sábado, 27 de octubre de 2012

Arte / Christian Boltanski


Libros volando
Christian Boltanski en la Antigua Biblioteca Nacional
Entrar al edificio de la antigua Biblioteca Nacional, la de la calle México, de por sí es algo mágico. Pasar por delante, levantar la cabeza y ver el frontis con su nombre sellado en el estuco no nos deja indiferentes. Ingresar por el hall, llegar al espacio central y ver la instalación de Christian Boltanski acentúa aún más esa magia.
En ese lugar, en el corazón del edificio, una maraña de libros flota en el aire. Portadas, hojas, textos impresos vuelan. Cada libro, ubicado en el aire se abre como pájaro. Cada uno surca el aire y  deja un hálito propio y misterioso. Todos juntos crean una brisa que mece en silencio el aura del lugar. A este conjunto de libros lo circunda cuatro paredes, tres llevan anaqueles superpuestos uno arriba de otro, con sus vacíos indican la presencia de lo que fue. Rigurosos observan, los nombres de Kant, Sarmiento, Descartes, Aristóteles.
En medio de todo esto, instalación artística y arquitectura, un fantasma ilustre camina. Se lo siente, se lo puede palpar. Aunque no lo podamos ver escuchamos su respiración. No pide permiso para pasar, no le hace falta, conoce cada rincón del laberinto. Cada volumen que ya no está, los podría citar de memoria como Funes. No le hace falta esquivar a los libros que flotan, los traspasa cuando quiere y cómo quiere. Es Borges, que ubicuo, evoca las huellas perdidas.  





CHRISTIAN BOLTANSKI
(París, 6 de septiembre de 1944)
Fotógrafo. Escultor. Cineasta.
Se lo conoce principalmente por sus instalaciones.
FLYING BOOKS / Homenaje a Borges
Ex Biblioteca a Nacional -actual centro nacional de la Música-.
México 564. Buenos Aires
Lunes a Viernes de 10 a 14 y de 16 a 20.
Sábados y domingo de 13 a 19.
Entrada gratuita.
Auspiciado por la Universidad Nacional de Tres de Febrero


(Fotos N.F.)

domingo, 21 de octubre de 2012

Literatura / Héctor Murena

El Gato
Héctor Murena (Buenos Aires 1923/1975)

¿Cuánto tiempo llevaba encerrado?
La mañana de mayo, velada por la neblina en que había ocurrido aquello, le resultaba tan irreal como el día de su nacimiento, ese hecho acaso más cierto que ninguno, pero que sólo atinamos a recordar como una increíble idea. Cuando descubrió, de improviso, el dominio secreto e impresionante que el otro ejercía sobre ella, se decidió a hacerlo. Se dijo que quizás iba a obrar en nombre de ella, para librarla de una seducción inútil y envilecedora. Sin embargo, pensaba en sí mismo, seguía un camino iniciado mucho antes. Y aquella mañana, al salir de esa casa, después que todo hubo ocurrido, vio que el viento había expulsado la neblina, y, al levantar la vista ante la claridad enceguecedora, observó en el cielo una nube negra que parecía una enorme araña huyendo por un campo de nieve. Pero lo que nunca olvidaría era que a partir de ese momento el gato del otro, ese gato del que su dueño se había jactado de que jamás lo abandonaría, empezó a seguirlo, con cierta indiferencia, con paciencia casi ante sus intentos iniciales por ahuyentarlo, hasta que se convirtió en su sombra.
 
Encontró esa pensionsucha, no demasiado sucia ni incómoda, pues aún se preocupaba por ello. El gato era grande y musculoso, de pelaje gris, en partes de un blanco sucio. Causaba la sensación de un dios viejo y degradado, pero que no ha perdido toda la fuerza para hacer daño a los hombres; no les gustó, lo miraron con repugnancia y temor, y, con la autorización de su accidental amo, lo echaron. Al día siguiente, cuando regresó a su habitación, encontró al gato instalado allí; sentado en el sillón; levantó apenas la cabeza, lo miró y siguió dormitando. Lo echaron por segunda vez, y volvió meterse en la casa, en la pieza, sin que nadie supiera cómo. Así ganó la partida, porque desde entonces la dueña de la pensión y sus acólitos renunciaron a la lucha.
 
¿Se concibe que un gato influya sobre la vida de un hombre, que consiga modificarla?
Al principio él salía mucho; los largos hábitos de una vida regalada hacían que aquella habitación, con su lamparita de luz amarillenta y débil, que dejaba en la sombra muchos rincones, con sus muebles sorprendentemente feos y desvencijados si se los miraba bien, con las paredes cubiertas por un papel listeado de colores chillones le resultaba poco tolerable. Salía y volvía más inquieto; andaba por las calles, andaba, esperando que el mundo le devolviera una paz ya prohibida. El gato no salía nunca. Una tarde que él estaba apurado por cambiarse y presenció desde la puerta cómo limpiaba la habitación la sirvienta, comprobó que ni siquiera en ese momento dejaba la pieza: a medida que la mujer avanzaba con su trapo y su plumero, se iba desplazando hasta que se instalaba en un lugar definitivamente limpio; raras veces había descuidos, y entonces la sirvienta soltaba un chistido suave, de advertencia, no de amenaza, y el animal se movía. ¿Se resistía a salir por miedo de que aprovecharan la ocasión para echarlo de nuevo o era un simple reflejo de su instinto de comodidad? Fuera lo que fuese, él decidió imitarlo, aunque para forjarse una especie de sabiduría con lo que en el animal era miedo o molicie.
 
En su plan figuraba privarse primero de las salidas matutinas y luego también de las de la tarde; y, pese a que al principio le costó ciertos accesos de sorda nerviosidad habituarse a los encierros, logró cumplirlo. Leía un librito de tapas negras que había llevado en el bolsillo; pero también se paseaba durante horas por la pieza, esperando la noche, la salida. El gato apenas si lo miraba; al parecer tenía suficiente con dormir, comer y lamerse con su rápida lengua. Una noche muy fría, sin embargo, le dio pereza vestirse y no salió; se durmió enseguida. Y a partir de ese momento todo le resultó sumamente fácil, como si hubiese llegado a una cumbre desde la que no tenía más que descender. Las persianas de su cuarto sólo se abrieron para recibir la comida; su boca, casi únicamente para comer. La barba le creció, y al cabo puso también fin a las caminatas por la habitación.
 
Tirado por lo común en la cama, mucho más gordo, entró en un período de singular beatitud. Tenía la vista casi siempre fija en las polvorientas rosetas de yeso que ornaban el cielo raso, pero no las distinguía, porque su necesidad de ver quedaba satisfecha con los cotidianos diez minutos de observación de las tapas del libro. Como si se hubieran despertado en él nuevas facultades, los reflejos de la luz amarillenta de la bombita sobre esas tapas negras le hacían ver sombras tan complejas, matices tan sutiles que ese solo objeto real bastaba para saturarlo, para sumirlo en una especie de hipnotismo. También su olfato debía haber crecido, pues los más leves olores se levantaban como grandes fantasmas y lo envolvían, lo hacían imaginar vastos bosques violáceos, el sonido de las olas contra las rocas. Sin saber por qué comenzó a poder contemplar agradables imágenes: la luz de la lamparita —eternamente encendida— menguaba hasta desvanecerse, y, flotando en los aires, aparecían mujeres cubiertas por largas vestimentas, de rostro color sangre o verde pálido, caballos de piel intensamente celeste...
 
El gato, entretanto, seguía tranquilo en su sillón.
Un día oyó frente a su puerta voces de mujeres. Aunque se esforzó, no pudo entender qué decían, pero los tonos le bastaron. Fue como si tuviera una enorme barriga fofa y le clavaran en ella un palo, y sintiera el estímulo, pero tan remoto, pese a ser sumamente intenso, que comprendiese que iba a tardar muchas horas antes de poder reaccionar. Porque una de las voces correspondía a la dueña de la pensión, pero la otra era la de ella, que finalmente debía haberlo descubierto.
 
Se sentó en la cama. Deseaba hacer algo, y no podía.
Observó al gato: también él se había incorporado y miraba hacia la persiana, pero estaba muy sereno. Eso aumentó su sensación de impotencia.
 
Le latía el cuerpo entero, y las voces no paraban. Quería hacer algo. De pronto sintió en la cabeza una tensión tal que parecía que cuando cesara él iba a deshacerse, a disolverse.
Entonces abrió la boca, permaneció un instante sin saber qué buscaba con ese movimiento, y al fin maulló, agudamente, con infinita desesperación, maulló.
 
(Foto: La Noche Americana. Francois Tuffaut)

viernes, 5 de octubre de 2012

Literatura / Alfred Döblin


Humo
 
"Se fuma a todo trapo, nubes de pipas, puros y pitillos que se elevan en el aire, llenan de niebla todo el inmenso local. El humo, cuando nota que hay demasiado humo, trata de escapar por arriba gracias a su propio peso, y encuentra efectivamente grietas, agujeros y ventiladores dispuestos a ayudarlo. Afuera, sin embargo, afuera es noche oscura y hace frío. Entonces el humo lamenta su ligereza, se rebela contra su propia constitución, pero no puede volver atrás porque los ventiladores giran en un solo sentido. Demasiado tarde. Está cercado por las leyes de la Física. El humo no sabe lo que pasa, se toma la frente pero no tiene frente, quiere pensar y no puede. El viento, el frío y la noche se apoderan de él y no se lo ve más.”  "Berlín Alexanderplatz"

(Foto:Anders Petersen.Café Lehmitz)

miércoles, 3 de octubre de 2012

Literatura / Augusto Monterroso


El Eclípse
Augusto Monterroso
(Guatemala 1921- México 2003)

 
Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.
 
Imagen: Aristóteles.
Fragmento de La escuela de Atenas de Rafael.

lunes, 1 de octubre de 2012

Prensa / Ñ


La Línea en Ñ
Nº470
sábado 29 de septiembre de 2012