jueves, 12 de junio de 2014

Literatura / Roberto Arlt / Aguafuertes Porteñas

ELPLACER DE VAGABUNDEAR
Roberto Arlt

De Aguafuertes Porteñas
Comienzo por declarar que creo que para vagabundear se necesitan excepcionales condiciones de soñador. Ya lo dijo el ilustre Macedonio Fernández: "No toda es vigilia la de los ojos abiertos".
Digo esto porque hay vagos, y vagos. Entendámonos. Entre el "crosta" de botines destartalados, pelambre mugrientosa y enjundia con más grasa que un carro de matarife, y el vagabundo bien vestido, soñador y escéptico, hay más distancia que entre la Luna y la Tierra. Salvo que ese vagabundo se llame Máximo Gorki, o Jack London, o Richepin.
Ante todo, para vagar hay que estar por completo despojado de prejuicios y luego ser un poquitín escéptico, escéptico como esos perros que tienen la mirada de hambre y que cuando los llaman menean la cola, pero en vez de acercarse, se alejan, poniendo entre su cuerpo y la humanidad, una respetable distancia.
Claro está que nuestra ciudad no es de las más apropiadas para el atorrantismo sentimental, pero ¡qué se le va a hacer!
Para un ciego, de esos ciegos que tienen las orejas y los ojos bien abiertos inútilmente, nada hay para ver en Buenos Aires, pero, en cambio, ¡qué grandes, qué llenas de novedades están las calles de la ciudad para un soñador irónico y un poco despierto! ¡Cuántos dramas escondidos en las siniestras casas de departamentos! ¡Cuántas historias crueles en los semblantes de ciertas mujeres que pasan! ¡Cuánta canallada en otras caras! Porque hay semblantes que son como el mapa del infierno humano. Ojos que parecen pozos. Miradas que hacen pensar en las lluvias de fuego bíblico. Tontos que son un poema de imbecilidad. Granujas que merecerían una estatua por buscavidas. Asaltantes que meditan sus trapacerías detrás del cristal turbio, siempre turbio, de una lechería.
El profeta, ante este espectáculo, se indigna. El sociólogo construye indigestas teorías. El papanatas no ve nada y el vagabundo se regocija. Entendámonos. Se regocija ante la diversidad de tipos humanos. Sobre cada uno se puede construir un mundo. Los que llevan escritos en la frente lo que piensan, como aquellos que son más cerrados que adoquines, muestran su pequeño secreto... el secreto que los mueve a través de la vida como fantoches.
A veces lo inesperado es un hombre que piensa matarse y que lo más gentilmente posible ofrece su suicidio como un espectáculo admirable y en el cual el precio de la entrada es el terror y el compromiso en la comisaría seccional. Otras veces lo inesperado es una señora dándose de cachetadas con su vecina, mientras un coro de mocosos se prende de las polleras de las furias y el zapatero de la mitad de cuadra asoma la cabeza a la puerta de su covacha para no perder el plato.
Los extraordinarios encuentros de la calle. Las cosas que se ven. Las palabras que se escuchan. Las tragedias que se llegan a conocer. Y de pronto, la calle, la calle lisa y que parecía destinada a ser una arteria de tráfico con veredas para los hombres y calzada para las bestias y los carros, se convierte en un escaparate, mejor dicho, en un escenario grotesco y es-
pantoso donde, como en los cartones de Goya, los endemoniados, los ahorcados, los embrujados, los enloquecidos, danzan su zarabanda infernal. 
Porque, en realidad, ¿qué fue Goya, sino un pintor de las calles de España? Goya, como pintor de tres aristócratas zampatortas, no interesa. Pero Goya, como animador de la canalla de Moncloa, de las brujas de Sierra Divieso, de los bigardos monstruosos, es un genio. Y un genio que da miedo.
Y todo eso lo vio vagabundeando por las calles.
La ciudad desaparece. Parece mentira, pero la ciudad desaparece para convertirse en un emporio infernal. Las tiendas, los letreros luminosos, las casas quintas, todas esas apariencias bonitas y regaladoras de los sentidos, se desvanecen para dejar flotando en el aire agriado las nervaduras del dolor universal. Y del espectador se ahuyenta el afán de viajar. Más aún: he llegado a la conclusión de que aquél que no encuentra todo el universo encerrado en las calles de su ciudad, no encontrará una calle original en ninguna de las ciudades del mundo. Y no las encontrará, porque el ciego en Buenos Aires es ciego en Madrid o Calcuta...
Recuerdo perfectamente que los manuales escolares pintan a los señores o caballeritos que callejean como futuros perdularios, pero yo he aprendido que la escuela más útil para el entendimiento es la escuela de "
la calle, escuela agria, que deja en el paladar un placer agridulce y que enseña todo aquello que los libros no dicen jamás. Porque, desgraciadamente, los libros los escriben los poetas o los tontos.
Sin embargo, aún pasará mucho tiempo antes de que la gente se dé cuenta de la utilidad de darse unos baños de multitud y de callejeo. Pero el día que lo aprendan serán más sabios, y más perfectos y más indulgentes, sobre todo. Sí, indulgentes. Porque más de una vez he pensado que la magnífica indulgencia que ha hecho eterno a Jesús, derivaba de su continua vida en la calle. Y de su comunión con los hombres buenos y malos, y con las mujeres honestas y también con las que no lo eran.

miércoles, 11 de junio de 2014

Literatura / Las prostitutas de Constitución / La falta y otros cuentos

Las prostitutas de Constitución
de La Línea y otros cuentos
Nicolás Fratarelli



Las prostitutas de Constitución tienen la mirada triste. Tan triste que rompe el alma.

Las veo todos los días, son parte de mi barrio, no las saludo por pudor, por puro “pudor burgués” -diría el manual de marxismo clásico-.

Las conozco tan bien como a mi carnicero, como a mi verdulero, como al chino de la caja del supermercado -que en realidad es coreano-. Las cruzo todos los días, a toda hora, en las mismas esquinas. A los peatones ocasionales les dicen cosas, a mí no. Quizá porque ellas también me saben parte de su barrio, quizá porque, para ellas, yo sea también como su verdulero, como su carnicero, como el chino del supermercado –que ellas también saben que en realidad es coreano- o tal vez no me saluden porque respetan mi pudor, mi pudor de manual.

Las veo sentadas en el bar, esperando, haciendo tiempo, hablando entre sí, dejando pasar el día. Están acomodadas en las mesas al lado de la ventana, en medio de trabajadores que aprovechan su hora de almuerzo, entre las mesas llenas de fichas bibliográficas de estudiantes, entre los encuentros de los taxistas que interrumpen su recorrido, entre vendedores ambulantes.

“… linternas a pilas, medias de estrich, cortaúñas, lapiceras… “

También las cruzo en las esquinas, junto a jóvenes malabaristas que descalzos muestran sus destrezas frente a los semáforos rojos. Las veo con sus miradas lánguidas, pensativas y  brazos cruzados. Las veo esperar clientes que detestan y necesitan. En el andar también cruzo a un grupo de proxenetas, chulos, cafishios, que hablan entre sí, que las merodean, que las vigilan, que las extorsionan, que les ofrecen seguridad a cambio de su libertad.


Las hay rubias, que son morochas, castañas que son morenas, marías que son julias y melisas que son teresas. Todas son lo que no son. Como el chino del supermercado que es coreano.
Algunas son muy jóvenes, y vienen de otros países, otras vienen desde distintos lugares de la patria, otras son de aquí nomás hijas de otras prostitutas que nacen sin padres, en las pensiones destartaladas del barrio, en casas tomadas, en domicilio sin rúbricas.

Las más jóvenes tienen una mirada inocente y triste, y las más viejas, una mirada curtida y resignada. Sus sueños hace tiempo que perecieron enterrados bajo las cenizas del Vesubio junto a los burdeles de la antigua Pompeya.

Algunas mecen a sus nietos antes de salir a trabajar, los miman le juegan con sonajeros. Intercambian su tiempo de cuidado con el de sus propias hijas, madres de los niños, que las secundan una vez terminada su ronda, en sus puestos habituales.

Y allí salen con su sensualidad artificial, sus risas simuladas, su seducción chapucera, grotesca, tosca,  pero nada de esto importa, de que sea así o de otra forma,  porque ninguna de ellas es codiciada como mujer, sino como enmienda,  como consuelo, como  menjunje que alivia congojas mal curadas.

“…en una esquina cualquiera un hombre se le acerca a una de ellas. Algo le dice. Algo hablan. Algo acuerdan. Sin mirarse y sin tocarse entran juntos a un hotel de mala muerte. Sube ella primero por una escalera mugrosa con una luz que apenas ilumina. Van juntos. Van separados. Van a compartir sus almas en pena…”

Ninguna de ellas pueden disimular los miles de años que tienen en el cuerpo, las miles de mariamagdalenas que acarrean encima de su espalda, las túnicas formadas por el olor de todos los prostíbulos del mundo, que llevan impregnadas sobre su piel. Frente a cada una de ellas fracasaron las miles de marchas feministas,  y dejan de tener sentido todas las ediciones traducidas a distintos  idiomas de los libros de  Simone de Beauvoir.

“…La mujer rota…”

Quizá las prostitutas de Constitución tengan los mismos agobios que las prostitutas de Flores, de Recoleta o de Plaza Once. Quizá sientan la misma desolación que las prostitutas de Roma, de Berlín o Ámsterdam, tal vez las mismas  angustias que las de Shanghái, Bombay o San Pablo. Lo ignoro. No me importa. Solo sé que las Prostitutas de Constitución tienen una tristeza que rompe la tierra, y yo las cruzo en las esquinas, y las veo en los cafés de mala muerte, sentadas en las mesas que miran hacia la vereda.

Foto: calle de Constitución (N.F)