martes, 27 de agosto de 2013

Literatura / Osvaldo Soriano "El gordo ese"

Graneros y Soriano.
El Gordo Ese.
Nicolás Fratarelli 

Publicado en El BanfileñoNº 9. Agosto 2013.

“Podemos borrar o confundir las huellas de una vida,
pero las llevamos a cuestas”
Ovaldo Soriano. Rosebud


Dos juegan al truco. Uno, el más retacón, lleva puesto un buzo de arquero, amarillo, lavado; el otro, el gordo  de barba candado, una camisa rayada.  La imagen aparece algo borrosa. Se mezclan los colores. Se cruzan las cronologías. No está clara cuál es la presión atmosférica, ni los hectopascales, ni la temperatura ambiente que hay en el lugar, ni por qué una niebla densa, como sahumerio profano, cubre el piso y le  tapa los pies a los protagonistas, que seguro llevan botines.

Están sentados en un café. Parecen tener las alas apoyadas en los respaldos de las sillas. Por momentos están en el bar “El Sol”, por momentos  en “Juancito”, en ambos casos en una mesa que mira hacia Maipú, de pronto, como si nada, están en “Cafetín” allá en Cipolletti y miran a la calle Roca, a la plaza, al peral, al Rosebud.

- ¡Treinta y tres! –dijo el gordo y pegó una risotada de satisfacción.
- Imposible ganarte a vos  –contestó el otro abriendo los brazos.

El silencio se expandió por un instante. Se hizo amenaza. Hasta que el gordo apuró más nostálgico que imperativo:
- Y bue, dale.
- ¿Dale qué?
- El Recuerdo. Me debés el recuerdo.
- ¿De qué hablás?
- Dale Graneros, las deudas se pagan. Lo jugamos a las barajas y te gané. Contame. ¿Cómo fue el gol  que te hicieron en Cipolletti?
- ¡Dejate de embromar con eso!
- Me lo debés, Negro, lo acabamos de jugar al truco.
- ¿No querés  mejor que te cuente la final contra Racing?
- En la próxima mano, si me ganás. Esta la gané yo.

Graneros, Manuel Orlando Graneros,  quería contarle de aquel equipo del 51 del que todavía, hoy en día, se sigue hablando en las calles de Banfield. Le quería contar que él, el gran arquero de ese gran Banfield,  pocos años antes había atajado en ese club de Avellaneda  y que por esas cosas del destino  tuvo  que enfrentar a  sus ex colores en una final. Tenía ganas de decir, Graneros, que fue injusto el resultado a favor de Racing, que Banfield era mejor  y que el partido aún en estos días se encuentra en discusión por  el tan mentado  “arreglo” que, como un crimen perfecto,  nunca se esclareció. Quería dejar en claro, Graneros, Manuel Orlando Graneros,   que a pesar de la derrota ese equipo fue heroico.  Quería decir esas cosas sin embargo, respondió:

-Dejame pensar…de ese partido lo que más me acuerdo fue del viaje a Cipolletti. Fue un suplicio. Treinta y seis horas le puso el tren.  Paró en todos los pueblos. A veces cargaba agua, otras  a algún paisano, o algún que otro paquete de esos que iban envueltos con papel madera atados con hilo de cáñamo y asegurado con lacre rojo.  El viaje me hacía acordar a un libro que trataba de un tipo -ingeniero creo que era- que recorría las rutas de la provincia de Buenos Aires con un Gordini  y se metía en todos los pueblos. Recuerdo que en Bahia Blanca estuvimos un buen rato. Allí la locomotora cambiaba de lugar ¿sabés?,  y el que iba mirando hacia la dirección que llevaba el tren quedaba  de pronto andando de espaldas.
-Dale,  Negro, contame el gol.
-Pará, pará, te dije que el tren iba lento…  Después de Bahía el desierto, la meseta patagónica, el aburrimiento, el hastío,  hasta que se comienza a ver el verde del Valle y de a poco empieza el olor a manzana. Una línea de álamos divide el desierto de la vida.  Una línea hecha por el hombre. Pura geometría. Llegamos a destino más destruidos que lo que habíamos quedado después de los partidos finales que jugamos contra Racing.
-Y llenos de polvo, me los imagino.
-Exactamente. El tema es que bajamos en Neuquén, la ciudad vecina a  Cipolletti. Ambas ciudades corresponden a distintas provincias pero están  unidas por un puente muy simpático. Un puente con jorobas.  
-Dejá la geografía para otro día, Negro. Contá el partido.
-Mirá que sos ansioso vos eh. Fue uno de los tantos partidos amistosos que se juegan en la vida. Fue contra la selección de Cipolletti. Para nosotros era un partido más.  Se ve que para ellos no. ¡Cómo ponían esos gringos!, parecían que estaban jugando la final del mundo. Te juro que si en vez de Carrizo, Corbatta, y Sanfilippo iban ellos al mundial de Suecia del 58 seguro que no hacíamos el papelón que hicimos… 
-Segui dale.
 -Nosotros ganábamos uno a cero, tranquilos. Regulábamos. Entonces en el segundo tiempo hicimos cambios. Ellos metieron tres pibes fresquitos. De pronto uno puso un pase de otro partido,  y apareció un  gordito corriendo a lo  loco,  le ganó las espaldas a Ferretti y a Bagnato ¡nada menos!, ¡dos fieras!, y se vino solo con la pelota dominada, le salgo bien, lo cubro, trato de tapar el tiro pero “Scotta” me la metió al lado del palo. ¡Cómo gritó el gol el gordo ese!, no sé que decía, nombraba a Farro, Pontoni, Chazaretta, Rendo, Romagnioli, que sé yo, pero la cara pasaba del rojo al azul, y del azul al rojo…
Eso es todo. Para mí fue un gol más de los tantos que me hicieron. Lo peor de todo era que  todavía nos quedaba el viaje de vuelta.



El silencio se impuso nuevamente como manto. Ambos sabían que era el  tiempo de la revancha. Los naipes volvieron a sobrevolar la mesa.
Con las cartas en las manos el gordo le preguntó a Graneros
-Che conocés a  Camus.
-¿A Quién?
-A Albert  Camus el de “El extranjero”, “El hombre rebelde”…
-¿De qué jugaba?
-Era arquero como vos.  De allí Peter Handke se inspiró para escribir “La angustia del arquero frente al tiro penal”.
-¡Falta Envido! –gritó Graneros entusiasmado.
-¡Quiero!
-¡Cante Soriano!
- ¡Veintisiete!
-Mirá que sos suertudo vos eh –dijo Graneros simulando desazón y pegó el grito: ¡Treinta y tres son mejores! 

El gordo se fue  al mazo sin mostrar los puntos que cantó (siempre fue mentiroso), y sin decir nada se levantó y despareció, tenuemente, como un fantasma.
Graneros le gritó “¡Osvaldo, eh, Gordo, Me debés  tu recuerdo…!, pero cuando miró a la mesa en vez de las cartas estaba la edición de El  Gráfico de 1951.  En la tapa estaba  él, el gran arquero,  con el mismo buzo amarillo lavado que llevaba puesto en ese momento, tomándose de la red del arco y a su lado sus dos zagueros centrales  que le ponían candado al área chica.
En las páginas principales, un reportaje del periodista Carlos Ferreyra  realizado en  1983 recorría la vida del consagrado escritor Osvaldo Soriano que  declaraba:

"Un día Banfield fue a Cipolletti. (…) Para nosotros era como si nos visitara el Santos. Banfield… el de Graneros, Ferretti y Bagnato… Enfrentaba a la selección de Cipolletti y yo estaba en el banco. Te imaginas: ellos habían viajado como treinta horas; llegaron cansados, pero con lo que sabían, a puro oficio (…) ganaban 1 a 0. Cuando iban quince del segundo tiempo entramos tres pibes, yo era nueve, medio torpe, pero goleador; algo así como un Héctor Scotta.  (Entonces) me tiraron un pelotazo largo, piqué antes que la defensa, enganché hacia adentro y me fui trayendo al arquero conmigo hasta que le cacheteé con la parte de afuera del botín derecho y se la coloqué al lado del palo izquierdo… Esa fue mi mayor hazaña. Mi mayor hazaña futbolística fue haberle hecho un gol al Negro Graneros". 


martes, 13 de agosto de 2013

relato / El Sol de Banfield

El Sol de Banfield
Nicolás Fratarelli
Publicado en El Banfileño Julio 2013

El aroma del café negro se mezcla con la punzante fragancia que expele la ginebra. El pocillo de porcelana montado sobre un platito que apenas juega de acompañante segundón,  invita a una partida de tute cabrero al vasito transparente que estría al alcohol.
El sonido acompaña. Las bolas de billar se golpean entre sí. Se acarician, se saludan, límpidas se reconocen por un instante y se acomodan para que ese taco de lapacho,  lustrado, suave,  algo desvencijado, atiborrado de huellas superpuestas, les vuelva a pegar y a llamarlas Marta.
El paño verde del único mueble nivelado del bar se prolonga en las voces asimétricas que rebotan en las bandas. La felpa se extiende en la barra del estaño, en las disquisiciones de las carambolas, en el sonido poético de los dados que no logran completar la generala porque los cuatro ases se resisten en aparecer todos juntos y a la vez, el paño se explaya en las discusiones políticas que arrancan con un comentario del clima ni bien entra aquel pintor de mameluco blanco que a modo de saludo expresa entusiasmado “qué hermosa mañana tenemos hoy” para luego completar la sentencia: “es un día peronista”.
El humo del cigarrillo se mezcla con aquel hálito perfumado del café, mientras Crítica - luego Crónica- para unos La Razón para otros y La Prensa para pocos, se desdoblan sobre la mesa a la espera de una lectura que busca argumentos para defender posturas preexistentes.

El  Bar El Sol era el bar de Banfield. La antigua tienda y mercería nacida con ese nombre a finales del siglo XIX se había convertido primero en un bar suburbano, para transformarse con el tiempo, en un hito de la ciudad incipiente.

En sus paredes tronaba cada tren que puntualmente surcaba las hiedras que crecían entre los durmientes, allí sus parroquianos apretujaban sus ojos para mirar por las ventanas al eterno Febo que asomaba lejano detrás de los pastizales de la calle Arenales. Las sillas descoladas, las esterillas vencidas, las mesas emparejadas con servilletas de papel fueron testigos de devaneos morosos, de insomnios asistemáticos, de palabras que se cruzaban en el aire, que chocaban con rezongos, enojos, y murmullos; el bar era testigo de las respiraciones roncas, sus mesas escuchaban, refrendaban y  ocultaban en las hendiduras que dejan los resquicios  de la cola del carpintero, secretos y penas de amor. El Sol era un confesionario sin celosía que vivía al ritmo ferroviario. Su atmósfera obligaba a la amistad, a calentar los corazones de aquellos que llegaban en pleno invierno con las manos en los bolsillos, la barbilla entumecida y la postura digna del que no quiere aparecer como un flojo.

El Sol era bar de esquina, lugar de encuentro. Allí el susurro encontraba consejos melancólicos, manos en el hombro. Quizá alguna lágrima caída imposible de reprimir aún continúe escondida sobre algún zócalo perdido. En El Sol se catalogaban las confidencias de los hombres sensibles. Sólo de hombres. Porque El Sol era como el ágora del ciudadano griego, donde no entraban mujeres y niños, donde no ingresaba el espacio doméstico. Era un bar con todas las letras, o mejor, con las tres letras que conforman la palabra  y que tanto significado tiene para cualquier habitante de esta ciudad que conoce bares de “sabiondos y suicidas”. El Sol no era una confitería. Nada que ver con La Guillermina, que del otro lado de la estación, con sus glorietas y  espacios verdes admitía novias y mujeres como parte de su discurso. No. En  El Sol, ellas se hacían presentes como elegía, como esperanza, como sujeto de deseo. Estaban presentes en su ausencia.

El bar El Sol era un muestreo de la ciudad, como esa gota que es el agua, como esa espiga que es la tierra.  El Sol no era la ciudad, hacía ciudad. La variable de cambio, no era el café, sino la palabra. El Sol tejía urdimbres de soledades, intercambiaba pareceres, creaba un lenguaje único, un sánscrito banfileño que reunía a los tanos, gallegos, judíos y turcos que por allí aparecían, y esparcía ese menjunje por el aire, por encima de todos y lo hacía bajar de a poco como una neblina  para que se  incorpore en cada hablante, en cada argumento, en cada habitante del lugar hasta hacerse uno.

Desde el norte del sur hasta el sur más sur era uno de los pocos lugares que estaba abierto día y noche. Las letras amarillas que se acomodaban sobre las hendijas del cartel del fondo de paño negro conformando las palabras que indicaban el menú que ofrecían los especiales de jamón y queso, vivían desacomodadas. Su mensaje se transformaba en anagramas creados por los jóvenes que se acodaban en las mesas, aburridos por las madrugadas, luego de  salidas poco exitosas a pesar de sus esmerados galanteos y de su cuello perfumado.

Encrucijadas
Hoy la esquina muestra en su ochava un sol en bajo relieve, un sol con la cara golpeada. Con su nariz  rota parece mirar  a las mesas que ya desaparecieron. Mira, mira y ve.
Ve a Osvaldo Ardizzone. Fuma. Con el final del cigarrillo próximo a apagar prende uno nuevo. El humo lo envuelve, lo envuelve, vuelve. Lee algo, escribe cosas en un papelucho.  El cenicero se repleta de arrugas, de ojeras  de ceniciento talento, de dones de buen tipo. Allí está charlando a de fútbol, de libros, de la vida.  Los ojos de El Sol ven como el  mozo se guarda ese cenicero para su colección de objetos preciados como si fuese un Cáliz consagrado de cenizas.

Desde la esquina el sol, que hoy es sólo una cara, ve la visita de los hermanos Navarra, los ve haciendo fantasías sobre la mesa de billar, ve a esos pibes que aún no tenían dieciochos años apiñados en las ventanas,  esperando cumplirlos para entrar y tener cerca a estos maestros para estudiarles su posición, la flexión de sus rodillas, el arqueo de sus cinturas, sus  jugadas de ensueños.

Ve llegar, el sol, este sol que añora, ve llegar a Valentín Suárez, ve que entra saluda y se sienta en una de las mesas, y que en menos que canta un gallo, uno, dos, tres, un  séquito que se le acerca dispuesto a escuchar sus historias. Ve llegar a Florencio Sola bien vestido. Lo ve bajar de su voituré descapotable, ve como saca de sus bolsillos caramelos para dárselos a los niños que andan por la vereda, ve como estira el brazo y ofrece  la llave de su máquina  a quien se anime a probarla.  Ve a Lencho, manejando su negocio de juego, contando cómo salvó su vida a pesar de los tiros que recibió en la redada fundamentalista de la timba clandestina que dejó sin vida a su padre. 


Allí ellos, allí todos. Allí la polémica. Allí los cambios gobiernos, las democracias débiles y los militares al acecho, allí la ciudad que llegaba, allí los cambios de hábitos que dejaron atrás a los años cuarenta, cincuenta, sesenta y más, allí la disolución del aura que lo hacía bar con nombre propio. Allí el comienzo del ocaso.  Allí una cortina que se baja. Allí el 2008. Allí el fin. Allí, ahora un comercio más, un  sol ñato, amarillito descolorido que antes, entero y altivo marcaba presencia en Maipú y Vergara,  porque veía una esquina,  y ahora  sólo ve una  intersección  de dos calles, apuradas con sus buenas y con sus malas.

Imagen: 
Pintura realizada por Fernando Izaguirre y Juan Simón Paz Figueira. 
Detalle de un cuadro exhibido en la estación de Banfield. 
Foto. N.F.



lunes, 5 de agosto de 2013

Se mueren los que se van

SE MUEREN LOS QUE SE VAN
(y quedan en mi corazón)
Agosto-2013


Se van sin querer irse
Se van
Entonces se mueren.
Entonces se nos mueren
Y nos matan un poco a nosotros que nos quedamos
convencidos de que acá tenemos que estar
Convencidos de que es este el lugar donde nosotros tenemos que morir,
porque  esta es nuestra tierra
Porque ellos nos la hicieron nuestra.

Se van.
Se van por distintas razones, se van sin querer irse.
Y en ese no querer irse
Se llevan el cuerpo y dejan el resto.
Todo el resto.
Y ese cuerpo que habla aprende a decir
“lindo es por acá”,   ”linda la nieve”, “linda las autopistas nuevas”
Y entonces, mientras ese cuerpo dice eso
las palabras destilan babas de indolencia
y apenas suenan
y caen al vacío sin fuerza, sin significado, sin sentido.

Pero ellos son débiles y se van.
Porque dicen que se tienen que ir.
Porque “las cosas son así”
Porque se deben ir.
No porque quieran irse.
Entonces se van y se mueren
Mejor dicho
Entonces se van y terminan de morirse,
porque en realidad comienzan su muerte,  ya, en el primer viaje de ida.

De los que se van
sobreviven  sólo aquellos 
que creen que  eso de
“lindo es por acá”,   ”linda la nieve”, “linda las autopistas nuevas”
es verdad.
De los que se van
Sobreviven aquellos que hacen propios el idioma de los otros
que les gusta vivir vidas que
siempre, siempre, siempre, siempre, siempre, siempre
eternamente siempre
serán  vidas ajenas.

Los que no
Los que no pueden llevar esa cruz
Se mueren.
Se mueren entonces.
Porque no pueden hacer otra cosa.
Y nos matan un poco a todos nosotros que nos quedamos.

Pero, les digo,
Se los digo, se los digo a ustedes que se murieron - sé que me escuchan-
no les va a ser fácil, morirse así como así,
Porque entre el barro, y los baches y la inflación, y los cortes de luz, y la falta de presión de agua y
Póngale-el-defecto-que-más-le-guste-a-este-lugar-de-porquería-al-que-nos-tocó-vivir
vamos a atesorar lo que dejaron,
vamos a hacer vivir lo que nos dejaron
por lo menos

mientras vivamos.