Por qué leer los
clásicos
Italo
Calvino (1981)
Empecemos
proponiendo algunas definiciones.
1. Los clásicos son
esos libros de los cuales se suele oír decir: «Estoy releyendo...» y
nunca «Estoy
leyendo...».
Es lo que ocurre
por lo menos entre esas personas que se supone «de vastas lecturas»;
no vale para la
juventud, edad en la que el encuentro con el mundo, y con los clásicos
como parte del
mundo, vale exactamente como primer encuentro.
El prefijo iterativo
delante del verbo «leer» puede ser una pequeña hipocresía de todos
los que se
avergüenzan de admitir que no han leído un libro famoso. Para tranquilizarlos
bastará señalar que
por vastas que puedan ser las lecturas «de formación» de un
individuo, siempre
queda un número enorme de obras fundamentales que uno no ha
leído.
Quien haya leído
todo Heródoto y todo Tucídides que levante la mano. ¿YSaint-Simon?
¿Y el cardenal de
Retz? Pero los grandes ciclos novelescos del siglo XIX son también
más nombrados que
leídos. En Francia se empieza a leer a Balzac en la escuela, y por la
cantidad de
ediciones en circulación se diría que se sigue leyendo después, pero en
Italia, si se
hiciera un sondeo, me temo que Balzac ocuparía los últimos lugares. Los
apasionados de
Dickens en Italia son una minoría reducida de personas que cuando se
encuentran empiezan
enseguida a recordar personajes y episodios como si se tratara de
gentes conocidas.
Hace unos años Michel Butor, que enseñaba en Estados Unidos,
cansado de que le
preguntaran por Emile Zola, a quien nunca había leído, se decidió a
leer todo el ciclo
de los Rougon-Macquart. Descubrió que era completamente diferente
de lo que creía:
una fabulosa genealogía mitológica y cosmogónica que describió en un
hermosísimo ensayo.
Esto para decir que
leer por primera vez un gran libro en la edad madura es un placer
extraordinario:
diferente (pero no se puede decir que sea mayor o menor) que el de
haberlo leído en la
juventud. La juventud comunica a la lectura, como a cualquier otra
experiencia, un
sabor particular y una particular importancia, mientras que en la
madurez se aprecian
(deberían apreciarse) muchos detalles, niveles y significados más.
Podemos intentar
ahora esta otradefinición:
2. Se llama
clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y
amado, pero que
constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de
leerlos por primera
vez en las mejores condiciones para saborearlos. En realidad, las lecturas de
juventud pueden ser poco provechosas por impaciencia,
distracción,
inexperiencia en cuanto a las instrucciones de uso, inexperiencia de la vida.
Pueden ser (tal vez
al mismo tiempo) formativas en el sentido de que dan una forma a la
experiencia futura,
proporcionando modelos, contenidos, términos de comparación,
esquemas de
clasificación, escalas de valores, paradigmas de belleza: cosas todas ellas
que siguen
actuando, aunque del libro leído en la juventud poco o nada se recuerde. Al
releerlo en la edad
madura, sucede que vuelven a encontrarse esas constantes que ahora
forman parte de
nuestros mecanismos internos y cuyo origen habíamos olvidado. Hay
en la obra una
fuerza especial que consigue hacerse olvidar como tal, pero que deja su
simiente. La
definición que podemos dar será entonces:
3. Los clásicos son
libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando se
imponen por
inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria
mimetizándose con
el inconsciente colectivo o individual.
Por eso en la vida
adulta debería haber un tiempo dedicado a repetir las lecturas más
importantes de la
juventud. Si los libros siguen siendo los mismos (aunque también
ellos cambian a la
luz de una perspectiva histórica que se ha transformado), sin duda
nosotros hemos
cambiado y el encuentro es un acontecimiento totalmente nuevo.
Por lo tanto, que
se use el verbo «leer» o el verbo «releer» no tiene mucha importancia.
En realidad
podríamos decir:
4. Toda relectura
de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera.
5. Toda lectura de
un clásico es en realidad una relectura. La definición 4 puede
considerarse
corolario de ésta:
6. Un clásico es un
libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir.
Mientras que la
definición 5 remite a una formulación más explicativa, como:
7. Los clásicos son
esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas
que han precedido a
la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en
las culturas que
han atravesado (o más sencillamente, en el lenguaje o en las
costumbres).
Esto vale tanto
para los clásicos antiguos como para los modernos. Si leo la Odisea leo
el texto de Homero,
pero no puedo olvidar todo lo que las aventuras de Ulises han
llegado a
significar a través de los siglos, y no puedo dejar de preguntarme si esos
significados
estaban implícitos en el texto o si son incrustaciones o deformaciones o
dilataciones.
Leyendo a Kafka no puedo menos que comprobar o rechazar la legitimidad
del adjetivo
«kafkiano» que escuchamos cada cuarto de hora aplicado a tuertas o a
derechas. Si leo
Padres e hijos de Turguéniev o Demonios de Dostoyevski, no puedo
menos que pensar
cómo esos personajes han seguido reencarnándose hasta nuestros
días.
La lectura de un
clásico debe depararnos cierta sorpresa en relación con la imagen que
de él teníamos. Por
eso nunca se recomendará bastante la lectura directa de los textos
originales evitando
en lo posible bibliografía crítica, comentarios, interpretaciones. La escuela y
la universidad deberían servir para hacernos entender que ningún libro que
hable de un libro
dice más que el libro en cuestión; en cambio hacen todo lo posible
para que se crea lo
contrario. Por una inversión de valores muy difundida, la
introducción, el
aparato crítico, la bibliografía hacen las veces de una cortina de humo
para esconder lo
que el texto tiene que decir y que sólo puede decir si se lo deja hablar
sin intermediarios
que pretendan saber más que él. Podemos concluir que:
8. Un clásico es
una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos, pero
que la obra se
sacude continuamente de encima.
El clásico no nos
enseña necesariamente algo que no sabíamos; a veces descubrimos en
él algo que siempre
habíamos sabido (o creído saber) pero no sabíamos que él había
sido el primero en
decirlo (o se relaciona con él de una manera especial). Y ésta es
también una
sorpresa que da mucha satisfacción, como la da siempre el descubrimiento
de un origen, de una
relación, de una pertenencia. De todo esto podríamos hacer derivar
una definición del
tipo siguiente:
9. Los clásicos son
libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más
nuevos,
inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad.
Naturalmente, esto
ocurre cuando un clásico funciona como tal, esto es, cuando
establece una
relación personal con quien lo lee. Si no salta la chispa, no hay nada que
hacer: no se leen
los clásicos por deber o por respeto, sino sólopor amor. Salvo en la
escuela: la escuela
debe hacerte conocer bien o mal cierto número de clásicos entre los
cuales (o con
referencia a los cuales) podrás reconocer después «tus» clásicos. La
escuela está
obligada a darte instrumentos para efectuar una elección; pero las
elecciones que
cuentan son las que ocurren fuera o después de cualquier escuela.
Sólo en las
lecturas desinteresadas puede suceder que te tropieces con el libro que
llegará a ser tu
libro. Conozco a un excelente historiador del arte, hombre de vastísimas
lecturas, que entre
todos los libros ha concentrado su predilección más honda en Las
aventuras de
Pickwick, y con cualquier pretexto cita frases del libro de Dickens, y cada
hecho de la vida lo
asocia con episodios pickwickianos. Poco a poco él mismo, el
universo, la
verdadera filosofía han adoptado la forma de Las aventuras de Pickwick en
una identificación
absoluta.
Llegamos por este
camino a una idea de clásico muy alta y exigente:
10. Llámase clásico
a un libro que se configura como equivalente del universo, a
semejanza de los
antiguos talismanes.
Con esta definición
nos acercamos a la idea del libro total, como lo soñaba Mallarmé.
Pero un clásico
puede establecer una relación igualmente fuerte de oposición, de
antítesis. Todo lo
que Jean-Jacques Rousseau piensa y hace me interesa mucho, pero
todo me inspira un
deseo incoercible de contradecirlo, de criticarlo, de discutir con él.
Incide en ello una
antipatía personal en el plano temperamental, pero en ese sentido me
bastaría con no
leerlo, y en cambio no puedo menos que considerarlo entre mis autores.
Diré por tanto: 11.
Tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para
definirte a ti
mismo en relación y
quizás en contraste con él.
Creo que no
necesito justificarme si empleo el término «clásico» sin hacer distingos de
antigüedad, de
estilo, de autoridad. Lo que para mí distingue al clásico es tal vez sólo un
efecto de
resonancia que vale tanto para una obra antigua como para una moderna pero
ya ubicada en una
continuidad cultural. Podríamos decir:
12. Un clásico es
un libro que está antes que otros clásicos; pero quien haya leído
primero los otros y
después lee aquél, reconoce enseguida su lugar en la genealogía.
Al llegar a este
punto no puedo seguir aplazando el problema decisivo que es el de
cómo relacionar la
lectura de los clásicos con todas las otras lecturas que no son de
clásicos. Problema
que va unido a preguntas como: «¿Por qué leer los clásicos en vez de
concentrarse en
lecturas que nos hagan entender más a fondo nuestro tiempo?» y
«¿Dónde encontrar
el tiempo y la disponibilidad de la mente para leer los clásicos,
excedidos como
estamos por el alud de papel impreso de la actualidad?».
Claro que se puede
imaginar una persona afortunada que dedique exclusivamente el
«tiempo-lectura» de
sus días a leer a Lucrecio, Luciano, Montaigne, Erasmo, Quevedo,
Marlowe, el
Discurso del método, el Wilhelm Meister, Coleridge, Ruskin, Proust y
Valéry, con alguna
divagación en dirección a Murasaki o las sagas islandesas. Todo esto
sin tener que hacer
reseñas de laúltima reedición, ni publicaciones para unas
oposiciones, ni
trabajos editoriales con contrato de vencimiento inminente. Para
mantener su dieta
sin ninguna contaminación, esa afortunada persona tendría que
abstenerse de leer
los periódicos, no dejarse tentar jamás por la última novela o la última
encuesta
sociológica. Habría que ver hasta qué punto sería justo y provechoso semejante
rigorismo. La actualidad
puede ser trivial y mortificante, pero sin embargo es siempre el
punto donde hemos
de situarnos para mirar hacia adelante o hacia atrás. Para poder leer
los libros clásicos
hay que establecer desde dónde se los lee. De lo contrario tanto el
libro como el
lector se pierden en una nube intemporal. Así pues, el máximo
«rendimiento» de la
lectura de los clásicos lo obtiene quien sabe alternarla con una sabia
dosificación de la
lectura de actualidad. Y esto no presupone necesariamente una
equilibrada calma
interior: puede ser también el fruto de un nerviosismo impaciente, de
una irritada
insatisfacción.
Tal vez el ideal
sería oír la actualidad como el rumor que nos llega por la ventana y nos
indica los atascos
del tráfico y, las perturbaciones meteorológicas, mientras seguimos el
discurrir de los
clásicos, que suena claro y articulado en la habitación. Pero ya es mucho
que para los más la
presencia de los clásicos se advierta como un retumbo lejano, fuera
de la habitación
invadida tanto por la actualidad como por la televisión a todo volumen.
Añadamos por lo
tanto:
13. Es clásico lo
que tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo,
pero al mismo
tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo.
14. Es clásico lo
que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más
incompatible se
impone. Queda el hecho de que leer los clásicos parece estar en contradicción
con nuestro ritmo
de vida, que no
conoce los tiempos largos, la respiración del otium humanístico, y
también en
contradicción con el eclecticismo de nuestra cultura, que nunca sabría
confeccionar un
catálogo de los clásicos que convenga a nuestra situación.
Estas eran las
condiciones que se presentaron plenamente para Leopardi, dada su vida
en la casa paterna,
el culto de la Antigüedad griega y latina y la formidable biblioteca
que le había legado
el padre Monaldo, con el anexo de toda la literatura italiana, más la
francesa, con
exclusión de las novelas y en general de las novedades editoriales,
relegadas al
margen, en el mejor de los casos, para confortación de su hermana («tu
Stendhal», le
escribía a Paolina). Sus vivísimas curiosidades científicas e históricas,
Giacomo las
satisfacía también con textos que nunca eran demasiado up to date: las
costumbres de los
pájaros en Buffon, las momias de Frederick Ruysch en Fontenelle, el
viaje de Colón en
Robertson.
Hoy una educación
clásica como la del joven Leopardi es impensable, y la biblioteca
del conde Monaldo,
sobre todo, ha estallado. Los viejos títulos han sido diezmados pero
los novísimos se
han multiplicado proliferando en todas las literaturas y culturas
modernas. No queda
más que inventarse cada uno una biblioteca ideal de sus clásicos; y
yo diría que esa
biblioteca debería comprender por partes iguales los libros que hemos
leído y para
nosotros y los libros que nos proponemos leer y presuponemos que van a
contar para
nosotros. Dejando una sección vacía para las sorpresas, los descubrimientos
ocasionales.
Compruebo que
Leopardi es el único nombre de la literatura italiana que he citado.
Efecto de la
explosión de la biblioteca. Ahora debería reescribir todo el artículo para
que resultara bien
claro que los clásicos sirven para entender quiénes somos y adónde
hemos llegado, y
por eso los italianos son indispensables justamente para confrontarlos
con los
extranjeros, y los extranjeros son indispensables justamente para confrontarlos
con los italianos.
Después tendría que
reescribirlo una vez más para que no se crea que los clásicos se han
de leer porque
«sirven» para algo. La única razón que se puede aducir es que leer los
clásicos es mejor
que no leer los clásicos.
Y si alguien objeta
que no vale la pena tanto esfuerzo, citaré a Cioran (que no es un
clásico, al menos
de momento, sino un pensador contemporáneo que sólo ahora se
empieza a traducir
en Italia): «Mientras le preparaban la cicuta, Sócrates aprendía un
aria para flauta.
“¿De qué te va a servir?”, le preguntaron. “Para saberla antes de
morir”».
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