miércoles, 30 de noviembre de 2011

Literatura / Franz Kafka

Un artista del trapecio
Frank Kafka (1883-1924)

Traducción Jorge Luis Borges
Ilustraciones Frank Kafka

Un artista del trapecio -como se sabe, este arte que se practica en lo alto de las cúpulas de los grandes circos es uno de los más difíciles entre todos los asequibles al hombre- había organizado su vida de tal manera -primero por afán profesional de perfección, después por costumbre que se había hecho tiránica- que, mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en el trapecio. Todas sus necesidades -por otra parte muy pequeñas- eran satisfechas por criados que se relevaban a intervalos y vigilaban debajo. Todo lo que arriba se necesitaba lo subían y bajaban en cestillos construidos para el caso.
  
De esta manera de vivir no se deducían para el trapecista dificultades con el resto del mundo. Sólo resultaba un poco molesto durante los demás números del programa, porque como no se podía ocultar que se había quedado allá arriba, aunque permanecía quieto, siempre alguna mirada del público se desviaba hacia él. Pero los directores se lo perdonaban, porque era un artista extraordinario, insustituible. Además era sabido que no vivía así por capricho y que sólo de aquella manera podía estar siempre entrenado y conservar la extrema perfección de su arte.

Además, allá arriba se estaba muy bien. Cuando, en los días cálidos del verano, se abrían las ventanas laterales que corrían alrededor de la cúpula y el sol y el aire irrumpían en el ámbito crepuscular del circo, era hasta bello. Su trato humano estaba muy limitado, naturalmente. Alguna vez trepaba por la cuerda de ascensión algún colega de turné, se sentaba a su lado en el trapecio, apoyado uno en la cuerda de la derecha, otro en la de la izquierda, y charlaban largamente. O bien los obreros que reparaban la techumbre cambiaban con él algunas palabras por una de las claraboyas o el electricista que comprobaba las conducciones de luz, en la galería más alta, le gritaba alguna palabra respetuosa, si bien poco comprensible.

A no ser entonces, estaba siempre solitario. Alguna vez un empleado que erraba cansadamente a las horas de la siesta por el circo vacío, elevaba su mirada a la casi atrayente altura, donde el trapecista descansaba o se ejercitaba en su arte sin saber que era observado.

Así hubiera podido vivir tranquilo el artista del trapecio a no ser por los inevitables viajes de lugar en lugar, que lo molestaban en sumo grado. Cierto es que el empresario cuidaba de que este sufrimiento no se prolongara innecesariamente. El trapecista salía para la estación en un automóvil de carreras que corría, a la madrugada, por las calles desiertas, con la velocidad máxima; demasiado lenta, sin embargo, para su nostalgia del trapecio.

En el tren, estaba dispuesto un departamento para él solo, en donde encontraba, arriba, en la redecilla de los equipajes, una sustitución mezquina -pero en algún modo equivalente- de su manera de vivir.

En el sitio de destino ya estaba enarbolado el trapecio mucho antes de su llegada, cuando todavía no se habían cerrado las tablas ni colocado las puertas. Pero para el empresario era el instante más placentero aquel en que el trapecista apoyaba el pie en la cuerda de subida y en un santiamén se encaramaba de nuevo sobre su trapecio. A pesar de todas estas precauciones, los viajes perturbaban gravemente los nervios del trapecista, de modo que, por muy afortunados que fueran económicamente para el empresario, siempre le resultaban penosos.

Una vez que viajaban, el artista en la redecilla como soñando, y el empresario recostado en el rincón de la ventana, leyendo un libro, el hombre del trapecio le apostrofó suavemente. Y le dijo, mordiéndose los labios, que en lo sucesivo necesitaba para su vivir, no un trapecio, como hasta entonces, sino dos, dos trapecios, uno frente a otro.

El empresario accedió en seguida. Pero el trapecista, como si quisiera mostrar que la aceptación del empresario no tenía más importancia que su oposición, añadió que nunca más, en ninguna ocasión, trabajaría únicamente sobre un trapecio. Parecía horrorizarse ante la idea de que pudiera acontecerle alguna vez. El empresario, deteniéndose y observando a su artista, declaró nuevamente su absoluta conformidad. Dos trapecios son mejor que uno solo. Además, los nuevos trapecios serían más variados y vistosos.

Pero el artista se echó a llorar de pronto. El empresario, profundamente conmovido, se levantó de un salto y le preguntó qué le ocurría, y como no recibiera ninguna respuesta, se subió al asiento, lo acarició y abrazó y estrechó su rostro contra el suyo, hasta sentir las lágrimas en su piel. Después de muchas preguntas y palabras cariñosas, el trapecista exclamó, sollozando:
-Sólo con una barra en las manos, ¡cómo podría yo vivir!
Entonces, ya fue muy fácil al empresario consolarlo. Le prometió que en la primera estación, en la primera parada y fonda, telegrafiaría para que instalasen el segundo trapecio, y se reprochó a sí mismo duramente la crueldad de haber dejado al artista trabajar tanto tiempo en un solo trapecio. En fin, le dio las gracias por haberle hecho observar al cabo aquella omisión imperdonable. De esta suerte, pudo el empresario tranquilizar al artista y volverse a su rincón.

En cambio, él no estaba tranquilo; con grave preocupación espiaba, a hurtadillas, por encima del libro, al trapecista. Si semejantes pensamientos habían empezado a atormentarlo, ¿podrían ya cesar por completo? ¿No seguirían aumentando día por día? ¿No amenazarían su existencia? Y el empresario, alarmado, creyó ver en aquel sueño, aparentemente tranquilo, en que habían terminado los lloros, comenzar a dibujarse la primera arruga en la lisa frente infantil del artista del trapecio.

Ensayo / Gilles Lipovetsky

Gilles Lipovetsky
La era del vacio (fragmento)
1983


“El hombre indiferente no se aferra a nada, no tiene certezas absolutas, nada le sorprende, y sus opiniones son susceptibles de modificaciones rápidas; para alcanzar un grado tal de socialización, los burócratas del saber y del poder tienen que desplegar tesoros de imaginación y toneladas de informaciones. Revolución sin finalidad, sin programa, sin victima ni traidor, sin afiliación politica. “

 “… en el momento en que el capitalismo autoritario cede el paso a un capitalismo hedonista y permisivo, acaba la edad de oro del individualismo, competitivo a nivel económico, sentimental a nivel doméstico, revolucionario a nivel político y artístico, y se extiende un individualismo puro, desprovisto de los últimos valores sociales y morales que coexistían aun con el reino glorioso del homo economicus, de la familia, de la revolución y del arte. Emancipada de cualquier marco trascendental, la propia esfera privada cambia de sentido, expuesta como esta únicamente a los deseos cambiantes de los individuos. Si la modernidad se identifica con el espíritu de empresa, con la esperanza futurista (…) el narcisismo inaugura la posmodernidad, última fase del homo aequalis… el narcisismo contemporáneo se extiende en una sorprendente ausencia de nihilismo trágico…el narcisismo ha abolido lo trágico y aparece como una forma inédita de apatía hecha de sensibilización epidérmica al mundo a la vez que profunda indiferencia hacia él.”

sábado, 26 de noviembre de 2011

Literatura / Jairo Aníbal Niño

 Jairo Aníbal Niño
(Colombia 1941-2010)

Sus primeros pasos recorrieron los caminos de las artes plásticas y la Pintura. Luego se dedicó a la actuación, a la dirección teatral y a la dramaturgia. Fue profesor universitario. Escribió obras de teatro (Golpe de Estado, El monte calvo, Las bodas del hojalatero), guiones de cine (Efraín González, El manantial de las fieras),  cuentos y relatos  (Toda la Vida, Puro Pueblo) pero su mayor reconocimiento se produce como escritor de literatura infantil en el que se destacan obras como “Zoro”(1977) y sus libros de poemas “La alegría del querer”(1986) y “Preguntario”(1998).

PREGUNTARIO
(Selección)

USTED
Usted que es una persona adulta - y por lo tanto- sensata, madura, razonable, con una gran experiencia y que sabe muchas cosas, ¿qué quiere ser cuando sea niño?

 ¿QUÉ ES EL GATO?
El gato 
es una gota
de tigre.

¿QUÉ ES EL RÍO?
El río es un barco que se derritió.

¿QUÉ ES LA GAVIOTA?
La gaviota es un barquito de papel
que aprendió a volar.


¿QUÉ ES LA TRISTEZA?
La tristeza es un ajedrecista
que siempre
juega con las piezas grises.

¿QUÉ ES EL MAR?
Para el pez volador
el mar es una isla rodeada de tierra
por todas partes.

¿SI LOS ENAMORADOS VIVIERAN EN LA LUNA?
Si los enamorados vivieran en la luna
en noches de tierra llena
- tomados de la mano-
contemplarían el océano azul de nuestro planeta
y lo verían lleno de estrellas de mar.

¿QUÉ ES EL SILENCIO?
El silencio son seis cuerdas sin guitarra.

¿PORQUÉ LAS JIRAFAS TIENEN EL CUELLO TAN LARGO?
Las jirafas tienen el cuello tan largo porque necesitan mordisquear las altas hojas de los árboles para tener la ilusión de que se alimentan de ventanas.


¿QUÉ ES LA DESPEDIDA?
La despedida es una mano
que es un pañuelo
que es el corazón
y la distancia. 
La despedida
es una mano
que es un pañuelo
que es una mano
en el corazón
de la distancia.

(Ilustraciones: Erika Fratarelli)

viernes, 25 de noviembre de 2011

Ciudad y Literatura / Borges y la Ciudad

Borges y la ciudad
(O como seguir hablando de la calle Arenales)               

“Buenos Aires, desde luego, es algo más que una determinada extensión surcada de calles que se cortan en línea recta y en las que hay muchas casas bajas y muchos patios. Para todo porteño, Buenos Aires, al cabo de los años, se ha convertido en una especie de mapa secreto de memorias, de encuentro, de adioses, acaso de agonía y humillaciones, y tenemos dos ciudades: una la ciudad pública que registra los cartógrafos, y otra, la íntima y secreta ciudad de nuestras biografías.”
Borges. El mapa secreto. 1956

jueves, 24 de noviembre de 2011

Ciudad / Calle Arenales

Calle Arenales
N.F
En general se cree que la calle Arenales de Banfield no tiene el estilo de la calle Arenales de Barrio Norte.
Sobre todo esto lo puede pensar alguna persona con mentalidad centralista que considera al Barrio Norte como el ombligo del mundo y supone a Banfield como una localidad “aledaña”, algún suburbio “alejado” o como un simpático pueblo de los alrededores de Londres.
(No es casualidad que la historia de la patria se resuma entre la rivalidad del centro y la periferia. Desde nuestros orígenes discutimos unitarios y federales, y aún la cuenta no está saldada).
Aquellos, los de mentalidad centralista, digo,  creen que la calle Arenales de Barrio Norte es la única calle Arenales posible, o por lo menos la más destacada dada su identidad, poesía, elegancia, carácter y aristocracia.  Sacan pecho con razón nombrando a Horacio Ferrer, y a muchos se los puede ver orgullosos, en noches claras, con medio melón en la cabeza caminando hasta la esquina que conforma esa calle con Callao para ver a la luna pasar. Puede ser que haya algo de cierto en todo esto, puede ser, pero de lo que estoy seguro es que aquella calle Arenales, aquella la de Barrio Norte,  no tiene lo que esta: ni a Aníbal dando clases de música, ni el sonido de un saxo en un ensayo saliendo de la ventana que uno escucha cuando pasa por su vereda.

martes, 22 de noviembre de 2011

Música / Melody Gardot

Una rubia de Gafas negras
Nicolás Fratarelli
A Zulema por su fuerza y su corazón lleno de música
En el auto volviendo a casa, tarde, pasada la media noche, escuché en la radio un tema que me hizo subir el volumen. Escuché una voz de mujer, dulce y cadenciosa, un ritmo tranquilo, una música amortiguada, serena con algo de folk,  algo de blue y mucho swing.  Presto atención al locutor que anuncia el tema, raro por estos días en la radio, y anoto, en la libreta que siempre me acompaña, el nombre de la canción y de la artista que la interpretaba.
Sentí que esta cantante debía estar al lado de los otros  músicos que me suelen acompañar. Al día siguiente, compré el disco.
Leí la historia que reflejaba el libro interno del CD, donde están las letras de las canciones. Mientras iba escuchando toda la obra, miraba la tapa, veía a una chica joven, rubia, bella, de expresión triste, con anteojos negros.  Influido por la reseña del CD comencé a bucear en su historia.

No la conocía, pero ya para ese época, hace un par de años, Melody Gardot, (New Jersey, 2-2-85)  era una de las nuevas figuras del mundo del jazz.  Paradójicamente una desgracia la llevó a componer música, a cantarla y a grabarla. La historia es conocida en el ambiente. A los diecinueve años, Gardot, sufrió un accidente de tránsito. Una camioneta prepotente, un semáforo en rojo no obedecido, una joven que andaba en bicicleta, un cuerpo tendido en el piso de asfalto, ambulancia, policía.
Además de quedar con los huesos rotos, Melody sufrió traumatismos en su cabeza y lesiones en su médula que la dejaron con graves problemas neuronales y le ocasionaron inconvenientes  en el habla, en la expresión, en la coordinación y en su  memoria, aparte de  de producirle hipersensibilidad a la luz (por eso el uso de  las gafas negras hasta el día de hoy)  y al sonido.
Uno de sus médicos, toma el interés de Melody por la música y  la estimula a componer y cantar como modo de rehabilitar las vías nerviosas de su cerebro. Parecía una tarea difícil para alguien que debía aprender nuevamente a realizar las labores más elementales de la vida cotidiana como cepillarse los dientes o aprender a caminar, pero Melody puso lo suyo y pudo.
Escribió y  grabó sus primeras canciones en la cama y las  subió en iTunes (un reproductor de multimedia destinado a descargar música) a modo de llevar afuera todo su dolor y su esperanza. Estas primeras letras  trataban sobre su lucha por vencer su discapacidad. Por vencer. Hizo cuño su problema, puso en  palabra su pelea. La emisora radial de la universidad de Filadelfia la descubre y poco después una de las discográficas más importantes de EEUU edita su primer album: “Worrisome Heart” (2006) ese disco que tiene el tema que esa noche volviendo a casa, tarde, escuché, que compré al día siguiente y que ahora me acompaña a cualquier hora.
Worrisome Heart
I need a hand with my worrisome heart
I need a hand with my worrisome heart
I would be lucky to find me a man
Who could love me the way that I am
With this here worrisome heart.


I need a break from my troubling ways
I need a break from my troubling ways
I would be lucky to find me a man
Who could love me the way that I am
With all my troubling ways
I need a man who got no baggage to claim
I need a man who got no baggage to claim
I would be lucky to find me a man
Who could love me the way that I am
A worrisome troubling baggage free modern day dame,
a worrisome troubling baggage free modern day dame
Ain't no body the same

martes, 15 de noviembre de 2011

Literatura / H.P. Lovecraft

El Extraño
Howard Phillips Lovecraft
1890-1937

Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza. Desgraciado aquel que vuelve la mirada hacia horas solitarias en bastos y lúgubres recintos de cortinados marrones y alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas sus ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron... a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado; sin embargo, me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenaza con ir más allá, hacia el otro.
No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra, sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo se podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar.
Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haber atendido a mis necesidades; sin embargo, no puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni ninguna cosa viviente salvo ratas, murciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que, quienquiera que me haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo, puesto que mi primera representación mental de una persona viva fue la de algo semejante a mí, pero retorcido, marchito y deteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos esparcidos por las criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestro alguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas..., ni siquiera la mía; ya que, si bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió hablar en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi mente, ya que no había espejos en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como un semejante de las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba.
Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, solía pasarme horas enteras soñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo soleado allende de la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero a medida que me alejaba del castillo las sombras se hacían más densas y el aire más impregnado de crecientes temores, de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a extraviarme en un laberinto de lúgubre silencio.
Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que en mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis manos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda se hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejor era vislumbrar un instante el cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día.
A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se interrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, seguí mi peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños; negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados murciélagos. Pero más horrenda aún era la lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me envolvían no se disipaban y un frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío me preguntaba por qué no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo. Se me antojó que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano libre en busca del antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia afuera y arriba y calcular a qué altura me encontraba.
De pronto, al cabo de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel precipicio cóncavo y desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debía haber ganado la terraza o, cuando menos, alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé un obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un mortal rodeo a la torre, aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi mano, tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba, empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance. Arriba no apareció luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por el momento mi ascensión había terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conducía a una superficie plana de piedra, de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna elevada y espaciosa cámara de observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la pesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto sobre el piso de piedra, oí el alucinante eco de su caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla cuando fuese necesario.
Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, me incorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar por vez primera el cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías de mármol cubiertas de aborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba qué extraños secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillo subyacente. De pronto mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cual colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro. Hecho esto, me invadió el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una ornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la puerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que nunca había visto antes, salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevía a llamar recuerdos.
Seguro ahora de que había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños que me separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad tuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que hallé abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor a precipitarme desde la increíble altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna.
De todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo insondable y grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse al terror de lo que ahora estaba viendo; de las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí era tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionante perspectiva de copas de árboles vistas desde una altura imponente, se extendía a mi alrededor, al mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos diversos por medio de lajas de mármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado capitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna.
Medio inconsciente, abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese frenético anhelo de luz; ni siquiera el pasmoso descubrimiento de momentos antes podía detenerme. No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba resuelto a ir en pos de luminosidad y alegría a toda costa. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito y mis circunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleante marcha, se insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito, sin rumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo para internarme, lleno de curiosidad, por praderas en las que sólo alguna ruina ocasional revelaba la presencia, en tiempos remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado un rápido río cuyos restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho tiempo atrás desaparecido.
Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: un venerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de alucinante familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había sido rellenado y que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo que se erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el máximo interés y deleite fueron las ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al exterior ecos de la más alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré al interior y vi un grupo de personas extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana. Como jamás había oído la voz humana, apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras tenían expresiones que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran absolutamente ajenas.
Salté por la ventana y me introduje en la habitación, brillantemente iluminada, a la vez que mi mente saltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podido concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un inesperado y súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas las gargantas los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y del pánico varios sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se taparon los ojos con las manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante, derribando los muebles y dándose contra las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numerosas puertas.
Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo lo viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí detectar una presencia... un amago de movimiento del otro lado del arco dorado que conducía a otra habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la presencia con más nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití -un aullido horrendo que me repugnó casi tanto como su morbosa causa-, contemplé en toda su horrible intensidad el inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra de su mera aparición, había convertido una alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos.
No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo que es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de este mundo -o al menos había dejado de serlo-, y, sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me estremecía más aún.
Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me tenía apresado este monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, se negaban a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté de levantar la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y, bamboleándome, di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de pronto la angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de oír. Poco menos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétida imagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto mis dedos tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo extendía por debajo del arco dorado.
No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos.
Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación que se erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados.
Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el supremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se desvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal y execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo de mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las catacumbas de Nefre-Ka, en el recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y, sin embargo, en mi nueva y salvaje libertad agradezco casi la amargura de la alienación.
Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué la fría e inexorable superficie del pulido espejo.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Literatura / Paredes blancas... (La falta y otros cuentos)

Paredes blancas con algunos clavos sin sentido
(Fragmento)
Publicado en La falta
Nicolás Fratarelli

Los puntos plateados que forman las cabezas de los clavos en las paredes blancas, armaban un dibujo que parecía sacado de un cuadro de Kandinsky;  las huellas marcadas en el piso de madera, la bombilla que cuelga del techo, y que el viento bambolea sin sentido, marcan una vida que ya es pasado.
Por la ventana, sin cortina,  sin ningún tamiz que la enmarque,  entra un sol que baña todo el ambiente de manera escandalosa, que golpea como un cachetazo, que se adueña del lugar y lo muestra impudoroso, vacío, sin rugosidades, sin gradaciones, sin matices sin tintes sin colores.
Tercer piso be, por escalera. El departamentito de Belgrano que acompañó sus primeros sueños, que los vio crecer, que los vio peregrinar de la juventud a la adultez, que impregnó sus paredes de acordes  disonantes, aumentados, disminuidos,  de pronto se  había convertido en un  Dpto. 3amb amp,coc amueb. Mb.Bño compl. Oport. 15-18h,  o para decirlo de otra manera, en un objeto de consumo, en una cosa que comenzaba a tener un valor de mercado, con contrato de compra-venta y una escritura que comienza diciendo “en la ciudad de, partido de, jurisdicción de, siendo tal día, de tal año, Elvira, Elvirita, desde ahora la parte vendedora, comparece frente a mí, escribano público, matrícula ta ta ta…”



Allí estaba la biblioteca de madera que hizo José con sus propias manos. Los libros que se fueron acomodando, al principio uno al lado del otro prolijamente,  luego  uno encima de otro y después a como dé lugar. Más allá estaba el escritorio, en aquel rincón el piano,  vertical,  y el mueblecito  de las partituras,  “¿dónde puse las partituras?, ah, sí, en las cajas con cintas verdes, sí, sí las separé para que no se mezclen con el resto…”

Elvira, sentada, recorriendo con la mirada el departamento que dejaba, el hogar que dejaba -que dejaba ella porque José hacía tiempo que ya lo había dejado, que ya la había dejado- esperaba el camión que llevaría el piano. El piano y el asiento donde ella estaba sentada, era todo lo que quedaba por quitar del lugar. Días antes  un camión de mudanza había llevado todo a su nuevo departamento de Palermo que tenía un gran balcón (“bcon- tza a est. exc. lumin”) desde donde veía el zoológico, y se distinguía a la perfección la  jaula de los leones, de las jirafas y demás animales trasplantados desde su lugar de origen.  Sentada, cargando con el sol de frente, veía el mueble de estilo que tanto quiso, el de las gárgolas en los marcos, el de los herrajes de bronce, el de las puertas con vidrios biselados, el que estaba pensado sólo para estar ubicado en ese lugar, enclavado en una protuberancia que conformaban la unión de una saliente de la pared con una mocheta indeseable producto de una columna que hubo que poner a último momento para corregir un error de cálculo estructural. “Quienes  gusten de este mueble amarán esta casa” le había dicho a uno de los vendedores de la inmobiliaria que con una carpeta negra bajo el brazo la miraba impasible.
Sentada,  veía el piano, el que tocaba José. Donde ensayaba José. Recordaba esas noches en el Colón: El orgullo que sentía por los aplausos que recibía su marido en cada función, las cenas con los demás músicos que lo admiraban, los comentarios elogiosos de sus colegas, las invitaciones permanentes, los viajes, los reconocimientos.  Llevaba consigo, desde el primer día que la obtuvo, la medalla con que lo premiaron como el mejor concertista de piano de su camada  y que José le regaló el día en que le declaró su amor.