Tercer premio Relatos de Inmigrantes italianos 2017 | Sociedad Italiana de San Pedro
Domingo,
canto y rezo
Para Pina siempre.
Escucho
una radio, encima una voz. Me acerco a
la cocina. Ella canta. Me arrimo a la puerta que se cierra al resto de la casa
para no molestar. La oigo. Disfruto de
ese susurro.
“Che
bella cosa na giornata'e'sole, N'aria serena doppo na tempesta…”
Todo
está en orden. Si ella canta todo está en orden.
Recién
me levanto. Me arreglo un poco el pelo. Me asomo, la miro. Entro. Me saluda sonriente. Enseguida se pone en
marcha y me atiende como cuando era chico. Me pone en la mesa de la cocina un repasador que actúa de mantel
individual. Estira el lienzo que tiene
el mapa de Italia donde sobresale el dibujo de
un coliseo gigante, una torre de Pisa más inclinada que lo normal, el
Vesubio largando humo. Me pregunta cómo dormí. Me sirve el café recién hecho en la cafetera que “per la mattina fá blu blu
blú, blu-blú, blu-blú”.
Rubia.
Calabresa. De ojos verdes. De niña un príncipe africano la quiso comprar. El
príncipe negro de capa roja a cambio ofrecía los quilates que pesaba la niña en
oro. El moro le ofrecía el oro. El oro del moro tenía el mismo color que el cabello de la
niña que se aferraba fuerte al abrazo de su madre.
La
escucho. Tomo un sorbo del café. Ahora vuelve a cantar. Canta y cuenta. Cuenta
y canta. Siempre canta. Cantaba en el coro de la iglesia. Hacía la segunda
voz. Los domingos, los feligreses se
deleitaban con esas melodías. Hasta los partisanos escuchaban esos cantos de
ángeles. Eran los momentos que los críticos del
clero sosegaban las pedradas a
las fachadas del templo. Escuchaban entonces: “Aaaaaave
Mariiiiiiiiiaaaaaa, graaaaaatia plena. Mariiiiiia, gratia plena ,Mariiiiiaaa,
gratia plena… “
Se
me viene en mente mi pantalón nuevo. Lo voy a buscar. Le pido un dobladillo. No
hace falta más, trae aguja y dedal. Se sienta frente a mí. Se concentra en lo
que tiene que hacer. Mientras canta.
Canta bajito. La miro. Me descubre, canta y me mira. Hablamos con la mirada.
Nos conocemos por las miradas. Por los gestos. Por el color de nuestros
semblantes. De chico me retaba así, con una simple mirada. Pero ahora no. La
mirada es otra. Está contenta. Se alegra de verme, de que estemos “cuore a cuore”, de tenernos en la
cocina-de-domingo como antes. La veo a
los doce años coser en una mesa, veo estambres, tafetas, telas, géneros se decía en otras épocas, veo
como la modista le enseña a enhebrar, a
marcar con esa tiza que parece jabón de hotel, a cortar, a surfilar, a
hilvanar, a dar puntadas invisibles. Cose mi bocamanga. Observo su dedal. La
oigo cantar. Canta, cuenta.
“Lo
quería, cuando murió se soltó el pelo sobre el ataúd. Tenía hijos y marido pero
no le importó aquello que pudieran decirle, no le importó las habladurías del pueblo, no le importaba si su propia madre le negaba
la palabra para siempre; esa mujer fue a despedir a parte de su vida, fue a la
despedir a su historia negada. Sobre la
tumba se soltó su cabellera negra, larguísima y negra, y la desplegó sin pudor
encima de ese madero barato que cubría el cajón donde estaba el cuerpo del
hombre al que ella había amado, el hombre al que sus padres se opusieron
para que se casara, porque ellos
ya le habían elegido otro destino para su hija: casarla con un primo lejano al
que la bruna apenas había visto alguna vez en su vida, en su vida deshecha,
destruida, deshilachada, en su vida que
necesitaba costuras de hilo negro, como su vestido, como su cabello, largo y
negro, y como su lloro, como sus lágrimas, como sus perlas saladas que caían
sobre esa tapa de madera de poca monta sólo para él, para él”.
De
la taza de café apenas queda la borra. Mi madre hace un silencio.
Recuerda. Recuerda cada cosa de su
pueblo como si fuera hoy, como si fuera este domingo. Saca mi taza. La lava.
Seca sus manos en su delantal. “¿Hacemos pasta?” Me pregunta
entusiasmada. No hace falta la
respuesta. Me voy a sacar el piyamas. Me pongo el pantalón. Vuelvo vestido de
civil. Ya la botamanga no toca el piso. Regreso a la cocina. La mesa está
lista. Toda espolvoreada de harina. Allí
ahora se harán los fideos. “No son fideos son tallarines” aclara como
cada vez que los prepara, y se ríe. “Te ayudo, si querés mientras yo amaso
vos hacés la salsa” le digo voluntarioso. Me responde que sí pero hará todo
ella. Miro al costado. Desde la llave de paso, por sobre la mesada, cuelgan
hojas de laurel que pondrá para darle más sabor
a esa comida que vamos a compartir dentro de un rato, en el comedor,
en la mesa grande, entre todos, como le
gusta a ella.
Vuelve
a cantar. La acompaño.
“En
el sur de Italia las bombas de la guerra
se sentían en las ausencias. Faltaban los hombres. Los padres, los maridos, los
novios todos estaban en el frente. ¡Llegó una carta, llegó una carta! Es de
Antonio, Turi, Franco, Mingo, Nicola, Nazareno, Michele, Carlo ¡están vivos,
todavía están vivos! Una novia informa. ¡Y dice que me sigue queriendo, que me
extraña!”.
Cuenta, cuenta y canta.
“Chist'è 'o paese d''o sole, chist'è 'o paese d''o mare,
chist'è 'o paese addó tutt'e pparole só doce o só amare, só sempe parole d'ammore!... Esta canción la cantaba siempre mi
papá”, dice. Y ahí la foto sepia que tengo guardada en un
cajón se me hace presente. Ella, rubia, en los brazos de su joven madre que
aparenta veinte años más de los que tiene. Su padre alto, de uniforme y cara de
buen tipo al lado. Sus primeros hermanos. Rina y Miguel de pie. Su abuelo con
ellos. Higueras de fondo. La veo caminando por su pueblo, por las calles sin
asfalto. Veo su niñez. La veo mirar a
las jóvenes lavando en el ruscello, no en el arroyo, en el ruscello,
en el ruscellino. Veo a una niña que admira a esas mozas de polleras
arrugadas, camisas ajustadas a la cintura y pañuelo en la cabeza, veo que mira
a esas muchachas arrodilladas fregando sobre las piedras, y enjuagando sobre el
agua cristalina que se lleva penas, ilusiones
y canturreos, “Oh campagnola bella, Tu sei la reginella, Negliocchi tuoi c'è il sole, C'è il colore delle
viole, Delle valli tutte in fior…”; la veo caminar por los campos de olivos entre esas mujeres
con canastos de mimbre cosechando aceitunas que será parte del escaso alimento
de las mesas; la veo llegar a una fiesta
de casamiento, la veo paradita mirando a su abuelo viejo vestido con el mejor
de sus andrajos, saquito remendado, chaleco marrón, camisa blanca y corbata, la
veo como mira a su abuelo cuidar los dos
confites envueltos en velo, en tul, en gasa, mira como ese hombre que no se
rinde guarda en su bolsillo el recuerdo
que le dieron los novios, para partirlo con ella y sus hermanos que lo esperan
ansiosos. “¡Vivan los novios, vivan los novios!”. La veo despedirse
desde el barco que la trajo a la
Argentina “¡Adiós abuelo!” Veo que fue la última vez
que vio a ese hombre. “Adiós, adiós” y sacuden ambos un pañuelo blanco
que se va haciendo cada vez más pequeño.
La
mesa está puesta. El resto de la familia
se va acercando. El aroma a salsa y a laurel atrae a los rezagados. Mientras
todos se acercan a la mesa ella va a
buscar la fuente. Me acerco a la puerta
de la cocina. La miro de espaldas. La escucho. Canta. Como siempre canta. Canta con voz finita. Aprendí con el tiempo
que ella es soprano. ¡Mirá vos! Pina es soprano. ¿Es soprano o mezzo soprano?
No lo sé. Sólo sé que canta que siempre canta. Que cuando canta las cosas están
bien, por peor que funcionen. Que canta
y mientras canta las penas espanta. Que canta y cuando canta llora. Porque
cantar es su forma de llorar. Que canta y que cuando canta ríe, porque siempre
ríe y canta. Que canta y que ese canto es oración, rezo plegaria. Que canta, porque
nos tiene a todos alrededor de la mesa. Entonces abro la puerta y con voz de
domingo le digo: “Y, ma ¿la comida para cuándo?”.