La línea
Nicolás Fratarelli
Premiado
en el XVIII Concurso Nacional de Cuento y Poesía “Leopoldo Marechal”
en el XVIII Concurso Nacional de Cuento y Poesía “Leopoldo Marechal”
Categoría cuentos
La línea estaba allí, derechita, tiesa, imperturbable, perfectamente trazada. ¿Qué hace eso ahí? Me acerco, me arrodillo, la miro de cerca, tomo un paño húmedo con la intención de borrarla, de limpiarla de hacerla humo. Cuando aproximo mi mano a ella, veo que se mueve hacia adelante.
No lo entiendo. Hago algunos pasos con mis rodillas siguiéndola, vuelve a moverse. Se instala debajo de la mesa. Corro las sillas, la persigo con mi trapo de limpiar, pero vuelve a desplazarse, esta vez más rápido. No se deja agarrar la turra, se me escapa. Me siento un estúpido. Un verdadero inútil. Si no puedo detener a una simple línea negra de un metro de largo, hecha en lápiz, estoy perdido.
Ante la impotencia le grito: “detente” (no sé porqué consideré que a una línea se le habla de “tu”, pero así lo hice) “¡detente!” le dije, pero no me hizo caso. Giró noventa grados sobre si misma y salió disparada hacia el otro lado. Ya sé que hacer, pensé, la voy a arrinconar, a llevar a algún lugar donde no tenga escapatoria y allí me voy a lanzar encima de la insurrecta. Así lo hice, me fui acercando a hurtadillas, con disimulo, con sigilo, con sumo cuidado, en silencio, cuando la tuve a tiro, cuando la tuve al acecho, pronto para atraparla, la muy insignificante da otra vuelta pero esta vez de más o menos quince grados latitud sur y se me escabulle entre las piernas. Enfurecí, me di vuelta con decisión, me tiré al piso, con la amenaza de que esta vez no se me iba a volver a escapar, pero para mi sorpresa a partir de ese momento, no la volví a ver. Desapareció de mi vista. La busqué, pero no la pude encontrar. Husmeé por debajo de la mesa y nada, desplacé muebles, moví la cómoda grande del comedor (que bastante bien vino porque aproveché para sacar el polvo y las pelusas impregnadas al piso desde tiempos legendarios, inmemoriales, quizá desde antes de Cristo,) y nada. Seguí buscando, hurgando, escudriñando rincones hasta que desistí.
Por la noche, aunque estaba con otros menesteres, no había olvidado el incidente. Me fui a dormir. En la cama di vueltas pensando en dónde estaría esa línea que me tuvo a mal traer durante todo el día. Desvelado, me levanté, volví a revisar todos los lugares posibles en donde se podía llegar a esconder la línea pero no la hallé. Me costó conciliar el sueño, pero mi cansancio pudo más y caí dormido.
Por la mañana, luego del baño, cuando me acerco a la cocina para preparar mi desayuno ataviado con chancletas y bata, la veo. La distingo allí bajo la luz del sol: Impávida, impertérrita, lozana, altanera, desafiante. Estaba en el piso casi pegada a la pared, cerca de la intersección entre el plano vertical del antepecho de la ventana y el plano horizontal perfecto que arman los mosaicos. ¿Es que anoche estaba allí y no la pude distinguir o acaso fue durante la madrugada que se apostó en ese sector de la casa? No lo pude responder, necesitaba pensar. Me tomé un momento. Encendí la radio, comencé a silbar sobre la canción que partía del sintonizador, me puse a arreglar trastos dándole la espalda a la línea, fingiendo ignorarla, hasta que de pronto, en ese instante divino, se me hizo la luz, y veloz como un rayo me di vuelta sobre un pie y con el otro la pisé, la apretujé con mi calzado de paño gris, tomándola desprevenida y efusivo exclamé con sorna: “¡Te atrapé!, te tengo, ahora soy yo quien te domina”.
Para que no se escape la pisé fuerte, en el medio de su espalda, en su mitad, podríamos decir a cincuenta centímetro de cada punta. Allí la tenía cuando de repente veo -debo reconocerlo que no sin asombro- que sus extremos se comienzan a levantar, ambas puntas se elevaban perpendiculares del piso y poco a poco la línea iba arqueándose hasta convertirse en un arco de medio punto perfecto. Abatido, apesadumbrado, le quité el pie de encima. La línea, ahora curva, no modificó su nueva forma, apenas si se movió un poco de lugar saliendo debajo del sol, que se notaba le molestaba un poco.
Allí quedó.
Sin salir de mi sorpresa me pongo en cuclillas para mirarla de cerca. No se inmutó. La toco, la acaricio. No ofreció resistencia, se dejó acariciar. Empujo ligeramente una de sus puntas, se mece; se tambalea sobre la tangente que forma con el piso. Vuelvo a empujarla esta vez con más fuerza, de nuevo se mece, pero más rápido; me entusiasmo con el juego y la empujo cada vez con más intensidad, hasta que se me va la mano y le doy un envión demasiado grande, es entonces que con semejante inercia vuela por el aire, cae por la fuerza de la gravedad, golpea sobre el piso, rebota y vuelve a tomar impulso, da una cabriola, -todo esto en forma perpendicular a mi mosaicos recientemente lustrados- y en el segundo golpeteo contra el suelo la línea que era curva, une sus extremos y se convierte en un círculo perfecto.
En ese momento llamé a mi trabajo. Di parte de enfermo. No podía separarme de este fenómeno geométrico que tenía en mi propia casa. Fui al dormitorio, me cambié, me puse jogging y zapatillas. Me hice otro café. Taza en mano me acerqué al ahora círculo, antes línea recta, luego arco, que se había trasladado hacia el comedor. Tomé mi calculadora. Saqué cuentas. Si el perímetro de un círculo es igual a pi por diámetro, quiere decir que la división del perímetro por tres coma catorce da que frente a mis narices tengo un círculo de 0,31847134 metros de diámetro.
Me siento en el sillón, estiro los brazos sobre su respaldo. Contemplo al círculo. Siento que ya somos amigos. Suena el teléfono. Es el médico de la obra social, me pregunta que qué tengo, le digo, que nada grave, que solo algo de fiebre “apenas unas líneas”, cuando me escuché decir esto traté de contener la risa pero no lo logré del todo, sin mucho convencimiento el médico me dio su visto bueno y me dijo que si la fiebre aumentaba que lo llame que se acercaba a mi domicilio.
Cuando corté, el círculo ya no estaba en un lugar fijo, andaba dando vueltas por toda la casa, por el piso, por las paredes, por el techo. Curioseaba cada rincón y yo no me aburría de mirar su paseo.
En un momento lo llamé “¡ey!“, le hice un gesto con la mano para que se me acerque, obedeció. Cuando se me acerca, lo hago rodar. Se dejó ir y luego volvió. Una vez, otra y otra vez más. Entendió el código. Luego cambio el juego le pongo mi dedo índice encima y lo hago girar sobre su eje, y gira. Cuando se detiene, otra vez lo hago girar, esta vez un poco más fuerte, y vuelve a girar divertido, luego hago el mismo movimiento pero esta vez violentamente; el impulso que le genero sobre su punto de apoyo es tan fuerte que veo como frente a mi vista el círculo se convierte en esfera.
Ahora somos inseparables. La, otrora línea, luego arco, antes círculo y ahora, esfera, salta, salta. Salta por toda la casa.
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