerda de cualquier estamento considerado sagrado, tira la piedra y esconde la mano, escandaliza, aguijonea como quien no quiere la cosa. Y aunque esto queda demostrado a lo largo de toda su obra, lo expresa de manera explícita uno de sus relatos armados en forma de diálogo entre uno de sus personajes más célebres Reginald (por un lado el alter ego del propio Saki y por otro una sátira casi ridícula del dandy inglés -y porque no de él mismo-)  con la duquesa Irene (paradigma de la sociedad victoriana):
-         Después de todo -dice la duquesa distraídamente- hay ciertas cosas que son inevitables. El bien y el mal la buena conducta y la rectitud moral tienen ciertos límites bien definidos.
-         El problema es que, como los del Imperio Ruso, sus límites no están siempre en el mismo sitio. –constesta Reginald
Sin temor a caer en el absurdo , o mejor dicho deseando caer en ese caldo en el que se siente cómodo, puede poner en palabras de un gato inteligente, insolente, y chismoso  (Tobermoy ¿o el mismo Saki?), la crítica de la hipocresía de las reuniones sociales de las grandes familias con la que él se rodeaba , o camorrear a la literatura cuando burlonamente propone hacer poesías como si fuese una comida doméstica, siguiendo una receta  de cocina: “cuando se escribe sobre la paz, el asunto es decir lo que todos dicen, pero mejor (… ) “los ángeles” no pueden faltar en un poema a la paz …”  
Saki  quedó huérfano de madre a los dos años. Su padre, funcionario inglés, inspector de Policia en Birmania lo dejó al amparo de dos hermanas, las  tías solteronas que lo criaron y a su vez le amargaron la niñez. Tal vez por todo esto Saki busca azuzar  a la institución familiar,   y como  forma de  venganza las deja siempre tecleando en varios de sus relatos “Tengo una tía  que se preocupa (…) adopta todas las dolencias decorativas que se ponen a su alcance incluyéndome a mi. (…) es la antítesis de esas mujeres dulces…”
Se alistó como voluntario en la primera guerra mundial, desde donde seguía escribiendo y enviando colaboraciones a diversos medios de su  país, Inglaterra.  El sargento Munro murió en Francia, en  el campo de batalla por un disparo de un francotirador. Graham Greene cuenta que las últimas palabras que dijo fue  “¡apaga ese maldito cigarrillo!”. No se sabe si esa frase es cierta pero podría serlo, por lo breve, por lo oportuna, por lo siniestra, por lo irónica y por lo genial. Lo que sí es seguro, es que Saki no murió.

Algunos de sus libros fueron “Reginald” (1904), Las crónicas de Clovis (1912) y “Animales y más que animales” (1916). Entre sus cuentos más destacados están: “La ventana Abierta” “Sredni Vashtar”, “Laura”, “La telaraña”.


LA VENTANA ABIERTA
SAKI

-Mi tía bajará enseguida, señor Nuttel -dijo con mucho aplomo una señorita de quince años-; mientras tanto debe hacer lo posible por soportarme.
Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara debidamente a la sobrina sin dejar de tomar debidamente en cuenta a la tía que estaba por llegar. Dudó más que nunca que esta serie de visitas formales a personas totalmente desconocidas fueran de alguna utilidad para la cura de reposo que se había propuesto.
-Sé lo que ocurrirá -le había dicho su hermana cuando se disponía a emigrar a este retiro rural-: te encerrarás no bien llegues y no hablarás con nadie y tus nervios estarán peor que nunca debido a la depresión. Por eso te daré cartas de presentación para todas las personas que conocí allá. Algunas, por lo que recuerdo, eran bastante simpáticas.
Framton se preguntó si la señora Sappleton, la dama a quien había entregado una de las cartas de presentación, podía ser clasificada entre las simpáticas.
-¿Conoce a muchas personas aquí? -preguntó la sobrina, cuando consideró que ya había habido entre ellos suficiente comunicación silenciosa.
-Casi nadie -dijo Framton-. Mi hermana estuvo aquí, en la rectoría, hace unos cuatro años, y me dio cartas de presentación para algunas personas del lugar.
Hizo esta última declaración en un tono que denotaba claramente un sentimiento de pesar.
-Entonces no sabe prácticamente nada acerca de mi tía -prosiguió la aplomada señorita.
-Sólo su nombre y su dirección -admitió el visitante. Se preguntaba si la señora Sappleton estaría casada o sería viuda. Algo indefinido en el ambiente sugería la presencia masculina.
-Su gran tragedia ocurrió hace tres años -dijo la niña-; es decir, después que se fue su hermana.
-¿Su tragedia? -preguntó Framton; en esta apacible campiña las tragedias parecían algo fuera de lugar.
-Usted se preguntará por qué dejamos esa ventana abierta de par en par en una tarde de octubre -dijo la sobrina señalando una gran ventana que daba al jardín.
-Hace bastante calor para esta época del año -dijo Framton- pero ¿qué relación tiene esa ventana con la tragedia?
-Por esa ventana, hace exactamente tres años, su marido y sus dos hermanos menores salieron a cazar por el día. Nunca regresaron. Al atravesar el páramo para llegar al terreno donde solían cazar quedaron atrapados en una ciénaga traicionera. Ocurrió durante ese verano terriblemente lluvioso, sabe, y los terrenos que antes eran firmes de pronto cedían sin que hubiera manera de preverlo. Nunca encontraron sus cuerpos. Eso fue lo peor de todo.
A esta altura del relato la voz de la niña perdió ese tono seguro y se volvió vacilantemente humana.
-Mi pobre tía sigue creyendo que volverán algún día, ellos y el pequeño spaniel que los acompañaba, y que entrarán por la ventana como solían hacerlo. Por tal razón la ventana queda abierta hasta que ya es de noche. Mi pobre y querida tía, cuántas veces me habrá contado cómo salieron, su marido con el impermeable blanco en el brazo, y Ronnie, su hermano menor, cantando como de costumbre "¿Bertie, por qué saltas?", porque sabía que esa canción la irritaba especialmente. Sabe usted, a veces, en tardes tranquilas como las de hoy, tengo la sensación de que todos ellos volverán a entrar por la ventana...
La niña se estremeció. Fue un alivio para Framton cuando la tía irrumpió en el cuarto pidiendo mil disculpas por haberlo hecho esperar tanto.
-Espero que Vera haya sabido entretenerlo -dijo.
-Me ha contado cosas muy interesantes -respondió Framton.
-Espero que no le moleste la ventana abierta -dijo la señora Sappleton con animación-; mi marido y mis hermanos están cazando y volverán aquí directamente, y siempre suelen entrar por la ventana. No quiero pensar en el estado en que dejarán mis pobres alfombras después de haber andado cazando por la ciénaga. Tan típico de ustedes los hombres ¿no es verdad?
Siguió parloteando alegremente acerca de la caza y de que ya no abundan las aves, y acerca de las perspectivas que había de cazar patos en invierno. Para Framton, todo eso resultaba sencillamente horrible. Hizo un esfuerzo desesperado, pero sólo a medias exitoso, de desviar la conversación a un tema menos repulsivo; se daba cuenta de que su anfitriona no le otorgaba su entera atención, y su mirada se extraviaba constantemente en dirección a la ventana abierta y al jardín. Era por cierto una infortunada coincidencia venir de visita el día del trágico aniversario.
-Los médicos han estado de acuerdo en ordenarme completo reposo. Me han prohibido toda clase de agitación mental y de ejercicios físicos violentos -anunció Framton, que abrigaba la ilusión bastante difundida de suponer que personas totalmente desconocidas y relaciones casuales estaban ávidas de conocer los más íntimos detalles de nuestras dolencias y enfermedades, su causa y su remedio-. Con respecto a la dieta no se ponen de acuerdo.
-¿No? -dijo la señora Sappleton ahogando un bostezo a último momento. Súbitamente su expresión revelaba la atención más viva... pero no estaba dirigida a lo que Framton estaba diciendo.
-¡Por fin llegan! -exclamó-. Justo a tiempo para el té, y parece que se hubieran embarrado hasta los ojos, ¿no es verdad?
Framton se estremeció levemente y se volvió hacia la sobrina con una mirada que intentaba comunicar su compasiva comprensión. La niña tenía puesta la mirada en la ventana abierta y sus ojos brillaban de horror. Presa de un terror desconocido que helaba sus venas, Framton se volvió en su asiento y miró en la misma dirección.
En el oscuro crepúsculo tres figuras atravesaban el jardín y avanzaban hacia la ventana; cada una llevaba bajo el brazo una escopeta y una de ellas soportaba la carga adicional de un abrigo blanco puesto sobre los hombros. Los seguía un fatigado spaniel de color pardo. Silenciosamente se acercaron a la casa, y luego se oyó una voz joven y ronca que cantaba: "¿Dime, Bertie, por qué saltas?"
Framton agarró deprisa su bastón y su sombrero; la puerta de entrada, el sendero de grava y el portón, fueron etapas apenas percibidas de su intempestiva retirada. Un ciclista que iba por el camino tuvo que hacerse a un lado para evitar un choque inminente.
-Aquí estamos, querida -dijo el portador del impermeable blanco entrando por la ventana-: bastante embarrados, pero casi secos. ¿Quién era ese hombre que salió de golpe no bien aparecimos?
-Un hombre rarísimo, un tal señor Nuttel -dijo la señora Sappleton-; no hablaba de otra cosa que de sus enfermedades, y se fue disparado sin despedirse ni pedir disculpas al llegar ustedes. Cualquiera diría que había visto un fantasma.
-Supongo que ha sido a causa del spaniel -dijo tranquilamente la sobrina-; me contó que los perros le producen horror. Una vez lo persiguió una jauría de perros parias hasta un cementerio cerca del Ganges, y tuvo que pasar la noche en una tumba recién cavada, con esas bestias que gruñían y mostraban los colmillos y echaban espuma encima de él. Así cualquiera se vuelve pusilánime.
La fantasía sin previo aviso era su especialidad.

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