PEDRO
ORGAMBIDE
EL MAPA DADO VUELTA
EL MAPA DADO VUELTA
“Nuestro norte es el Sur”, declaraba en 1936 el pintor
uruguayo Joaquín Torres García. Un punto de vista compartido por otros artistas
latinoamericanos, que hicieron suyas las reformas estéticas del siglo XX.
Para la revista TodaVÍA, diciembre de 2002
América Latina siempre ha sido una fiel receptora de los cambios que se operaban en el mundo, en los centros políticos y económicos de Europa. Esta característica, que algunos con sentido peyorativo llamaron eurocentrismo, se reflejó en las reformas estéticas que desde fines del siglo XIX tuvieron gran resonancia en los países de la región.
Cuando el
escritor uruguayo José Enrique Rodó publicó en 1900 su conocido ensayo Ariel,
alertaba a la juventud sobre la necesidad de acercar las nuevas estéticas, con
un sentido humanista, a los valores espirituales de esta parte del mundo.
Continuaba así la prédica iniciada en el siglo XIX por los cultores del
modernismo (el nicaragüense Rubén Darío, el cubano José Martí, el argentino Leopoldo
Lugones) que afirmaban, a partir de una nueva estética, la voluntad de cambio y
de autodeterminación de numerosos escritores y artistas de América Latina.
Esta
voluntad de cambio se había originado en las reformas educativas del siglo XIX,
que llevaron adelante hombres ilustres como Domingo F. Sarmiento, José María
Hostos, Andrés Bello, quienes impulsaron una renovación total de la pedagogía y
llegaron incluso a modificar la gramática del idioma común de esta “América que
habla en español”. A ese cambio cultural siguió el cambio estético que dejó
atrás la retórica neoclásica heredada de España y los énfasis del romanticismo
de Inglaterra y Francia. Pero sólo a comienzos del siglo XX se hizo muy clara
esta correspondencia entre educación, literatura y arte.
El
nacimiento del siglo inauguró, en el ámbito artístico, un extenso período
conocido como la modernidad. Lo nuevo
estaba en la arquitectura (art
nouveau), en diversas escuelas pictóricas derivadas del
impresionismo, en la exaltación de los adelantos técnicos del nuevo siglo (el
automóvil y el avión cantado por los primeros futuristas), en los movimientos
estéticos que respondían a los cambios sociales y políticos que se sucedían en
el mundo: el fin de algunas monarquías, el crecimiento de la vida democrática
en los países de América Latina, el ocaso del mundo colonial. Los
latinoamericanos dejaban de ser sólo receptores de esos cambios, para
transformarse en emisores de un mundo nuevo.
Así, en
1910, con la Revolución Mexicana se produce una de las reformas más profundas
en la vida política de ese país, que conlleva, a la vez, una renovación
estética: la que se expresa en el nacionalismo cultural de José Vasconcelos y
en el ciclo narrativo de la revolución, con emergentes como Mariano Azuela,
quien publica su novela Los de abajo en 1915. Con todo, la reforma estética
más significativa (al menos, la que más se conoce en el mundo) es la que
protagonizan los pintores del muralismo mexicano: Diego Rivera, José Clemente
Orozco, David Alfaro Siqueiros.
¿Hasta
qué punto estos artistas asimilan las transformaciones estéticas del siglo XX y
las adaptan y condicionan a su realidad? Diego Rivera, por ejemplo, residente
en Europa desde 1907 hasta 1921, asimila la experiencia cubista “a la mexicana”
(el español Ramón Gómez de la Serna define esta experiencia como riverismo).
Por su parte, David Alfaro Siqueiros incursionó en el futurismo para traducir
el movimiento y la dinámica del siglo XX, a la vez que exploraba la
monumentalidad a partir de la escultura azteca. Lo nuevo, en todo caso,
consistía en vincular las reformas estéticas a la propia tradición
latinoamericana. Este criterio recorrió nuestro territorio, sumando diferentes
lenguajes. La osadía y el inconformismo del arte coincidían con otros
movimientos culturales; en la Argentina, por ejemplo, con la Reforma
Universitaria de 1918, que se expandió de sur a norte por su carácter
renovador.
Cubismo y
futurismo fueron las dos vertientes sobre las que construyó su obra el
argentino Emilio Pettoruti, el pintor arquetípico de la vanguardia en la década
de 1920. La misma época en que Jorge Luis Borges aparecía como epígono del
ultraísmo, la estética que valorizaba la metáfora como parte esencial del
discurso poético. Entretanto, en 1922, en México, Manuel Maples Arce proclamaba:
“El estridentismo es una razón de estrategia. Un gesto,
una irrupción”. Un ademán irreverente que compartía en aquel tiempo el joven
Borges, cuyo criollismo suburbano se expresaba en el idioma de los argentinos,
“el de nuestra confianza, el de la conversada amistad”, según decía.
Cuando el
pintor uruguayo Joaquín Torres García dibujaba el mapa de América del Sur
invertido, con el extremo sur apuntando hacia arriba, señalaba un nuevo camino
estético: el del constructivismo universal.
Ese mapa dado vuelta, contralectura de los modelos estéticos europeos, puede
leerse desde diferentes puntos de vista en América Latina: desde los morros de
la pobreza con las ondulantes mulatas de Di Cavalcanti en Brasil, hasta los
desocupados de Antonio Berni en la Argentina. En ese mapa puede coincidir el
lenguaje piccasiano con los ritos yorubas del artista cubano Wifredo Lam, hijo
de un chino y una mulata.
América
Latina reformulaba de este modo, desde su realidad particular, el movimiento de
renovación artística que se producía en Europa, influenciado a la vez
(globalización avant la lettre) por la
pintura oriental y la escultura africana. Porque “todos aprendemos de todos”,
como decía el maestro Alfonso Reyes. Así, durante las dos primeras décadas del
siglo XX, junto a la oleada inmigratoria que llega a la Argentina, se afianzan
dos géneros teatrales de origen europeo: el sainete y el grotesco. El primero,
derivado del sainete español y la zarzuela; el segundo, del grotesco italiano.
Nadie duda hoy de que se trata de dos vertientes fundamentales del teatro
criollo, del llamado “género chico”, cuya vigencia se prolongó hasta los años
treinta.
Un nuevo
tipo de intelectual aparecía entonces en la Argentina: ya no era el hijo de la
familia patricia, dueño de la riqueza material y la cultura, sino un
descendiente de la oleada inmigratoria. Dos hermanos pueden servir de ejemplo:
Enrique Santos Discépolo, el famoso autor de tangos, además de actor de cine y
teatro, y Armando Discépolo, considerado el padre del grotesco argentino. En
ambos se funde lo culto y lo popular. Eran hijos de don Santo, un músico
italiano que llegó a la Argentina con una medalla del Conservatorio Real de
Nápoles y que trabajó en Buenos Aires en la banda de bomberos. Los hermanos
Discépolo pertenecen a esa oleada de hijos de inmigrantes, a la “chusma
bravía”, como la llamaba Evaristo Carriego, que simpatizó a comienzos del siglo
XX con el anarquismo, que acompañó después el ascenso del radicalismo al poder,
que denunció el golpe de Estado de 1930 y los años de crisis, fraude y ollas
populares. Otro de esos hombres fue el poeta Homero Manzi, animador de FORJA
(Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina) en 1935, quien diez años
más tarde propició el acercamiento de un grupo de intelectuales al incipiente
peronismo. Ajeno a todo elitismo, Manzi, autor de memorables tangos y milongas,
prefirió ser –como él decía– “antes que un hombre de letras, un hombre que
hacía letras para los hombres”.
Vanguardia
y política estaban presentes en la obra de los pintores argentinos de los años
treinta y cuarenta, como Lino Enea Spilimbergo, quien había estudiado en
Francia con André Lothe y quien, influenciado por el cubismo, buscaba un
acercamiento a lo social, lo mismo que Raúl H. Castagnino. Otros pintores trabajaban
como escenógrafos del teatro y el cine nacional, donde se reflejaban problemas
sociales de la Argentina. Películas como Prisioneros de la tierra (1939), dirigida por Mario Soffici, o Los
afincaos (1941),
dirigida por el novelista y fundador del Teatro del Pueblo, Leónidas Barletta,
muestran el alto grado de madurez alcanzado en el cruce de lo político y lo
estético.
Otro
tanto ocurría con la novelística de Brasil en aquel entonces (representada por
Manuel Antonio de Almeida, Machado de Asís, Lima Barreto), que había
incorporado elementos del habla y la tipología popular que encontrarán luego su
resonancia en la estética de Guimaraes Rosa y en la épica y la picaresca de
Jorge Amado. Coincide este movimiento literario con la pintura de Cándido
Portinari, un muralismo que logra el feliz sincretismo entre la experiencia
estética de las vanguardias y la preocupación social y política.
Así como
en la música brasileña no hay límites rígidos entre lo culto y lo popular
(Villalobos es un exponente de este rasgo), tampoco lo hay entre las artes
plásticas y las fiestas populares. En San Pablo, Flavio de Carvalho realiza
exposiciones de arte cerca de donde transcurren las fiestas de carnaval, y se
lo considera un precursor de la perfomance en América Latina desde que irrumpió,
irreverente, en una procesión de Corpus Christi.
En Chile,
el artista y arquitecto Roberto Matta, quien trabajó en París con Le Corbusier
y fue amigo de García Lorca y Salvador Dalí y militante del surrealismo
liderado por André Breton, hacía suyas las palabras de su compatriota, el poeta
Vicente Huidobro: “El poeta, conciencia de su pasado y de su futuro, lanza al
mundo la declaración de su independencia frente a la Naturaleza. Y no quiere
servirla más en calidad de esclavo”. La obra de Roberto Matta, quien murió a
fines de 2002, abarca varias décadas del siglo XX, de sus vanguardias estéticas
y de sus peripecias políticas.
Así como
en las primeras décadas del siglo XX la literatura registra las voces del
indigenismo (por ejemplo, en la obra de José María Arguedas), en la segunda
mitad del siglo esas voces se complementan con el realismo trascendente de Juan
Rulfo, con la experimentación formal de los escritores del boom latinoamericano
(Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Julio Cortázar) y
con lo real maravilloso de Alejo Carpentier.
Un
proceso parecido tiene lugar en la plástica latinoamericana, con el ecuatoriano
Osvaldo Guayasamín, el peruano José Sabogal, el mexicano Luis Cuevas y el
argentino Carlos Alonso, quienes retoman, a veces de manera paródica, temas y
personajes utilizados por los europeos. Así, Carlos Alonso traduce La
Divina Comediaen imágenes contemporáneas que representan un
infierno castrense, ámbitos de tortura, un cielo de cosmonautas. Su visión
expresa las vicisitudes de nuestro tiempo, tanto como el Dante expresa las del
suyo. Habría que sumar a estas experiencias el gesto paródico-histórico que
realizaron en los años sesenta los integrantes argentinos de la Nueva
Figuración (Rómulo Macció, Luis Felipe Noé, Carlos de la Vega y Ernesto Deira),
quienes compartieron ese tiempo de cambios con el informalismo, el arte óptico
y conceptual o el pop, originado en los Estados Unidos y con fuertes
resonancias en los centros urbanos de América Latina. La tarea de analizar este
complejo sistema de influencias aún está en sus comienzos y seguramente abrirá
nuevas perspectivas a la exploración crítica.
El mapa
dado vuelta de América Latina no significa ruptura con las estéticas del siglo
XX, sino su adecuación a los nuevos puntos de vista que surgieron en esta zona,
como signos vitales de su libertad creativa. Su aventura, su necesidad de
cambio, su alejamiento del eurocentrismo, tal vez
sean una señal de madurez, la afirmación de su identidad en relación con el mundo
que le ha tocado en suerte.
Pedro Orgambide nació en Buenos
Aires en 1929 y murió en enero de 2003. Se destacó como escritor, ensayista y
periodista. Su labor literaria comienza en el año 1942; durante los años 1974 y
1983 estuvo exiliado en México, donde conoció a Juan Rulfo, José Revueltas,
Heraclio Zepeda, Miguel Donoso Pareja y Julio Cortázar, con quienes, en 1975,
fundó la revista Cambio.
Obtuvo varios premios por su obra. Podemos mencionar, entre ellos, el segundo Premio Municipal de Literatura y el del Fondo Nacional de las Artes en 1965, por las novelas Memorias de un hombre de bien y El páramo. Además recibió los premios Casa de las Américas en 1976, por el volumen de cuentos Historia con tangos y corridos, el Nacional de Novela en México en 1977 y el Diploma al Mérito de la Fundación Konex en 1999. Entre sus obras podemos citar la trilogía de novelas El arrabal del mundo, Hacer la América y Pura Memoria(1984-1985), El escriba (1996), Una chaqueta para morir (1998); las obras de teatro Eva (1986) y Discepolín (1989), y sus ensayos Ser argentino (1996) y Diario de la crisis (2002).
Obtuvo varios premios por su obra. Podemos mencionar, entre ellos, el segundo Premio Municipal de Literatura y el del Fondo Nacional de las Artes en 1965, por las novelas Memorias de un hombre de bien y El páramo. Además recibió los premios Casa de las Américas en 1976, por el volumen de cuentos Historia con tangos y corridos, el Nacional de Novela en México en 1977 y el Diploma al Mérito de la Fundación Konex en 1999. Entre sus obras podemos citar la trilogía de novelas El arrabal del mundo, Hacer la América y Pura Memoria(1984-1985), El escriba (1996), Una chaqueta para morir (1998); las obras de teatro Eva (1986) y Discepolín (1989), y sus ensayos Ser argentino (1996) y Diario de la crisis (2002).