La Persistencia; Cortázar, la ciudad y viceversa; una introducción
arbitraria, y la bella historia de un ramito de jazmines. (1)
Nicolás Fratarelli
Inmediatamente después de
cortar la comunicación con Sylvia Bonfiglio (2) luego de que me invitara
a participar de este homenaje (cosa que agradezco),
me puse a pensar en qué decir sobre Cortázar. Me puse a pensar en qué decir
sobre un escritor del que se ha dicho prácticamente todo. Me puse a pensar en qué
decir sobre unos de los autores más deshilvanados de la historia de la
literatura argentina.
Pensé en que nada nuevo se
puede decir sobre este hombre que reúne en general más fanatismos que recelos,
pensé poco se puede agregar sobre este hombre (siempre) joven que, después de 101 años de su nacimiento,
aún circula por las letras con la misma vitalidad con la de un boxeador escapa de los puños de su
contrincante, con el mismo ímpetu con el que un niño actual elige jugar a la
“play” antes que a la rayuela.
Pensé entonces en que lo único
nuevo que podría aportar yo -un tipo maduro que roza casi con lo rancio- es una
mirada propia, tamizada apenas por la propia vida (buena, mala, interesante o
mediocre como cualquier vida).
Entonces, en medio del
pensamiento, allí, como quien no quiere la cosa se asomó un concepto que me
representa y que se me presenta recurrentemente: el de la Persistencia. Que vendría
a ser algo así como aquello que todo bípedo que transcurre por la tierra tiene
encima de sí, más allá y más acá de él mismo.
Trataré de explicarlo.
Se dice, con frecuencia que si
los seres humanos fuéramos tableros eléctricos, las mujeres o el género
femenino, como se dice ahora (durante mi niñez el “genero” era un trozo de tela
que compraban las madres en las sederías para hacer delantales y polleras)
serían un tablero con muchas llaves, con múltiples interruptores de diversas
formas, tamaños, funciones y destinos y todos podrían funcionar a la vez, de
ser necesario.
Se dice, también (“la gente
lo dice en la calle”) que si fuera el hombre, el género masculino, un
tablero eléctrico este podría funcionar simplemente con tres llaves, que sólo
prestarían servicio una por vez y que
movilizarían apenas tres funciones, a saber: fútbol, comida y mujeres; en ese
orden (la primera llave –la del fútbol- existente desde que un grupo de ociosos
británicos inventaron esa actividad para el bien de la humanidad y el mal humor
de amas de casa, y las segundas dos –comida y mujeres- existentes desde que el
mundo es mundo).
Lejos de querer ser presumido,
debo confesar, particularmente que, en mi caso la genérica llave del fútbol
está reemplazada por la específica llave “Ríver”, y a las otras dos llaves
elementales de mi género, (quizá por la exacerbación del lado femenino que uno
tiene y que genera lo inevitable, lo inexorable,
lo que no tiene remedio) se le suman otras dos: la de la literatura y la del
amor por la ciudad, que junto a las otras tres primeras llaves interruptoras ya
enunciadas, suscitan un circuito inevitable
que conforma: lo persistente.
Por lo tanto, dejando lo más
interesante de lado (los tres primeros botones) y dado que nos convoca un tema
con pretensiones culturales, trataré de organizar algunas ideas activando las
llaves donde Cortázar (él sí un hombre fuera de lo común lleno de
circuitos complejos), la ciudad y viceversa estén en el centro del tema.
Así
que vayamos al grano porque primero, lo primero.
Para todos los que estamos
aquí, Cortázar es Banfield.
El “belgicano”, para todos
nosotros es “banfileño”.
Punto.
Todos conocemos la historia.
Cortázar llegó a los cuatro años a Banfield en 1918, estudió en la escuela
10, y vivió a costado del Roca hasta que
un día, empezada su primera juventud, se fue y nunca más volvió.
Chau.
Adiós pampa mía, dijo, me voy
a tierras extrañas.
Cortázar tomó el tren. Y se
fue.
Andén 4.
Constitución ida.
Sin embargo todos nosotros
sabemos que Banfield estuvo presente siempre en su obra.
¿Hace falta repetir que “Los
venenos”… o “La señorita Cora”…? ¿Hace falta aclarar que cuando escribió “Casa
Tomada” –dicen en Chivilcoy, dicen en su casa de Villa del Parque- pensó en su
casa de Banfield a tal punto que la sitúa en la calle Rodríguez Peña? ¿Hace
falta aclarar que sus rayuelas infantiles las dibujó sobre las “vederas”
arboladas de este paraje del sur? ¿Hace falta decir que aunque su poema
lo tituló “Veredas de Buenos Aires” sus veredas evocan las veredas que
circulaba Cortázar de niño y que hoy pisamos nosotros en este tiempo que nos
toca transcurrir?
Cortázar siguió sus estudios
secundarios en el Colegio Mariano Acosta mientras vivía en Banfield. En ese
momento sí: tren ida y vuelta. Para ese entonces empezó a conocer la ciudad y
la vida de joven adulto. Se anexaron en él nuevas llaves interruptoras como el
jazz, el boxeo, las librerías de usado.
Luego, la mudanza.
Villa del Parque (hoy
Agronomía).
Calle Artigas (hoy Cortázar).
Después París y apenas algunos
regresos a la Argentina. Pocos regresos, contados, seis, siete, ocho… no muchos
más. Tal vez diez a lo largo del resto de su vida y casi todos por motivos
familiares, salvo el último (dice Liliana Heker).
Un día, paseando por la calle
Florida, Julio cruzó un túnel. El túnel del tiempo y del espacio.
Lo describe en “el último
cielo”.
Un día quizá saliendo del
Richmond (reducto también de Borges y de martinfierristas hoy convertido en un
comercio de ventas de zapatillas de marca) un día, quizá saliendo del Richmond,
repito, se dirigió a la Galería Güemes y
en la confusión en vez de salir a la sombreada calle San Martín salió a la Rue
Vivienne porque la galería Güemes había
dejado de ser tal para convertirse en esa otra que tomaba el nombre de esa
calle parisina que a los pocos metros de ese lugar choca con el ingreso al museo del Louvre.
Del libro de Diego Tomasi
“Cortázar por Buenos Aires Buenos Aires por Cortázar” (que humildemente creo
que habla más de lo primero que de lo segundo) rescato una idea y la bella
anécdota del jazmín.
La idea es que todas las veces
que Cortázar escribió sobre Buenos
Aires, siempre escribió sobre una ciudad ideal. Comparto. Comparto esa idea.
Creo que es así y que por eso (como también dice Tomasi) París para Cortázar no
fue más que “el barrio que nunca encontró en Buenos Aires”. Un barrio más. Y desde allí (que es su acá)
expuso todo su talento, para escribir, en forma idealizada, lo bueno y lo malo
de esta ciudad.
Y sí.
Las cosas son así…Nadie es
ferpecto.
Cortázar era un argentino,
nacido en Bélgica, un porteño que vivía en París, una de las plumas más
importantes del idioma español que escribía en una tierra francoparlante pero
sobretodo era un tipo que llevaba impregnado lo oculto de forma manifiesta.
Porque lo oculto se le
percibía como una especie de aura de acero que se convertía en yelmo y armadura
cotidiana.
Durante lo que sería su última
visita a la Argentina, a Cortázar le regalaron un ramito de Jazmín. Cortázar,
estaba en el bar Ouro Preto de Corrientes y Talcahuano en medio de un reportaje
y una chica que lo reconoció a través de la ventana le compró un ramo de
jazmines, entró al bar y se lo regaló. “Es para vos”, dicen que le dijo.
Cortázar agradeció a la chica
con un beso en la mano y llevó los jazmines a su cara. Percibió tristemente que
en ese aroma, que en ese gesto, estaba todo lo que amaba y rechazaba de la
ciudad y de la Argentina.
Porque a las patadas Cortázar
llevaba en el bolsillo de su armadura a Buenos Aires, como si fuera “cajita de
fósforo”, porque Cortázar con su alma blanda arrastraba su destino como
arrastraba esa egrre tan agrrgrentina.
Cuando Cortázar recibió el
ramo de jazmín Cortázar ya era Cortázar.
Cuando Cortázar recibió el
ramo de jazmín ya era un escritor
consagrado en el mundo o sea, ya era un hombre que firmaba autógrafos hasta a
los que nunca lo llegaron a leer.
…Esa noche Cortázar volvió al
hotel que lo abrigaba en su propia ciudad, volvió como lo hace un turista en un
lugar extraño. Volvió solo. Y caminó hasta su habitación siempre con los
jazmines en la mano que no era otra cosa que su persistencia a flor de ramo.
Puso, me imagino, los jazmines
en el agua que sacó de la canilla del baño, improvisó un florero con un vaso
neutro, de esos que se usan para enjuagar la boca luego del lavado de dientes,
colocó los jazmines en su mesa de luz y se durmió a su lado, me imagino,
pensando bajito, mientras afuera las luces del cartel de neón se prendían y
apagaban indecisas, infinitas, relampagueantes.
A los pocos días Cortázar
regresó a París.
El perfume de aquellas flores
fue uno de los últimos aromas que se llevó de Buenos Aires.
Esta vez sí, Cortázar se fue y
nunca más volvió, aunque para muchos de nosotros (a pesar de la lectura crítica
que podamos hacer sobre su obra y su figura) ese flaco alto de manos huesudas,
nunca cruzó esa Galería Güemes y entre las zapatillas de marca aún está tomando
su cafecito y recita un poema que dice así:.
(1) Lectura en el del
Homenaje 101 años del nacimiento de Cortázar Teatro El Refugio Banfield el 26
de agosto de 2015.
(2) Organizadora del
Homenaje junto con el Colectivo El Banfileño.
Excelente Nico!!!
ResponderEliminarGracias Mario.
ResponderEliminarGracias Mario.
ResponderEliminarBrillante Nicolás!!!
ResponderEliminarSergio A. Caracciolo
Abrazo Sergio.
EliminarAbrazo Sergio.
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