Las
prostitutas de Constitución
de La Línea y otros cuentos
Nicolás Fratarelli
Las prostitutas de
Constitución tienen la mirada triste. Tan triste que rompe el alma.
Las veo todos los días, son
parte de mi barrio, no las saludo por pudor, por puro “pudor burgués” -diría el
manual de marxismo clásico-.
Las conozco tan
bien como a mi carnicero, como a mi verdulero, como al chino de la caja del
supermercado -que en realidad es coreano-. Las cruzo todos los días, a toda
hora, en las mismas esquinas. A los peatones ocasionales les dicen cosas, a mí
no. Quizá porque ellas también me saben parte de su barrio, quizá porque, para
ellas, yo sea también como su verdulero, como su carnicero, como el chino del
supermercado –que ellas también saben que en realidad es coreano- o tal vez no
me saluden porque respetan mi pudor, mi pudor de manual.
Las veo sentadas en el bar, esperando, haciendo tiempo, hablando entre
sí, dejando pasar el día. Están acomodadas en las mesas al lado de la ventana,
en medio de trabajadores que aprovechan su hora de almuerzo, entre las mesas
llenas de fichas bibliográficas de estudiantes, entre los encuentros de los
taxistas que interrumpen su recorrido, entre vendedores ambulantes.
“…
linternas a pilas, medias de estrich, cortaúñas, lapiceras… “
También las cruzo en las esquinas, junto a jóvenes malabaristas que
descalzos muestran sus destrezas frente a los semáforos rojos. Las veo con sus
miradas lánguidas, pensativas y brazos
cruzados. Las veo esperar clientes que detestan y necesitan. En el andar también
cruzo a un grupo de proxenetas, chulos, cafishios, que hablan entre sí, que las
merodean, que las vigilan, que las extorsionan, que les ofrecen seguridad a
cambio de su libertad.
…
Las hay rubias, que son morochas, castañas que son morenas, marías que
son julias y melisas que son teresas. Todas son lo que no son. Como el chino
del supermercado que es coreano.
Algunas son muy
jóvenes, y vienen de otros países, otras vienen desde distintos lugares de la
patria, otras son de aquí nomás hijas de otras prostitutas que nacen sin
padres, en las pensiones destartaladas del barrio, en casas tomadas, en
domicilio sin rúbricas.
Las más jóvenes tienen una mirada inocente y triste, y las más viejas,
una mirada curtida y resignada. Sus sueños hace tiempo que perecieron
enterrados bajo las cenizas del Vesubio junto a los burdeles de la antigua
Pompeya.
Algunas mecen a
sus nietos antes de salir a trabajar, los miman le juegan con sonajeros.
Intercambian su tiempo de cuidado con el de sus propias hijas, madres de los
niños, que las secundan una vez terminada su ronda, en sus puestos habituales.
Y allí salen con su sensualidad artificial, sus risas simuladas, su
seducción chapucera, grotesca, tosca,
pero nada de esto importa, de que sea así o de otra forma, porque ninguna de ellas es codiciada como mujer,
sino como enmienda, como consuelo,
como menjunje que alivia congojas mal
curadas.
“…en
una esquina cualquiera un hombre se le acerca a una de ellas. Algo le dice.
Algo hablan. Algo acuerdan. Sin mirarse y sin tocarse entran juntos a un hotel
de mala muerte. Sube ella primero por una escalera mugrosa con una luz que
apenas ilumina. Van juntos. Van separados. Van a compartir sus almas en pena…”
Ninguna de ellas pueden disimular los miles de años que tienen en el
cuerpo, las miles de mariamagdalenas que acarrean encima de su espalda, las
túnicas formadas por el olor de todos los prostíbulos del mundo, que llevan
impregnadas sobre su piel. Frente a cada una de ellas fracasaron las miles de
marchas feministas, y dejan de tener
sentido todas las ediciones traducidas a distintos idiomas de los libros de Simone de Beauvoir.
“…La
mujer rota…”
Quizá las prostitutas de Constitución tengan los mismos agobios que las
prostitutas de Flores, de Recoleta o de Plaza Once. Quizá sientan la misma
desolación que las prostitutas de Roma, de Berlín o Ámsterdam, tal vez las
mismas angustias que las de Shanghái,
Bombay o San Pablo. Lo ignoro. No me importa. Solo sé que las Prostitutas de
Constitución tienen una tristeza que rompe la tierra, y yo las cruzo en las esquinas,
y las veo en los cafés de mala muerte, sentadas en las mesas que miran hacia la
vereda.
Foto: calle de
Constitución (N.F)
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