(Fragmento)
Carlos Fuentes (1928 - 2012)
(...) Nunca hubo tiempo de averiguar
a qué plan diabólico obedeció, o si todo fue la irrupción acelerada de un
fenómeno natural que creíamos domeñado. Tampoco, dónde se inició la rebelión,
el castigo, el destino -no sabemos cómo designarlo. El hecho es que un día, la
cuchara con que yo desayunaba, de legítima plata Christoph, se derritió en mis
manos. No di mayor importancia al asunto, y suplí el utensilio inservible con
otro semejante, del mismo diseño, para no dejar incompleto mi servicio y poder
recibir con cierta elegancia a doce personas. La nueva cuchara duró una semana;
con ella, se derritió el cuchillo. Los nuevos repuestos no sobrevivieron las
setenta y dos horas sin convertirse en gelatina. Y claro, tuve que abrir los
cajones y cerciorarme: toda la cuchillería descansaba en el fondo de las
gavetas, excreción gris y espesa. Durante algún tiempo, pensé que estas
ocurrencias ostentaban un carácter singular. Buen cuidado tomaron los felices
propietarios de objetos tan valiosos en no comunicar algo que, después tuvo que
saberse, era ya un hecho universal. Cuando comenzaron a derretirse las
cucharas, cuchillos, tenedores, amarillentos, de alumno y hojalata, que usan
los hospitales, los pobres, las fondas, los cuarteles, no fue posible ocultar
la desgracia que nos afligía. Se levantó un clamor: las industrias respondieron
que estaban en posibilidad de cumplir con la demanda, mediante un gigantesco
esfuerzo, hasta el grado de poder reemplazar los útiles de mesa de cien millones
de hogares, cada veinticuatro horas.
El cálculo resultó exacto.
Todos los días, mi cucharita de té -a ella me reduje, al artículo más barato,
para todos los usos culinarios- se convertía, después del desayuno, en polvo.
Con premura, salíamos todos a formar cola para adquirir una nueva. Que yo sepa,
muy pocas gentes compraron al mayoreo; sospechábamos que cien cucharas
adquiridas hoy serían pasta mañana, o quizá nuestra esperanza de que
sobrevivieran veinticuatro horas era tan grande como infundada. Las gracias
sociales sufrieron un deterioro total; nadie podía invitar a sus amistades, y
tuvo corta vida el movimiento, malentendido y nostálgico, en pro de un regreso
a las costumbres de los vikingos.
Esta situación, hasta cierto
punto amable, duró apenas seis meses. Alguna mañana, terminaba mi cotidiano
aseo dental. Sentí que el cepillo, todavía en la boca, se convertía en
culebrita de plástico; lo escupí en pequeños trozos. Este género de calamidades
comenzó a repetirse casi sin interrupciones. Recuerdo que ese mismo día, cuando
entré a la oficina de mi jefe en el Banco, el escritorio se desintegró en
terrones de acero, mientras los puros del financiero tosían y se deshebraban, y
los cheques mismos daban extrañas muestras de inquietud... Regresando a la
casa, mis zapatos se abrieron como flor de cuero, y tuve que continuar
descalzo. Llegué casi desnudo: la ropa se habla caído a jirones, los colores de
la corbata se separaron y emprendieron un vuelo de mariposas. Entonces me di
cuenta de otra cosa: los automóviles que transitaban por las calles se
detuvieron de manera abrupta, y mientras los conductores descendían, sus sacos
haciéndose polvo en las espaldas, emanando un olor colectivo de tintorería y
axilas, los vehículos, envueltos en gases rojos, temblaban. Al reponerme de la
impresión, fijé los ojos en aquellas carrocerías. La calle hervía en una
confusión de caricaturas: Fords Modelo T, carcachas de 1909, Tin Lizzies,
orugas cuadriculadas, vehículos pasados de moda.
La invasión de esa tarde a las
tiendas de ropa y muebles, a las agencias de automóvil, resulta indescriptible.
Los vendedores de coches -esto podría haber despertado sospechas- ya tenían
preparado el Modelo del Futuro, que en unas cuantas horas fue vendido por
millares. (Al día siguiente, todas las agencias anunciaron la aparición del
Novísimo Modelo del Futuro, la ciudad se llenó de anuncios démodé del Modelo
del día anterior -que, ciertamente, ya dejaba escapar un tufillo apolillado-, y
una nueva avalancha de compradores cayó sobre las agencias.)
Aquí debo insertar una
advertencia. La serie de acontecimientos a que me vengo refiriendo, y cuyos
efectos finales nunca fueron apreciados debidamente, lejos de provocar asombro
o disgusto, fueron aceptados con alborozo, a veces con delirio, por la
población de nuestros países. Las fábricas trabajaban a todo vapor y terminó el
problema de los desocupados. Magnavoces instalados en todas las esquinas,
aclaraban el sentido de esta nueva revolución industrial: los beneficios de la
libre empresa llegaban hoy, como nunca, a un mercado cada vez más amplio;
sometida a este reto del progreso, la iniciativa privada respondía a las
exigencias diarias del individuo en escala sin paralelo; la diversificación de
un mercado caracterizado por la renovación continua de los artículos de consumo
aseguraba una vida rica, higiénica y libre. «Carlomagno murió con sus viejos
calcetines puestos -declaraba un cartel- usted morirá con unos Elasto-Plastex
recién salidos de la fábrica.» La bonanza era increíble; todos trabajaban en
las industrias, percibían enormes sueldos, y los gastaban en cambiar
diariamente las cosas inservibles por los nuevos productos. Se calcula que, en
mi comunidad solamente, llegaron a circular en valores y en efectivo, más de
doscientos mil millones de dólares cada dieciocho horas. (...)
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