miércoles, 29 de febrero de 2012

Arquitectura / La Galería Güemes


Otro Cielo
Nicolás Fratarelli
Publicado en "Mirada y Crítica"
(Fragmento) 
 



En la Galería Güemes,  la sociedad selecta se encontraba sin cita previa, se cruzaba, se miraba y se dejaba ver. Simulaba y era una manera de mostrarse genuina. El edificio, mucho más que un pasaje comercial, era el espejo de esa imagen en movimiento, el reflejo de las vanidades individuales y colectivas, el retrato de una ciudad moderna en constante mutación. La piedra se proyectaba en los paseantes y estos bebían de su agua. Objeto y sujeto se reflejaban entre sí sin inhibiciones, se necesitaban, se construían. Se deban sentido. Ambos se sabían parte de la historia compartiéndose cotidianamente. Todo entraba en escena al mismo tiempo. El espacio del paseante se conformaba con el espacio del edificio. Los gestos, las posturas los movimientos, los rostros, los olores, los sonidos, los suspiros, los sonrojos, la vestimenta conformaban el espacio arquitectónico,  las luces, los apliques, la bóveda, las cúpulas, los ascensores, eran casi la bijou del paseante. Todo interactuaba y todo era parte de la gran vidriera abovedada que materializaba la metáfora social donde el espacio público y el espacio privado se fundían en una misma representación.

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La ciudad del centenario tenía en sus deseos ser una de las grandes capitales del mundo, para ello necesitaba de íconos urbanos que la representara. Las aspiraciones europeas de la elite de esta parte del mundo, requerían de lugares adecuados a sus apetitos de consumos refinados que les quite los sudores agrícolo-ganaderos y la convierta en ser urbano. Así, la calle Florida de a poco fue dejando de ser  lugar de residencia de la burguesía para convertirse en  vía comercial. Allí se instalaron grandes tiendas como Gath & Chaves y Harrod’s  y confiterías elegantes y la Galería Guemes encontró el sitio ideal para erigirse como un hito del progreso de toda la ciudad.

Un hacendado salteño, ex gobernador de su provincia, y luego senador nacional, David Ovejero, junto a los hermanos San Miguel -también acaudalados salteños-  y al  Banco Superville (que suma el terreno que da hacia la calle San Martín) fueron los impulsores económicos de la construcción de la Galería

Francisco Gianotti (1881-1967),  arquitecto italiano, autor de, entre numerosas obras, la Confitería el Molino, la residencia de Adolfo San Miguel en Buenos Aires y diversas obras en la provincia de Salta, fue el encargado del proyecto.

Gianotti, con la Galería Güemes, más que un edificio, se propuso hacer un signo cargado de sentido, un emblema que enorgulleciera a los habitantes de la metrópolis. Así implementa realizar la obra más alta de la ciudad, el primer rascacielos porteño.

Anchorena aprueba los planos sin ruborizarse, porque, aunque el proyecto no condecía con las legislaciones vigentes, sí respondía al imaginario simbólico de su generación, a la voluntad civilizatoria de su clase,  a la  idea de ciudad moderna.  Además, resulta por demás significativo, que el edificio se levantase sobre un terreno donde se encontraba una propiedad de 1830, vestigio de la antigua Buenos Aires y que  el presidente Victorino de la Plaza (también salteño) corra presuroso a inaugurarlo, como acto de devoción al progreso indefinido.

La obra comenzó en  1913, un año después de comenzada la Primera Guerra Mundial,  y se inauguró en 1915. Como paradoja del destino,  mientras en Europa se destruían edificios, de los rasos  y de los  emblemáticos, aquí se levantaba una ciudad entera  con obras que actuaban como monumentos urbanos y que, por lo general, copiaban los modelos del viejo continente.

El Edificio


Para el proyecto, Gianotti toma como modelo las galerías “Vittorio Emmanuele” , símbolo de Milán, “Humberto 1°” de la misma ciudad italiana  y las “Nacional” y “Subalpina” de Turín (ciudad donde se formó como arquitecto).  Lejos del plagio, estos modelos  y quizá algunos otros como el Pasaje Madler en Leipzig o el Príncipe de Bruselas, son tomados por  la admiración que Gianotti tenía por estos lugares, tanto desde el punto de vista formal como significativo.

Los accesos enmarcan un arco del triunfo de 116 m de largo que cruza toda la manzana y arma un contrapunto con las otras  grandes tiendas de la Florida peatonal y con las sedes bancarias sobre San Martín.

La galería era una máquina multifuncional, con un programa de necesidades complejo. Locales comerciales -en Planta baja-,  esparcimiento resumido en un teatro y un restaurante - en el subsuelo -,  pisos de vivienda - hacia Florida - y pisos de oficina - hacia San Martín -; restaurante-mirador - en el piso mas alto (14) - y como postre, una torre a la que se podía acceder para mirar el crecimiento de la ciudad  y la llegada de los barcos, que eran casi la misma cosa. El edificio si bien podría decirse que era autosuficiente, no pretendía ser una ciudad dentro de la ciudad, por el contrario, buscaba dialogar con ella, abrirse, mostrarse y mirarla desde su punto más alto.

(Fotografías N.F.)

miércoles, 22 de febrero de 2012

Literatura / Rodolfo Walsh

Esa Mujer
Rodolfo Walsh 1927-1977

Publicado en "Los oficios terrestres",
Ediciones De la Flor, 1986.

El coronel elogia mi puntualidad:
­Es puntual como los alemanes ­dice.
­O como los ingleses.
El coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
­He leído sus cosas ­propone­. Lo felicito.
 Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.
Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.
El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.
Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.
Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.
El coronel sabe dónde está.
Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.
El bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.
­Esos papeles ­dice.
Lo miro.
­Esa mujer, coronel.
Sonríe.
­Todo se encadena ­filosofa.
A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.
­La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos.
¿Mucho daño? ­pregunto. Me importa un carajo.
 Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años ­dice.
 El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.
 Entra su mujer, con dos pocillos de café.
 Contale vos, Negra.
 Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita.
­La pobre quedó muy afectada ­explica el coronel­. Pero a usted no le importa esto.
­¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después de aquello.
El coronel se ríe.
­La fantasía popular -dice-. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que repetir.
Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.
-Cuénteme cualquier chiste -dice.
Pienso. No se me ocurre.
Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.
-¿Y esto?
­La tumba de Tutankamón -dice el coronel-. Lord Carnavon. Basura.
 El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.
-Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.
 ­¿Qué más? ­dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.
 -Le pegó un tiro una madrugada.
 ­La confundió con un ladrón ­sonríe el coronel . Esas cosas ocurren.
­Pero el capitán N. . .
­Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo.
¿Y usted, coronel?
­Lo mío es distinto ­dice­. Me la tienen jurada.
Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.
­Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted.
­Me gustaría.
­Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?
­Ojalá dependa de mí, coronel.
­Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo.
Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores.
-Mire.
A la pastora le falta un bracito.
­Derby -dice. Doscientos años.
La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida.
­¿Por qué creen que usted tiene la culpa?
­Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.
El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.
-Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel.
¿Qué querían hacer?
­Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote.
­Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo.
 -Y orinarle encima.
­Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! -digo levantando el vaso.
No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.
­Esa mujer ­le oigo murmurar­. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada.
El coronel bebe. Es duro.
­Desnuda ­dice­. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd -el coronel se pasa la mano por la frente­, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso...
Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos. La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio, arrastrando la metralleta.
­Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada.
Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.
 ­...se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire -el coronel se mira los nudillos­, que lo tiré contra la pared. Está todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?
­No.
­Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor.
Vuelve a servirse un whisky.
­Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible contradictor-. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano.
Bruscamente se ríe.
­Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.
Repite varias veces "Eso le demuestra", como un juguete mecánico, sin decir qué es lo que eso me demuestra.
-Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.
­¿Pobre gente?
­Sí, pobre gente.­El coronel lucha contra una escurridiza cólera interior­. Yo también soy argentino.
­Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos.
­Ah, bueno ­dice.
­¿La vieron así?
­Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo...
La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémova encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo también me sirvo un whisky.
­Para mí no es nada -dice el coronel­. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar, dése cuenta.
Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da, no me da... Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.
­A mí no me podía sorprender. Pero ellos...
 ­¿Se impresionaron?
 Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: "Maricón, ¿ésto es lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo." Después me agradeció.
Miró la calle. "Coca" dice el letrero, plata sobre rojo. "Cola" dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. "Beba".
­Beba ­dice el coronel.
Bebo.
­¿Me escucha?
-Lo escucho.
  Le cortamos un dedo.
­¿Era necesario?
El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza.
­Tantito así. Para identificarla.
-¿No sabían quién era?
Se ríe. La mano se vuelve roja. "Beba".
­Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende?
­Comprendo.
 -La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo pegamos.
 ­¿Y?
­Era ella. Esa mujer era ella.
¿Muy cambiada?
­No, no, usted no me entiende. lgualita. Parecía que iba a hablar, que iba a... Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías.
­¿El profesor R.?
 -Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral.
En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable.¿Enciendo?
No.
Teléfono.
­Deciles que no estoy.
Desaparece.
Es para putearme ­explica el coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco.
-Ganas de joder ­digo alegremente.
­Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.
­¿Qué le dicen?
  Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.
Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.
­Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.
El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata.
­La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.
 
Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte.
-Llueve -dice su voz extraña.
Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.
­Llueve día por medio ­dice el coronel-. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano.
Dónde, pienso, dónde.
­¡Está parada! -grita el coronel­. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!
Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara.
­No me haga caso -dice, se sienta­. Estoy borracho.
Y largamente llueve en su memoria.
Me paro, le toco el hombro.
¿Eh? -dice­ ¿Eh? -dice.
Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.
-¿La sacaron del país?
-Sí.
­¿La sacó usted?
­Sí.
-¿Cuántas personas saben?
­DOS.
­¿El Viejo sabe?
Se ríe.
-Cree que sabe.
­¿Dónde?
No contesta.
­Hay que escribirlo, publicarlo.
­Sí. Algún día.
Parece cansado, remoto.
­¡Ahora! ­me exaspero­. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel!
La lengua se le pega al paladar, a los dientes.
 -Cuando llegue el momento... usted será el primero...
­No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera.
Se ríe.
­¿Dónde, coronel, dónde?
Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí.
Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una revelación.
­Es mía -dice simplemente­. Esa mujer es mía.

miércoles, 15 de febrero de 2012

Ensayo / José Pablo Feinmann

EVITA Y EL TANGO
“Evita –y posiblemente sea éste uno de sus perfiles más profundos, más ricos- no es como la mujer del tango, que se ha ido del barrio para el centro. No es “la Margot (…) o Milonguita. (…) La piba del tango hace su peregrinaje en busca del ascenso social, la ambición que la empuja es la del dinero, la del lujo, ese lujo que le darán los “morlacos del otario”, la de trepar.
“… Eva (…) no es como la mina del tango. Su viaje de Junín a Buenos Aires se le parece. Pero ella no vino por los “morlacos del otario”. No es (como dice Tim Rice, el guionista de la ópera Evita) “la más grande trepadora después de la Cenicienta”. Grave error, señor Rice. Evita no vino a probarse ningún zapatito, no vino a levantarse al Príncipe (…) para vivir siempre en Palacio jugándola de Reina, aprendiendo buenos modales de la monarquía para ser aceptada por ella. Vino para insultarlos de frente. Trepó para descender hacia los pobres y compartir con ellos que había conquistado (…) vino para no traicionarse. Para no abandonar su resentimiento. Del que vivirá y morirá orgullosa. Porque la piba de barrio se hace amante y mantenida de los ricos. Porque la Cenicienta sólo busca al príncipe para reinar junto a él cuando el momento que llegará, llegue. Porque la tan trinada rebeldía de Victoria Ocampo sólo exhibe la historia de niña rica y traviesa, de la alborotadora, de la prefeminista a lo sumo o de la incorregible de la familia oligárquica, pero nunca cambió su destino de clase, siempre reposó en la más honda densidad del Ser fue previsible, tanto en su aliadofismo antifascista de los cuarenta como en su macartismo pronorteamericano de fines de los cincuenta, tanto en su antiperonismo elitista tramado por el odio de clase y desdén cultural como en su discurso de 1977, al ocupar su esperable, totalmente previsible lugar en la Academia de Letras, en el que defiende un feminismo abstracto en tanto las Madres de Plaza de Mayo se jugaban la vida en un feminismo concreto… (…) Evita, contrariamente vino para desmentir lo lineal, lo previsible, los caminos trillados de las trepadoras. Si no la única, ha de ser una de las muy escasas perdedoras que triunfó sin olvidar ni abjurar de su origen. Eso, muy pocas.”
José Pablo Feinmann
Peronismo. Filosofía política de una persistencia argentina. Capiítulo 15. Fragmento

jueves, 9 de febrero de 2012

Relato / Luis Alberto Spinetta

Adiós alma de diamante




" ...y aunque tu corazón recircule
siga de paso o venga
pretenda volar con las manos
sueñe, despierte o duerma
o beba el elixir
de la eternidad

sos alma de diamante"
L.A.Spinetta 1950-1912

Uno trata de huir de sus garras. Busca escabullirse. Trata de fletarlo de algún modo, pero este se resiste como las cucarachas a las explosiones nucleares,  y vuelve hacia nosotros, y nos pega, de tanto en tanto -más de tanto que de tanto- una flor de cachetada, una de esas que se dan con la mano abierta, para que nos duela, pero también para que nos despertemos y para que no nos olvidemos nunca de él, del tiempo, del tiempo que ahorca y no afloja.
Él, el tiempo, de existencia infinita, no nos deja en paz, nos sacude como si nada. Así como el viento junta hojas (todas las hojas son del viento), él, el tiempo -impertérrito- va trayendo penas como estas que dice: murió otro flaco.
Como tantos pocos, el flaco puso canciones en nuestros ´uokmans´. Desde ayer ya no está en este mundo, se fue con las estrellas y con él se llevó, junto al banderín de River Play,  parte de nuestra primera juventud.
Por suerte, y como venganza de esa trampa miserable que es el tiempo, que todo lo corroe, lo que queda de nosotros aún puede leer melodías de aquel alma de diamante.
NF.
9-2-12