1° PREMIO NARRATIVA
XXXV EDICION CONCURSO
INTERNACIONAL
“HERMANDO CONTINENTES”
Otorgado por el
INSTITUTO CULTURAL
LATINOAMERICANO
JUNIN –PROVINCIA DE BUENOS AIRES - ARGENTINA
Oropeles
Nicolás Fratarelli
Es un bar común. No
tiene ninguna característica especial. No hay nada que lo destaque. No tiene
ninguna particularidad, ninguna historia. Es el café al que suelo ir por las
tardes, cuando el sol comienza a dar
sombras largas.
El café se puede
confundir con cualquier otro. Hay cientos de cafés como este en la ciudad.
Apenas guarda una curiosidad: Tiene cortinas de tela que uno puede correr si le
molesta el sol, y hojas de vidrios que
se abren para arriba y que cualquiera puede regularlas cuando entra el viento o comienza a
llover.
Su clientela es gente
suelta. Estudiantes, profesores, empleados, algún que otro comerciante de la
zona, algún taxista.
“Tenía sólo 17 años cuando conmovió al mundo por primera vez. En los
juegos de Beijing 2008 la joven somalí disputó la carrera de los 200 metros”
El bar se encuentra en
una esquina. La esquina tampoco tiene nada de particular salvo que enfrente hay
dos bares más y en diagonal arreglan electrodomésticos en la vereda. Desde aquí
se pueden ver heladeras, lavarropas, cocinas. Prismas blancos de distintas
alturas. En este mismo momento se escuchan unos golpes y un par de voces con
acento dominicano que convienen donde golpear. Pero, más allá de esto, la esquina en sí misma es como cualquier otra
esquina de Buenos Aires.
El bar está en Monserrat,
o en Constitución, no estoy seguro. Pero no importa, podría estar en Flores,
Liniers o en cualquier otro barrio.
Al bar lo atienden
bien, su dueño es amable y solícito. Es un gallego que a veces escucha pasodobles.
Lo elijo porque es un lugar tranquilo, el volumen de la televisión es casi
imperceptible -muchas veces está directamente apagada, algo raro en estos
tiempos- y generalmente tiene libre
alguna mesa pegada a la ventana. Desde allí puedo ojear la calle mientras miro
el diario. Es mi templo zen, mi centro de meditación.
“Llegó última a diez segundos de las ganadoras. El estadio entero la
ovacionó”
Como decía al principio
el lugar es amigable pero no tiene historia. No es El Federal, ni La Poesía, ni
el Británico, lejos está de ser La Paz y mucho más lejos aún de parecerse al
Richmond o al Florida Garden. Salvo algún que otro músico virtuoso que suele
venir esporádicamente, no es un bar que convoque artistas, ni políticos, ni
intelectuales. Apenas es un bar cualquiera, es mi bar y como tal para mí
resulta un bar notable.
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(La patera se hace llamar embarcación)
Abre la puerta, camina
como si evitara hacer ruido. Abre la valija y sin decir palabra, me muestra sus
oropeles dorados. El negro, ese joven negro que se me acerca es alto, fornido,
de nariz ancha y tiene una sonrisa africana. Este no hace como otros africanos
que despliegan en la vereda una mesa con los trastos enganchados en un
pañolenci color rojo, ni abre, cerca de la estación terminal, un paraguas de tela que actúa de vidriera
mostrador. El negro que entra, el negro africano, muy negro, con las palmas de
las manos tan negras como el resto de su piel, lleva la misma mirada triste que
el resto de los africanos que andan por la calle pero tiene una gran
diferencia. Mientras a ninguno vi sonreír éste muestra sus dientes blancos y
una sonrisa que, aunque la suelte por
razones comerciales, resulta extraña por
lo infrecuente.
Este joven negro, no es
la primera vez que entra al bar, por el contrario todas las tardes suele
pasearse tratando de vender sus oropeles dorados. Esta tarde apareció como
tantas otras tardes. Y como siempre, como si fuera la primera vez que se me
acerca, abrió su valijita y me ofreció sus productos sin emitir palabra, con su
sonrisa en blanco y negro como único
gesto.
(El negro viene a ganarse unos
pesos en estas tierras que descubro hostil para él)
Todas las veces lo
despido con un “gracias” y continúo con mi actividad trivial, por lo general
descartable. Pero ese día frío, para mí no fue igual que otro. Ese día le compré una de sus joyas, un reloj
dorado, que nunca usaré ni regalaré.
(Iba a decir una de sus baratijas, pero me doy cuenta
a tiempo y corrijo la forma despectiva del
término)
Pero sépalo usted que
está leyendo, mi compra no fue un acto
solidario, por el contrario fue un hecho
egoísta, otro más. Fue una acción qué sólo buscaba amortiguar mejor el golpe recibido por la noticia que
había terminado de leer en el diario de la tarde, ese de distribución gratuita.
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Todo estaba organizado.
Todo listo. Un manojo de personas, veinte, treinta, dos millones, fue subiendo
con ansias sobre un objeto inconsistente que flotaba en las aguas de un mar que
no prometía certezas. Cada sueño levantaba las piernas y cruzaba esa barrera de
madera que alguna vez fue árbol; cada esperanza, descalza, con sus pies
mojados, bañaba el piso de la embarcación que se movía inevitablemente a medida
que ingresaba otra y otra, y otra esperanza.
Y así la patera se fue
llenando, y con su capacidad
colmada -digamos de personas, digamos de
deseos, digamos de angustias- partió de
algún lugar de la costa de Somalia con
la idea de llegar al Mediterráneo y
hacer pié en el sur del sur de Italia.
La patera sin
despedirse se despegó de la orilla y con este primer movimiento el deseo se hizo acción, y ese hatajo humano,
inocente, inconsciente, que comenzaba a
posarse sobre el mar, sobre el mar que aterraba y a la vez inspiraba esperanza,
sobre el mar que tenía una ruta tan estable como un hilo de coser, así mismo, sin más, ese cuenco preñado de almas en penas, se lanzó a desafiar al mar, a un mar que no
tenía nada de poesía, ni de colores, a
un mar que no tenía nada que perder, a un mar que se sabía fuerte, a un mar que
esperaba paciente dar su a lucha cuerpo a cuerpo.
Y el agüita empezó a moverse, y con risa cínica
dispuso bambolear la marcha de esa corteza. Y chocaron los címbalos. Y de a poco se armó la escenografía: Y el sol
comenzó a menguar: y el viento a ponerse firme; y el cielo fue tomando el color
de la piel de los habitantes de la patera; y la lluvia fue dejando paso a la
tormenta. Y las olas comenzaron a mover ese mortero como lo haría un sismo,
para un lado y para otro, y los hombres y mujeres se tomaban fuerte de los
bordes de la embarcación, y se aferraban al anhelo de que pase pronto la
tempestad, y los que no llegaban a los bordes se tomaban de los brazos de sus
acompañantes que quizá fueran compañeros, quizá compañía, quizá nada. Entonces
algunos para vencer al miedo le rezaban en voz alta a su Dios, otros a sus
muertos, otros a sus vivos. Pero hubo alguien que eligió otro camino, el de la evasión, el de
poner su mente en blanco, el de pensar en algo bueno en medio de un momento
malo y dando la cara al viento, Samia, era
ella ese alguien, recordó el día que había sido capitana, el día
que había llevado la bandera de su país para que todo el mundo la mire, el día
que había sido el día más feliz de
su vida.
(Viento. Viento y lluvia)
(El bar no es gran cosa)
(No quiero llamar baratijas a los oropeles dorados para evitar malos
entendidos)
(Viento. Viento y lluvia)
Algunas barcas llegan.
Esta no. Esta se dio vuelta. Se dio vuelta en el medio del mar. Esta no tuvo la
suerte que tuvieron otras de llegar a
países donde lo trataran como a perros de la calle. Sus tripulantes no tuvieron
la suerte de arribar a esas costas donde un grupo de gendarmes los juntaría en
algún páramo de condiciones paupérrimas
para hacerlos regresar a su pobreza, y evitar así que infecten la virtud
de los países prolijos, de esos que no tiran papeles en la calle y respetan al
peatón en los cruces sin semáforos.
Esta barca no llegó.
No. No tuvo esa fortuna. Sus integrantes
no tuvieron la suerte de llegar a tierra firme para ser maltratados. Su barca volcó. Se dio vuelta. Giró sobre sí misma,
tiró montones de ilusiones al mar, armó una mancha negra en el agua, y el mar
no se opuso a que sus fauces las devore.
Algunas pateras llegan. Esta no, decía. El
destino no quiso. Se opuso a que llegara
para que los carabineros arresten a sus tripulantes y los aten y los sienten en el piso mientras
esperan que arribe el barco de carga que los aloje de nuevo al lugar de donde nunca debieron salir. Estos negros, no tuvieron esa suerte. Estos
ojos apenas si pudieron ver por última vez el cielo que como un techo se les
cayó encima, apenas si advirtieron
resignados el momento en que el mar
implacable le daba vuelta su barca, apenas si sintieron el sabor del agua
salada que le llenaba sus pulmones, apenas si razonaron de como el mar jugaba
del lado de los vencedores, de los que siempre ganan las carreras olímpicas, de
los que invariablemente suben al podio.
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El café se me enfrió.
(Le voy a pedir otro al mozo que ahora está escuchando una zarzuela). El negro que tantas veces me ofreció sus
oropeles y que esta vez tuvo éxito conmigo, antes de irse a otra mesa -con la
transacción terminada- me hizo unos comentarios que jamás entendí. Su idioma,
su voz gruesa y pastosa dejaron un mensaje al que no pude llegar. Lo creí una
botella al mar.
El negro será de
Senegal, del Congo, de Costa de Marfil, de Sierra Leona, de Nigeria, no lo sé,
lo dudo como dudo si el bar queda en Monserrat o en Constitución. Imagino que habrá subido
como polizón, y viajado escondido en algún rincón del barco, en alguna bodega,
en la sala de máquinas cerca de las hélices. Lo imagino llegando otra vez con
los pies mojados, yendo a la casa de
algún compatriota para que lo reciba y lo instale en un hotel de mala muerte de los
tantos que existen cerca de esta esquina.
Al lado del reloj
dorado que tiene destino de cajón de mesa de luz quedó el diario de la tarde,
ese de distribución gratuita. Volví a
tomarlo, y esta vez, con cierto recelo, pavor y culpa releí la noticia.
La ventana cerrada
evitaba que se fuera el calor del lugar. Los últimos rayos de sol pasaban entre
las cortinas de tela y golpeaban contra el dorado del reloj. El título de la
noticia decía:
“EL PEOR FINAL DE UNA ATLETA”
Y su copete agregaba:
“Una somalí murió al intentar llegar a Italia clandestinamente”
Al
lado de la nota que se encontraba en página impar, en la sección “el
mundo”; a la izquierda de las veinte
columnas que desplegaba la noticia, se destacaba la foto de la atleta. Su imagen más conocida, la que le tomaron de
medio cuerpo el día de la competencia. Allí Se la ve con mirada lejana y gesto
resignado. Lleva una remera blanca y una vincha con el isotipo de Nike que
parece ser parte de una ironía. Debajo un epígrafe:
“Samia emocionó al mundo en 2008, al llegar última en la carrera de los
200 metros”.
La
joven africana de la que habla la nota
es Samia Yusuf Omar.
“En estos días Omar vuelve a ser noticia pero por un hecho trágico: la
joven atleta falleció ahogada mientras intentaba llegar a las costas italianas
de manera clandestina en una pequeña embarcación.”
El negro recién ahora
cierra la valija y sale por la puerta a navegar por otros bares. Enfrente se
siguen escuchando los golpes que los dominicanos le dan a los prismas de lata.
El informe cierra
recordando una declaración de Samia:
“Ha sido una experiencia bellísima haber portado en las olimpíadas la
bandera mi país. Algo inolvidable”
El bar no es gran cosa. No tiene
gran historia.
(El sol bajó. El reloj ahora no brilla)