Nicolás Fratarelli
Publicado en "La línea y otros cuentos"
Hace
ya más de diez años, luego de muchas idas y vueltas, decidí comenzar a
construir mi casa en un terreno que era de mi padre.
Justo yo, que
toda mi vida despotriqué contra la
propiedad privada y que me burlé con
sorna de quienes levantaban la bandera de “la casita propia” decidí sentarse
sobre los terrenos cenagosos de, a la que despectivamente llamaba, la “pequeña
burguesía”.
Luego de
muchas noches de desvelos, de urticantes discusiones por los cuestionamientos
de mis compañeros de militancia más dogmáticos,
de extensas charlas con mis amigos más íntimos y con quien era entonces
mi novia y es ahora mi mujer,
decidí llevar adelante el proyecto de hacer
la casa, en la que actualmente vivo junto a mi familia.
Para resolver
algunas paranoias, culpas mal curadas y contradicciones variadas tomé dos
puntos de partida que hiciera que mi
casa no fuera igual a las del resto del barrio: A, que no tenga tejas, que para
mí era la figuración de la mediocridad,
del medio pelo y de la tilinguería (“sobre todo las presuntuosas tejas
francesas, acompañante de las “caidas” de los techos – que además cuanto más
caídas tiene una casa más importante se cree quien vive dentro-“ decía por ese
entonces a todos los que me querían
escuchar); y B, que tuviese un fondo grande para compartir, para
“socializar” -era la palabra adecuada- con amigos, compañeros y seres queridos.
Así fue como
en aquel momento, por recomendación de un amigo maestro mayor de obra con el
que proclamábamos consignas incendiarias y pegábamos afiches colorados, conocí
a Bruno, la persona que iba a estar al
frente de la obra.
Bruno era un
albañil de oficio. Italiano del sur, africano para sus compatriotas del norte.
Introvertido, de pocas palabras, incansable. No se detenía nunca, salvo en determinados momentos del día que
paraba para fumar. Porque Bruno no trabajaba con el cigarrillo encendido en la
boca como hacen muchos que dejan que su pitillo se consuma sin pena ni gloria
entre sus labios, como si nada, por la pura inercia del vicio, no, él paraba. Paraba para fumar. Detenía su trabajo para poner
todos sus sentidos en ese cigarrillo, para vivir ese momento. Para él
ese instante era un acto trascendente, un evento importante en el día. En ese
lapso intemporal interrumpía su tarea y encendía su cigarrillo.
Lo atenazaba
con el pulgar y el índice desde la
primera hasta la última pitada, lo agarraba con esos dedos ásperos, agrestes,
toscos y comenzaba con su rito. Inhalaba como quien recuerda los tiempos
felices de la infancia y exhalaba como
quien expulsa malos augurios. Se deleitaba con cada bocanada, con el aroma del
tabaco, con la espesura de las impurezas que pasaba por su garganta para
agolparse en sus pulmones. Disfrutaba lentamente de su momento como
quien disfruta de un licor, como quien gusta de
un beso.
Me fascinaba
ver como entrecerraba los ojos resistiendo al humo blanco y pastoso que se
enroscaba por su cara buscando vencer la obstinación de sus párpados. A su lado
me sentía Quinto, ese personaje de Italo Calvino en “La especulación
Inmobiliaria”, y a él lo creía Caisotti, ese albañil montañés rudo y esquivo.
Bruno no era
alto, tampoco bajo. Su apariencia era la de un hombre de 65 años, aunque quizá
tuviera varios menos. En su rostro se leía su oficio, en cada arruga una hilada
de ladrillos, en cada frunce de ojos un metro de contrapiso, en cada pata de
gallo un alisado de cemento.
Como es
sabido ni el calor ni el frío tienen compasión por la gente que trabaja en las
obras, en verano el sol hace estragos y
no sabe diferenciar entre un techo de cinc y un cuerpo de carne y hueso, y en
invierno la helada encuentra siempre la fisura oportuna en los borceguíes
carcomidos por la cal para llegar punzante a los pies, a pesar de eso nunca lo
escuché quejarse.
Me
enorgullecía saber que a mi casa la estaba haciendo un tipo que silbaba cuando
trabajaba. Aún conservo una foto que le saqué sentado en el andamio, con su
gorra de jubilado, pantalones y camisa grafa color azul, mientras revocaba. Lo
admiraba cuando lo veía acomodar los tablones como si fueran muebles caros,
cuando lo veía mojar los ladrillos para ubicarlo en el lugar exacto, cuando lo veía hacer el pastón concentrado
como si estuviera haciendo un hito trascendente para la humanidad.
Un día nos
detuvimos a charlar de nuestras vidas. Estábamos entumecidos, le llevé una taza
con un café bien caliente que agarró con las dos manos. Me contó que hacía
veintitrés años había comenzado a levantar su casa y “si Dios quiere este año
termino el frente que es lo último que me queda”.
Con el
objetivo de conseguir la jubilación italiana, un tiempo antes de conocernos se
había ido trabajar al pueblo donde nació.
Se quedó dos años, el tiempo necesario para hacer todos los aportes y
todos los trámites necesarios. En ese interín por necesidad conoció Roma y
aprovechó para visitar el Vaticano. Allí su vida cambió. Dijo: “Nunca vi nada
igual, tanta historia, tanta majestuosidad, tanto brillo tanta belleza y tanta
injusticia a la vez, allí sentí más que nunca como la iglesia está cada vez más
cerca de los grupos empresarios y más lejos de la gente, y me di cuenta que el papa no tiene ninguna
sensibilidad espiritual, apenas es un político más…”
Bruno siguió
hablando, pero a partir de ese momento yo ya había dejado de escucharlo. Estas
últimas palabras me envolvieron. Esta
simple frase me bastó para terminar de completar mi composición de Bruno.
Lo imaginé
joven con la bandera roja traída desde su pueblo a este, su nuevo mundo llamado
Lanús, lo veía armando barricadas junto a otros jóvenes inmigrantes. En mis entrañas me sentía cada
vez más el personaje de Italo Calvino hablando con el constructor. Imaginaba a
Bruno blasfemando en italiano, despotricando contra la curia, tirándole piedras
a la iglesia de su pueblo y teniendo problemas para casarse porque el sacerdote
que lo acusaba de “partisano”
Lo pensaba
socialista, o quizá anarquista. “Seguro que vino a la Argentina luego de
desertar del ejercito de los camisas negras,” pensaba yo mientras Bruno
hablaba. Por un momento no encontré diferencias entre Sacco, Vanzetti y él.
Bruno seguía
hablando apropiándose del calor de la taza con sus manos. Yo seguía sin
escucharlo. Sólo lo miraba, estábamos sentados uno en frente del otro
sobre bolsas de cal apiladas. Veía
asomar del bolsillo de su camisa dos cigarrillos sueltos que había comprado en
el quiosco de la esquina de la obra, observaba su barba crecida, sus ojos
gastados, su particular modo de gesticular, su bolso negro empolvado, su vianda que esperaba hacerse mediodía. Hasta
que de pronto abruptamente desperté de mi nube,
cuando lo escuche decir que como la iglesia se había alejado de la gente
y no daba respuestas a quienes la requerían, hacía poco tiempo se había sumado
a las filas de una agrupación de Testigos de
Jehová. Cuando escuché este último comentario quedé perplejo.
Decepcionado. Desencantado. Aunque
confieso que quedé más tranquilo cuando agregó “todavía no estoy del todo
integrado porque me piden dejar de fumar, y no puedo”.
A las pocas
horas de esta charla, y como conciente acto político, quizá uno de los últimos
de esa época, quizá el más revolucionario de todos, le llevé de regalo un par que cartones de
cigarrillos. Aduje que estaban de oferta, que los compré circunstancialmente en
un negocio de ocasión, no quise explicarle que era mi manera de seguir
sintiéndome Quinto un rato más y de extender mi sueño.
Hoy, diez años después, mi amigo
el constructor me cuenta que Bruno sigue con su gorra de jubilado, porque ya
está jubilado, que aun no terminó el frente de su casa, que continúa esperando
la jubilación de Italia y que todavía, sigue fumando.
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