martes, 20 de diciembre de 2011

Arquitectura / Oscar Niemeyer

La vigencia de la ética
Nicolás Fratarelli
                En la actualidad existen grandes obras de arquitectura. Arquitecturas sorprendentes, de gran imaginación plástica. Algunas aparentan sostenerse en el aire como por arte de magia,  otras parecen  esperar un ligero susurro para comenzar a andar como un Golem por las calles de las ciudades que las hospedan.
                A la vez, existen arquitectos de indiscutible talento, de una creatividad asombrosa, que despliegan cualidades artísticas prodigiosas, que elevan la cuerda del salto cada día y que, sin embargo, a pesar de sus virtudes como diseñadores, cuesta incorporarlos a la categoría de arquitectos admirables: sus obras los opacan. En general esta pléyade de arquitectos que conquistó el mundo del diseño, que adquirió fama internacional, que supo cautivar a las grandes agencias de publicidad de alcance global, que conquistó las portadas de los grandes medios de comunicación, es realizadora de cosas bellas, de objetos hedonistas, de piezas únicas que empiezan y terminan en sí mismas. Son arquitectos que diseñan gemas arquitectónicas admirables pero no llegan a ser arquitectos admirables porque sus obras solo buscan complacer vanidades: utilizan a la arquitectura como medio para lograr fines personales, les falta profundidad, y compromiso para actuar sobre  las miasmas que supura el  mundo.

                Niemeyer es distinto. Niemeyer es un maestro. Oscar Niemeyer es un arquitecto admirable. Y lo es más allá de sus obras porque justamente, a lo largo de toda su trayectoria, se interesó por algo más que por la arquitectura en sí misma. Es un arquitecto admirable porque creyó en la arquitectura como arte social, como servicio, como instrumento transformador del mundo.
                Niemeyer es un maestro porque  dejó huellas, porque abrió surcos, porque en el acto de proyectar, antes que pensar en sí mismo, pensó en el otro. La gran diferencia con los famosos arquitectos de arquitectura baldía, leve, se encuentra en que mientras estos a pesar de su excentricidad manifiesta mantienen una oquedad sigilosa para no cambiar nada (por el contrario buscan prefigurar espacialmente el actual orden),  Niemeyer quiso (y con más de cien años aún lo sigue queriendo) cambiar el mundo. Lo cuestionó, se enojó con el estado de cosas que se le presentaba ante sus ojos y tomó a la arquitectura y al urbanismo como herramienta para objetarlo y tratar de ponerlo en vereda.
                Seguramente a Niemeyer ya lo hayan superado en el despliegue formal de su arquitectura, las armoniosas curvas trazadas en el conjunto Pampulha de Belo Horizonte, o en el edificio Copán de San Pablo parecen naif al lado de los despliegues exuberantes de esta época como los que se ven en Dubái, Beijing o en cualquier ciudad del mundo con economías incipientes de duración efímera, sin embargo difícilmente lo superen en prestigio: Oscar Niemeyer es un arquitecto admirable y no sólo por su obra de gran belleza y compromiso social, ni por su humanismo y su formación cultural y artística, sino, y sobre todo,  por el modo en que involucró la ética de la vida con la arquitectura.

El 15 de diciembre Oscar Niemeyer cumplió 104 años. ¡Salud maestro!

(Imagen: Puerto de la Música. Rosario. Proyecto. 2010.)

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