Villa Victoria
El sol cae suave en abril.
Nicolás Fratarelli
El sol cae suave en abril. Va bajando, cálido, sobre los jardines de la casa que aún tienen la arena que Victoria traía desde el mar. La casa mira hacia el parque, no hacia la calle. A esta le da casi la espalda. Podríamos decir que poco le importa. La casa mira al parque, al camino circular que recorre lo que queda de él, mira a los árboles, a las flores, huele a lavanda, a romero, huele a verde. La galería, mira al mar, recibe el rocío de la costa lejana pero presente. Desde el plácido barrio del Divino Rostro, pispea en línea recta las playas del centro. Quizá esa mirada añore otras tierras, que no le son desconocidas.
Las pisadas de otra época, parecen recobrarse a cada paso. Aunque etéreas y lejanas, cada una de ellas parece tomar cuerpo, presencia vívida. Estos pasos son parte del lugar, son sus dueños, los únicos que se acomodan a las huellas perdidas como las plantas de los pies descalzos a las rocas húmedas, los demás que por allí pisamos somos apenas huéspedes, fisgones, mirones indiscretos de jadeos aristocráticos.
La casa está elevada, para ingresar a ella hay que subir varios escalones. Para llegar a Victoria Ocampo, hay que subir varios escalones. Ella no era para todos. Su cultura, delicatesen, se separaba del resto. Junto a ella caminaban cotidianamente su hermana Silvina, su cuñado Bioy, sus amigos Borges, Mallea y Dante, sus amigas Gabriela (Mistral), Francesca y Beatrice, el paraíso el purgatorio y el infierno.
Victoria trajo su formación de Francia (Sorbona), su padre la casa prefabricada de Inglaterra (Boulton & Paul Ltda). Buena combinación. La casa, Villa Victoria, no tiene el señorío de la de San Isidro, Villa Ocampo, ni el pretencioso snobismo de la casa de Barrio Parque. No es, con seguridad, una gran obra arquitectónica, ni la más destacada de todas las que se encuentran en la ciudad. Pero tiene calidez, mística y perfume a sur. Sus paredes de madera encierran secretos, aromas diplomáticos, julianes martínez, literaturas distinguidas; amores, amores a las letras y también al arte. Sus paredes hablan. Su empapelado con figuras florales y avecillas de ojos atentos arma su propio medio ambiente, dice. Una modesta casa normanda, destinada al casero la vigila y otra neorenacentista desde sus loggias asoma servidumbres.
Victoria Ocampo aglutinó parte de la inteligencia de su tiempo. Fue una conservadora moderna, una oligarca mecenas, una aristócrata rebelde, una egoísta generosa. Fue amiga de coincidencias y disidencias y se enemistó con varios que no pensaron como ella, que se atrevieron a adherir a revoluciones cubanas. Sufrió un matrimonio frustrado y vivió un romance prohibido, se desbocó con sus cartas a Delfina (Bunge). Quiso ser actriz, terminó siendo escritora. Tradujo, difundió, y recibió a gran cantidad de artistas y pensadores. Editó libros de Virginia Woolf, Sartre, Camus. Federico García Lorca. Militó contra el peronismo. En eso fue políticamente correcta ubicándose del mismo lado que sus congéneres y criticándolo por antidemocrático, aunque no hizo lo mismo con Videla cuando, ya de grande, la nombraron (la primera mujer) miembro de la Academia de las Letras. Rompió reglas culturales y aceptó malestares de la cultura. Fumó, manejó autos, fue feminista, y aunque escandalizó a los de su clase nadie se animó a llamarla loca. Borges dijo de ella “en un país y en una época donde las mujeres eran genéricas, ella tuvo el valor de ser un individuo”.
Victoria Ocampo vivió en aquella casa que lleva su nombre, y no su apellido. Vivió, no moró. Como una estaca, como esa flecha-insignia de la tapa de la revista Sur que creó y sostuvo por años, se instaló en esa casa que la acogió mirando al mar. Su mirada saltona, anteojuda, desafiante, presumida, triste y arrogante a la vez se siente en la espalda de quien, tiquet mediante, se propone recorrer la casa y visitarla, ahora, como museo.
(Fotografías N.F)
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