martes, 25 de junio de 2013

Relato/ Apuntes de Junín

APUNTES DE JUNÍN
N.F.

No conocía Junín.  El encuentro organizado por el Instituto Cultural Latinoamericano me sirvió, para, además de conversar con mucha gente interesante, descubrir  la ciudad.
Me encantó encontrarme con  una localidad grande, activa, rica, envuelta en Pampa Húmeda, rodeada de campo, de verde, de producción.

Eva, tan cerca y tan lejos
El trazado de la ciudad de Junín  tiene la forma de un golpe seco que dejó el sello de las leyes de indias. Es, como tantas ciudades americanas de origen español, una tela a cuadrillé, pero, en este caso, desplegada  en medio de una llanura fértil.
Entonces, la plaza central. Entonces la reunión de los puntos cívicos más importantes a su alrededor.  Entonces un colegio.
Pero no cualquier colegio, sino el colegio donde estudió Eva Perón.
Y desde allí se puede ver  participar de un acto escolar a esa niña con sueños de actriz.
 Junín está cerca de Los Toldos, lugar de nacimiento de Evita. En Los Toldos está el museo que la recuerda. En Junín no hay ninguna placa que la mencione. Quizá sea injusto pero en sus calles, no vi ninguna inscripción que la recordara aunque esta ciudad  haya sido el primer hogar  de Esa Mujer.
Fue en  Junín que Eva se casó con Perón. Aún está el edificio donde dieron el sí. Está caído, abandonado. En el frente una frase indica: “declarado de interés municipal”. Será que el  interés  del municipio es tenerlo así como está. Y bueno, no es poco.  Podría ser peor. Podría no existir. Pero no, está, abandonado pero está.
Enfrente  hay una colchonería. Dicen que allí vivió Eva.
Desde allí  se puede ver corretear a una piba bastarda con sueños de lápiz labial.
En la otra punta de la ciudad está la estación de ferrocarril. Siempre el  tren. El tren  que enhebraba el país. Enhebraba, pasado imperfecto.  En esa estación se paró alguna vez la joven Duarte, con una valija. De allí partió.
Desde allí se puede ver a una jovencita de vestido austero  con sueños de Capital.
  
Unitario
Superó las expectativas la convocatoria del  Instituto.  El encuentro fue sumamente federal. Escritores de Jujuy, Córdoba, Corrientes, La Pampa, Chubut, Santa Cruz… y más. Casi todas las provincias estuvieron  allí representadas. (También hubo trabajos de Latinoamérica  -escritores de Uruguay, Perú, Colombia se hicieron presentes- de  España y hasta de Suecia  -que incluyó la visita de su representante-).
La reunión fue en sobre la calle Alsina.  Una lástima tener que nombrar a alguien así en medio de tanto federalismo.

Banfield y Sarmiento
En el paseo por la ciudad pedí que nos sacaran algunas fotos  a mi mujer y a mí. Amablemente  la gente aceptaba fotografiarnos. En medio del encuadre nos  preguntaban de dónde éramos.  Cuando le decíamos “de Banfield”  quitaban la mirada de la cámara y nos hacían algún comentario  futbolístico.  La disputa entre Banfield y Sarmiento por un puesto para subir a primera estaba todavía caliente. El fútbol siempre presente en todos lados.

Desayuno literario.
Fue muy hermoso levantarse al día siguiente del encuentro y encontrar que todos los que nos hospedábamos en ese hotel estábamos unidos  por un único tema: la literatura.  Esa mañana con mi mujer compartimos el desayuno una poeta de Buenos Aires (Patricia Della Mónica) y el escritor colombiano radicado en Suecia (Gustavo Figueroa Velasquez)
Entre las medialunas surgieron los nombres de Cortázar, Mankell, Larsson, Strindberg y de Benedetti recitando alemán.
Le nombré a Shakira, se  rió. No me dio nombrarle a Abba.
Recibimos la recomendación de leer a Selma  Lagerlöf. Lo apuntamos.

Otra vez Banfield antes de la vuelta
Antes del regreso, ruta 7, fin de semana largo, fuimos a conocer la laguna  de Gómez.  Lindo camino. Casas quintas y más allá el autódromo. Nos encantó. Nos gustó su costanera, su muelle. El agua se veía azul. Sacamos fotos. Recorriéndola hacia el norte  nos encontramos con el club náutico.  Desde allí pudimos ver unos bungalows  y casas perfectas para el descanso.
Tomamos hacia el sur.  En esa zona debe haber buen pique. Cada vez se ven más pesadores.
Al llegar al final del recorrido vemos una rotonda con una estatua en el medio. Se trata de un hombre de brazos abiertos. ¿Será? ¿Es?  Sí es. Es ¡la estatua de Sandro de América! ¡La estatua de Sandro de Banfield! Sus brazos abiertos nos dan la bienvenida.
Ríe.

Arte Contemporáneo / Mondongo en el MAMBA

PROBAR MONDONGO
N.F.

Entre las muestra que se exhiben  en el  Museo de Arte Moderno de Buenos Aires (MAMBA) se encuentra la de Mondongo (colectivo artístico compuesto por Agustina Picasso, Juliana Laffitte y Manuel Mendanha).


La exposición, curada por Kevin Power,  se compone de los trabajos realizados por el grupo desde 2009 hasta la fecha, y se presenta dividida en dos ejes temáticos: Retratos  y Paisajes. En ambos segmentos, encontramos diversas expresiones  y  técnicas variadas, no obstante (y, aunque tengamos que tomar un ascensor que nos lleve de una sala a otra para seguir viendo la muestra –como si fuese parte de la propuesta artística-)  el conjunto se lee como una unidad. Todo lo amalgama la libertad expresiva y  la destreza y la autoridad artística con la que los artistas dominan el material.


Más que retratos
Los retratos están trabajados con hilos de algodón sobre madera.  Parece increíble que con este material se consiga un resultado tan realista, una imagen tan fotográfica  y a la vez con tantas sutilezas.
Entre los retratos llama particularmente la atención el de Rodolfo Fogwill. La expresión conseguida es  tan poderosa que trasmite, sin mayores necesidades de interpretaciones, la fuerte personalidad del escritor devenido en modelo para la ocasión, cada trazo, expresa su nervio, su carácter, su energía.


Aparte de los retratos, en esta misma sala, encontramos unos cuadros que se insertan dentro de la pared del museo y que juegan con la idea del espacio y la perspectiva casi como una ironía, dado que ambos conceptos se hacen cuerpo en la profundidad del mismo cuadro. Completa este grupo  un, desde lejos, verdadero-costillar- de- vaca- disecado- producto- por- el -efecto- del- desierto,  que en principio parece una traspolación de ese elemento  al ámbito museo, y desde cerca  (como en casi toda la producción artística de este grupo),  nos guiña el ojo cuando ese hipotético resabio animal se manifiesta  realizado con monedas de cinco y diez centavos de curso legal.

Natural mente
Las obras de los paisajes (¿los, el?) se encuentran en otra sala.  La lectura comienza en un extremo y termina en el otro, en ese recorrido van pasando cosas. Va cambiando el panorama, vamos deslumbrándonos. 



Todo es un conjunto se compone de quince cuadros de aproximadamente dos metros de alto por tres de largo, dispuesto como una gran cinta,  curva, armada con cada obra  una al lado de otra, dando continuidad a todo un relato natural del paisaje -boscoso, casi selvático-  entrerriano. 



Lo que queda delante de nuestros ojos es altamente realista  sólo hay que animarse a dar un paso para entrar en ellos y comenzar a correr enloquecidamente en aquellos matorrales. Pero lo más original del tema es el material: está realizado todo en plastilina. Ramas que se escapan de los planos, el barro  que casi salpica, el ruido del agua, la  humedad que se nos impregna, los olores más o menos densos según el punto donde nos hallemos, los sonidos de los animales, todo eso está presente, no hay alegoría todo es real.


En este contexto, cada cuadro nos pide compromiso, complicidad, como en el juego de “Buscando a Wally”, no paramos de encontrar  elementos nuevos, cada mirada nos lleva a descubrir un detalle, nos hace entender  la composición del paisaje y esto, a su vez nos hace comprender  al arte que expresa este grupo de nombre tan particular.

domingo, 23 de junio de 2013

Literatura / Cuento: Oropeles / Premio Narrativa

1° PREMIO NARRATIVA
XXXV EDICION CONCURSO INTERNACIONAL
“HERMANDO CONTINENTES”
Otorgado por el
INSTITUTO CULTURAL LATINOAMERICANO
JUNIN –PROVINCIA DE BUENOS AIRES - ARGENTINA





Oropeles
Nicolás Fratarelli
         
             Es un bar común. No tiene ninguna característica especial. No hay nada que lo destaque. No tiene ninguna particularidad, ninguna historia. Es el café al que suelo ir por las tardes, cuando el sol  comienza a dar sombras largas.
             El café se puede confundir con cualquier otro. Hay cientos de cafés como este en la ciudad. Apenas guarda una curiosidad: Tiene cortinas de tela que uno puede correr si le molesta el sol, y  hojas de vidrios que se abren para arriba y que cualquiera puede regularlas  cuando entra el viento o comienza a llover. 
             Su clientela es gente suelta. Estudiantes, profesores, empleados, algún que otro comerciante de la zona,  algún taxista.

“Tenía sólo 17 años cuando conmovió al mundo por primera vez. En los juegos de Beijing 2008 la joven somalí disputó la carrera de los 200 metros”

             El bar se encuentra en una esquina. La esquina tampoco tiene nada de particular salvo que enfrente hay dos bares más y en diagonal arreglan electrodomésticos en la vereda. Desde aquí se pueden ver heladeras, lavarropas, cocinas. Prismas blancos de distintas alturas. En este mismo momento se escuchan unos golpes y un par de voces con acento dominicano que convienen donde golpear. Pero, más allá de esto,  la esquina en sí misma es como cualquier otra esquina de Buenos Aires.
             El bar está en Monserrat, o en Constitución, no estoy seguro. Pero no importa, podría estar en Flores, Liniers o en cualquier otro barrio.
             Al bar lo atienden bien, su dueño es amable y solícito. Es un gallego que a veces escucha pasodobles. Lo elijo porque es un lugar tranquilo, el volumen de la televisión es casi imperceptible -muchas veces está directamente apagada, algo raro en estos tiempos-   y generalmente tiene libre alguna mesa pegada a la ventana. Desde allí puedo ojear la calle mientras miro el diario. Es mi templo zen, mi centro de meditación. 

“Llegó última a diez segundos de las ganadoras. El estadio entero la ovacionó”

             Como decía al principio el lugar es amigable pero no tiene historia. No es El Federal, ni La Poesía, ni el Británico, lejos está de ser La Paz y mucho más lejos aún de parecerse al Richmond o al Florida Garden. Salvo algún que otro músico virtuoso que suele venir esporádicamente, no es un bar que convoque artistas, ni políticos, ni intelectuales. Apenas es un bar cualquiera, es mi bar y como tal para mí resulta un bar notable.

………………………………………………………………………………………………………………………………

(La patera se hace llamar embarcación)

             Abre la puerta, camina como si evitara hacer ruido. Abre la valija y sin decir palabra, me muestra sus oropeles dorados. El negro, ese joven negro que se me acerca es alto, fornido, de nariz ancha y tiene una sonrisa africana. Este no hace como otros africanos que despliegan en la vereda una mesa con los trastos enganchados en un pañolenci color rojo, ni abre, cerca de la estación terminal,  un paraguas de tela que actúa de vidriera mostrador. El negro que entra, el negro africano, muy negro, con las palmas de las manos tan negras como el resto de su piel, lleva la misma mirada triste que el resto de los africanos que andan por la calle pero tiene una gran diferencia. Mientras a ninguno vi sonreír éste muestra sus dientes blancos y una sonrisa que, aunque la suelte  por razones comerciales,  resulta extraña por lo infrecuente.
             Este joven negro, no es la primera vez que entra al bar, por el contrario todas las tardes suele pasearse tratando de vender sus oropeles dorados. Esta tarde apareció como tantas otras tardes. Y como siempre, como si fuera la primera vez que se me acerca, abrió su valijita y me ofreció sus productos sin emitir palabra, con su sonrisa en  blanco y negro como único gesto.

 (El negro viene a ganarse unos pesos en estas tierras que descubro hostil para él)

             Todas las veces lo despido con un “gracias” y continúo con mi actividad trivial, por lo general descartable.  Pero ese día frío,  para mí no fue igual que otro.  Ese día le compré una de sus joyas, un reloj dorado, que nunca usaré ni regalaré.

 (Iba a decir una de sus baratijas, pero me doy cuenta a tiempo y corrijo la forma despectiva del  término) 

             Pero sépalo usted que está leyendo,  mi compra no fue un acto solidario, por el contrario  fue un hecho egoísta, otro más. Fue una acción qué sólo buscaba amortiguar  mejor el golpe recibido por la noticia que había terminado de leer en el diario de la tarde, ese de distribución gratuita.

…………………………………………………………………………………………………………………………………

             Todo estaba organizado. Todo listo. Un manojo de personas, veinte, treinta, dos millones, fue subiendo con ansias sobre un objeto inconsistente que flotaba en las aguas de un mar que no prometía certezas. Cada sueño levantaba las piernas y cruzaba esa barrera de madera que alguna vez fue árbol; cada esperanza, descalza, con sus pies mojados, bañaba el piso de la embarcación que se movía inevitablemente a medida que ingresaba otra y otra, y otra esperanza.
             Y así la patera se fue llenando, y  con su capacidad colmada  -digamos de personas, digamos de deseos, digamos de angustias-  partió de algún lugar de la costa de  Somalia con la idea  de llegar al Mediterráneo y hacer pié en el sur del sur de Italia.
             La patera sin despedirse se despegó de la orilla y con este primer movimiento  el deseo se hizo acción, y ese hatajo humano, inocente, inconsciente,  que comenzaba a posarse sobre el mar, sobre el mar que aterraba y a la vez inspiraba esperanza, sobre el mar que tenía una ruta tan estable como un hilo de coser, así  mismo, sin más,   ese cuenco preñado de almas en penas,  se lanzó a desafiar al mar, a un mar que no tenía nada de poesía, ni  de colores, a un mar que no tenía nada que perder, a un mar que se sabía fuerte, a un mar que esperaba paciente dar su a lucha cuerpo a cuerpo.
             Y  el agüita empezó a moverse, y con risa cínica dispuso bambolear la marcha de esa corteza. Y chocaron los címbalos. Y  de a poco se armó la escenografía: Y el sol comenzó a menguar: y el viento a ponerse firme; y el cielo fue tomando el color de la piel de los habitantes de la patera; y la lluvia fue dejando paso a la tormenta. Y las olas comenzaron a mover ese mortero como lo haría un sismo, para un lado y para otro, y los hombres y mujeres se tomaban fuerte de los bordes de la embarcación, y se aferraban al anhelo de que pase pronto la tempestad, y los que no llegaban a los bordes se tomaban de los brazos de sus acompañantes que quizá fueran compañeros, quizá compañía, quizá nada. Entonces algunos para vencer al miedo le rezaban en voz alta a su Dios, otros a sus muertos, otros a sus vivos. Pero hubo alguien que  eligió otro camino, el de la evasión, el de poner su mente en blanco, el de pensar en algo bueno en medio de un momento malo y dando la cara al viento, Samia, era  ella ese alguien, recordó el día que había sido capitana, el día que había llevado la bandera de su país para que todo el mundo la mire,  el día  que había sido el día  más feliz de su vida.

(Viento. Viento y lluvia)
(El bar no es gran cosa)
(No quiero llamar baratijas a los oropeles dorados para evitar malos entendidos)
(Viento. Viento y lluvia)

             Algunas barcas llegan. Esta no. Esta se dio vuelta. Se dio vuelta en el medio del mar. Esta no tuvo la suerte que tuvieron otras  de llegar a países donde lo trataran como a perros de la calle. Sus tripulantes no tuvieron la suerte de arribar a esas costas donde un grupo de gendarmes los juntaría en algún páramo de condiciones paupérrimas  para hacerlos regresar a su pobreza, y evitar así que infecten la virtud de los países prolijos, de esos que no tiran papeles en la calle y respetan al peatón en los cruces sin semáforos.
             Esta barca no llegó. No. No  tuvo esa fortuna. Sus integrantes no tuvieron la suerte de llegar a tierra firme para ser maltratados.  Su barca volcó. Se dio vuelta. Giró sobre sí misma, tiró montones de ilusiones al mar, armó una mancha negra en el agua, y el mar no se opuso a que sus fauces las devore.
              Algunas pateras llegan. Esta no, decía. El destino no quiso. Se opuso a  que llegara para que los carabineros arresten a sus tripulantes y  los aten y los sienten en el piso mientras esperan que arribe el barco de carga que los aloje de nuevo al lugar de  donde nunca debieron salir.  Estos negros, no tuvieron esa suerte. Estos ojos apenas si pudieron ver por última vez el cielo que como un techo se les cayó encima, apenas si  advirtieron resignados el momento en que  el mar implacable le daba vuelta su barca, apenas si sintieron el sabor del agua salada que le llenaba sus pulmones, apenas si razonaron de como el mar jugaba del lado de los vencedores, de los que siempre ganan las carreras olímpicas, de los que invariablemente suben al podio.

……………………………………………………………………………………………………………………………

             El café se me enfrió. (Le voy a pedir otro al mozo que ahora está escuchando una zarzuela).  El negro que tantas veces me ofreció sus oropeles y que esta vez tuvo éxito conmigo, antes de irse a otra mesa -con la transacción terminada- me hizo unos comentarios que jamás entendí. Su idioma, su voz gruesa y pastosa dejaron un mensaje al que no pude llegar. Lo creí una botella al mar.
             El negro será de Senegal, del Congo, de Costa de Marfil, de Sierra Leona, de Nigeria, no lo sé, lo dudo como dudo si el bar queda en Monserrat  o en Constitución. Imagino que habrá subido como polizón, y viajado escondido en algún rincón del barco, en alguna bodega, en la sala de máquinas cerca de las hélices. Lo imagino llegando otra vez con los pies mojados, yendo a la casa de  algún compatriota para que lo reciba y lo  instale en un hotel de mala muerte de los tantos que existen cerca de esta esquina.
             Al lado del reloj dorado que tiene destino de cajón de mesa de luz quedó el diario de la tarde, ese de distribución gratuita.  Volví a tomarlo, y esta vez, con cierto recelo, pavor y culpa releí la noticia.
             La ventana cerrada evitaba que se fuera el calor del lugar. Los últimos rayos de sol pasaban entre las cortinas de tela y golpeaban contra el dorado del reloj. El título de la noticia decía:

“EL PEOR FINAL DE UNA ATLETA”

             Y  su copete agregaba:

“Una somalí murió al intentar llegar a Italia clandestinamente”

             Al lado de la nota que se encontraba en página impar, en la sección “el mundo”;  a la izquierda de las veinte columnas que desplegaba la noticia, se destacaba la foto de la atleta. Su  imagen más conocida, la que le tomaron de medio cuerpo el día de la competencia. Allí Se la ve con mirada lejana y gesto resignado. Lleva una remera blanca y una vincha con el isotipo de Nike que parece ser parte de una ironía. Debajo un epígrafe:

“Samia emocionó al mundo en 2008, al llegar última en la carrera de los 200 metros”.

             La joven africana de la que habla la nota  es Samia Yusuf Omar.

“En estos días Omar vuelve a ser noticia pero por un hecho trágico: la joven atleta falleció ahogada mientras intentaba llegar a las costas italianas de manera clandestina en una pequeña embarcación.”

             El negro recién ahora cierra la valija y sale por la puerta a navegar por otros bares. Enfrente se siguen escuchando los golpes que los dominicanos le dan a los prismas de lata.
             El informe cierra recordando una declaración de Samia:

“Ha sido una experiencia bellísima haber portado en las olimpíadas la bandera mi país. Algo inolvidable”

El bar no es gran cosa.  No tiene gran historia.

(El sol bajó. El reloj ahora no brilla)

miércoles, 5 de junio de 2013

Literatura-Ensayo / Florencio Sánchez

Florencio Sánchez
El Nómada de Banfield
Nicolás Fratarelli
Publicado en el Banfileño.  Mayo 2013. Nº6. Año 1.
Ilustración Andrés Alvez



Mientras miraba por la ventanilla del tren, tosía. Cruzaba los Alpes. Retornaba a Italia. De Suiza lo habían echado amablemente. Lo habían rechazado de hoteles y hospitales. La Svizzera no quería tuberculosos. Que te curen en Milán uruguayito.
La ilusión de que las montañas alpinas lo aliviasen de su enfermedad duró poco.

Desde la ventanilla del tren miraba su pasado. ¿Qué se movía el tren o el paisaje? ¿Él o su historia? ¿Es que acaso el pasado es historia, o el relato de ese pasado la convierte en tal?

Florencio transitaba por las vías desde hacía treinta y cinco años. Transitó esas vías de la vida como pudo. Molestó a todos los que merecían ser molestados. Fue un tábano con un aguijón alerta.

Florencio Tosía. Tosía y  estaba solo, ya había despilfarrado 3000 francos en Niza como si nada, lo había hecho en un casino, lo había hecho como desahogo, como  fechoría más que como diversión. Todo el dinero que le habían pagado por una de sus obras había quedado lapidado. Y bueno la obra era Los Muertos. ¿Derroche? pero ¿qué es el dinero? sino apenas eso, tenerlo por unas horas en el bolsillo, apenas, por un rato. Algo tan efímero como la salud. Lo tuvo y lo gastó. Lo ganó vendiendo y malvendiendo sus obras. Todas sus obras. Porque todas  fueron malvendidas, porque por ninguna pagaron lo que realmente valía. 

En ese tren sentía lo mismo que aquel 13 de octubre de 1909, cuando bajaba en Génova del barco italiano “Príncipe di Udine”. Por esos días había dejado escrito: “…estoy desconsolado y con ganas de dejarme morir… me siento deprimido, triste, compungido, con ganas de llorar…”. Las cosas no habían cambiado demasiado en ese aspecto después de un año. Ahora iba en un tren que lo conducía a Milán, seguía llevando consigo, dentro de su equipaje escuálido, su angustia y sus pulmones tan dañados que apenas lo dejaban respirar.

…………………………………………………………………………………………………………

Florencio nació en 1875, en Montevideo. Fue uno de doce hermanos nacidos vivos. Tuvo como única formación regular haber asistido a la escuela primaria.
A los diecisiete años se radicó por primera vez en Buenos Aires. Desde ese momento no paró de girar. De  Montevideo a Rosario, de Rosario a Buenos Aires, de Buenos Aires a Montevideo  y así en círculos, ininterrumpidamente.

Las injusticias sociales lo llevaron a abrazar las ideas anarquistas, y a expandirlas. Sus textos tomaron como  referencia las lecturas de  Bakunin, Kropotkin, Reclus, Malatesta, luego vendrían otras: Zola, Ibsen, Strindberg.
Peleó siempre desde donde estuvo. Con su pluma y con su cuerpo. Las hormigas que llevaba en el corazón lo convertían en un espíritu inquieto.
Según palabras de Lisandro de la Torre  Florencio Sánchez era un “bohemio incapaz de someterse a ninguna disciplina”. Era cierto.

Para mil novecientos, con sólo veinticinco años, ya se había ganado un lugar destacado dentro del circuito  periodístico y en Buenos Aires comenzó a recorrer  los ambientes intelectuales y las oficinas de redacción de los principales diarios.
Luego inició su otro trabajo. Un trabajo imparable. Comenzó a crear su dramaturgia naturalista, realista, única, que lo llevaría a la fama: Gente Honesta, Canillita, M´hijo el Dotor, La Gringa, Barranca Abajo, En Familia… En solo cinco años (de 1903 al 1907) escribió más de quince obras que se transformaron en clásicos. En muy poco tiempo se convirtió en hito de la dramaturgia rioplatense.

…………………………………………………………………………………………………………


Tosía. Tosía y recordaba. Recordaba el día que fue a pedir la mano de Catita, de Catalina Raventos. Recordaba que una tía,  de quien luego sería su mujer,  le preguntó “¿Y usted con que cuenta joven?”. Sonreía por la pregunta pero aún más por su respuesta jactanciosa y soberbia: “con mi pluma señora, cuento con mi pluma”.  El pensamiento lo abstrajo. Amó con el alma a esa chica de buena familia. Él el anarquista, el bohemio, de quien había que tener cuidado por anticlerical, se casaba por iglesia con su gran amor y agradecía caer en los brazos de quien lo ayudaba a  “razonar juiciosamente”. En ese momento del viaje no tosió.  Le quedaban pocos días de vida. Lo sabía. Esos paisajes eran los últimos que vería. Morir en Milán, pensaba, morir tal lejos del Río de la Plata… 

El tren de los Alpes le recordaba a aquel  que iba de Constitución a Banfield. Acá cruzaba el Riachuelo que por aquel entonces no tenía olor. Acá cruzaba el Riachuelo el autor teatral más importante del Río de la Plata, uno de los más destacados de habla hispana. Acá cruzaba una gloria del teatro.

Sobre ese tren lejano, recordaba su época de esplendor, veía al público de pie aplaudiendo a uno de los más perfectos textos para teatro: Barranca Abajo.  Recorría sus puestas en el Teatro Apolo, veía decir sus textos a los grandes actores de la época.


Recorría con su mente, el momento en que se casó, cuando  fue a vivir con su mujer a Buenos Aires. Pasaba el dedo por el polvillo de los muebles de su casa de San Telmo.  Recordaba sus viajes, las orillas que lo contenían como si fuese siempre la misma, porque él fue un nómada de dos orillas, a las que siempre sintió como una, sólo una, siempre la  misma, sin distinción.

Desde Montevideo, en uno de sus tantos viajes Florencio le escribió a su amigo Luis Doello  para que le consiga  una casa en Banfield.  Su salud declinaba cada día un poco más y esto afectaba a su espíritu que pedía trozos de calma.

Para esa época  la zona sur era sinónimo de aire puro, como en Suiza, pero mejor, porque no echaba a nadie.  No por casualidad en Temperley se instalaba el anexo del Hospital Español para Valetudinarios y Crónicos (1904) no por casualidad el Asilo de alienadas (1908) -hoy Hospital Estévez-.

Releía de memoria la respuesta de su amigo, donde le informaba que le había encontrado la casa deseada.  Está “a tres cuadras al sur de la Iglesia; tres piezas, cocina, dependencias, una piecita alta, gallinero, huertecita, jardín al frente. Nada de tapias; alambre tejido y ligustrina”. La casa era la extinta Quinta Las Magnolias, en Medrano 440. Allí se instaló junto a su esposa, su hermano Alberto y su prima  Isabel.
Recordaba que con frecuencia sus amigos iban a visitarlos;  que usaban la pieza de huéspedes cuando “llevados por una conversación animosa” perdían el último tren para su regreso a la urbe.

Florencio amaba las aves. Tenía a Kivi, una calandria domesticada, a quien le hablaba y le enseñaba a entonar el Himno de los Trabajadores,  y una garza que lo seguía por las calles y arqueaba el cuello como un gato cuando Florencio le rascaba la nuca diciéndole “Juancito… Juancito…”.

Cuentan sus amigos que a Florencio le gustaba morder pétalos de flores en pleno trabajo. Cuentan de las rosas color té que crecían en el  jardín, cuentan que Catita las juntaba y que con ellas cubría todos los rincones de la casa, y vestía la mesa sencilla, de pino lavado, y disfrutaba de su aroma.
Cuentan que sobre su escritorio había frutas;  que hincaba las uñas sobre limones y disfrutaba con el perfume de su jugo.


Florencio vivió en Banfield. Podríamos decir que aquí vivió. Que fue aquí donde más vivió. Fue en Banfield donde le cortaba el codito de pan a su esposa, donde la sentaba en sus piernas, donde le decía Catita te amo. En otros lugares moró, residió, yiró, vagó, merodeó deambuló confraternizó discutió; desde otros lugares fue y vino, de Banfield también, pero aquí fue feliz.

…………………………………………………………………………………………………………

El tren lo dejó en Milán. Florencio se encontraba parado con  la valija en la mano decidiendo donde ir.  En la estación la marea humana lo esquivaba a paso rápido. Se había terminado el tiempo de los recuerdos. Tosía. A los pocos días lo internaron en el  hospital de caridad “Fate bene fratelli”. Allí murió. Demasiado joven. Fue un 7 de noviembre de 1910. Su legado continúa vivo.

Bibliografía Consultada

 Julio Imbert , Florencio Sanchez y una carta de Luis Doello Jurado. Buenos Aires. Ed.Pantomimas. 1953

Julio Imbert, Florencio Sanchez Vida y Creación. Buenos Aires. Ed. Paidós. 1954
Pedro Urquiza. Historia del Club Atlético Bánfield. Buenos Aires. Libro del Centenario del C.A.B.
Gabriela Braselli en Florencio Sánchez entre las dos orillas. Getea. Grupo de estudios de Teatro Argentino e Iberoamericano Osvaldo Pellettieri  y Roger Mirza editores. Buenos Aires, Ed. Galerna. 1998
Jorge Lafforgue, Florencio Sánchez. Buenos Aires, CEAL, 1967.
Luis Ordaz, Florencio Sánchez. Buenos Aires CEAL, 1971.
Ignacio Rosso, Anatomía de un genio: Florencio Sánchez. Montevideo, Casa del Estudiante, 1988.
Jorge Dubati, Florencio Sánchez y la introducción del drama moderno en el teatro rioplatense
Rita Gnutzmann Borris, Florencio Sanchez