El Gato
Héctor Murena (Buenos Aires 1923/1975)
¿Cuánto tiempo llevaba encerrado?
La mañana de mayo, velada por la neblina en que
había ocurrido aquello, le resultaba tan irreal como el día de su nacimiento,
ese hecho acaso más cierto que ninguno, pero que sólo atinamos a recordar como
una increíble idea. Cuando descubrió, de improviso, el dominio secreto e
impresionante que el otro ejercía sobre ella, se decidió a hacerlo. Se dijo que
quizás iba a obrar en nombre de ella, para librarla de una seducción inútil y
envilecedora. Sin embargo, pensaba en sí mismo, seguía un camino iniciado mucho
antes. Y aquella mañana, al salir de esa casa, después que todo hubo ocurrido,
vio que el viento había expulsado la neblina, y, al levantar la vista ante la
claridad enceguecedora, observó en el cielo una nube negra que parecía una
enorme araña huyendo por un campo de nieve. Pero lo que nunca olvidaría era que
a partir de ese momento el gato del otro, ese gato del que su dueño se había
jactado de que jamás lo abandonaría, empezó a seguirlo, con cierta
indiferencia, con paciencia casi ante sus intentos iniciales por ahuyentarlo,
hasta que se convirtió en su sombra.
Encontró esa pensionsucha, no demasiado sucia ni
incómoda, pues aún se preocupaba por ello. El gato era grande y musculoso, de
pelaje gris, en partes de un blanco sucio. Causaba la sensación de un dios
viejo y degradado, pero que no ha perdido toda la fuerza para hacer daño a los
hombres; no les gustó, lo miraron con repugnancia y temor, y, con la
autorización de su accidental amo, lo echaron. Al día siguiente, cuando regresó
a su habitación, encontró al gato instalado allí; sentado en el sillón; levantó
apenas la cabeza, lo miró y siguió dormitando. Lo echaron por segunda vez, y
volvió meterse en la casa, en la pieza, sin que nadie supiera cómo. Así ganó la
partida, porque desde entonces la dueña de la pensión y sus acólitos
renunciaron a la lucha.
¿Se concibe que un gato influya sobre la vida de un
hombre, que consiga modificarla?
Al principio él salía mucho; los largos hábitos de
una vida regalada hacían que aquella habitación, con su lamparita de luz
amarillenta y débil, que dejaba en la sombra muchos rincones, con sus muebles
sorprendentemente feos y desvencijados si se los miraba bien, con las paredes
cubiertas por un papel listeado de colores chillones le resultaba poco
tolerable. Salía y volvía más inquieto; andaba por las calles, andaba,
esperando que el mundo le devolviera una paz ya prohibida. El gato no salía
nunca. Una tarde que él estaba apurado por cambiarse y presenció desde la
puerta cómo limpiaba la habitación la sirvienta, comprobó que ni siquiera en
ese momento dejaba la pieza: a medida que la mujer avanzaba con su trapo y su
plumero, se iba desplazando hasta que se instalaba en un lugar definitivamente
limpio; raras veces había descuidos, y entonces la sirvienta soltaba un
chistido suave, de advertencia, no de amenaza, y el animal se movía. ¿Se
resistía a salir por miedo de que aprovecharan la ocasión para echarlo de nuevo
o era un simple reflejo de su instinto de comodidad? Fuera lo que fuese, él
decidió imitarlo, aunque para forjarse una especie de sabiduría con lo que en
el animal era miedo o molicie.
En su plan figuraba privarse primero de las salidas
matutinas y luego también de las de la tarde; y, pese a que al principio le
costó ciertos accesos de sorda nerviosidad habituarse a los encierros, logró
cumplirlo. Leía un librito de tapas negras que había llevado en el bolsillo;
pero también se paseaba durante horas por la pieza, esperando la noche, la
salida. El gato apenas si lo miraba; al parecer tenía suficiente con dormir,
comer y lamerse con su rápida lengua. Una noche muy fría, sin embargo, le dio
pereza vestirse y no salió; se durmió enseguida. Y a partir de ese momento todo
le resultó sumamente fácil, como si hubiese llegado a una cumbre desde la que
no tenía más que descender. Las persianas de su cuarto sólo se abrieron para
recibir la comida; su boca, casi únicamente para comer. La barba le creció, y
al cabo puso también fin a las caminatas por la habitación.
Tirado por lo común en la cama, mucho más gordo,
entró en un período de singular beatitud. Tenía la vista casi siempre fija en
las polvorientas rosetas de yeso que ornaban el cielo raso, pero no las
distinguía, porque su necesidad de ver quedaba satisfecha con los cotidianos
diez minutos de observación de las tapas del libro. Como si se hubieran
despertado en él nuevas facultades, los reflejos de la luz amarillenta de la
bombita sobre esas tapas negras le hacían ver sombras tan complejas, matices
tan sutiles que ese solo objeto real bastaba para saturarlo, para sumirlo en
una especie de hipnotismo. También su olfato debía haber crecido, pues los más
leves olores se levantaban como grandes fantasmas y lo envolvían, lo hacían
imaginar vastos bosques violáceos, el sonido de las olas contra las rocas. Sin
saber por qué comenzó a poder contemplar agradables imágenes: la luz de la
lamparita —eternamente encendida— menguaba hasta desvanecerse, y, flotando en
los aires, aparecían mujeres cubiertas por largas vestimentas, de rostro color
sangre o verde pálido, caballos de piel intensamente celeste...
El gato, entretanto, seguía tranquilo en su sillón.
Un día oyó frente a su puerta voces de mujeres.
Aunque se esforzó, no pudo entender qué decían, pero los tonos le bastaron. Fue
como si tuviera una enorme barriga fofa y le clavaran en ella un palo, y
sintiera el estímulo, pero tan remoto, pese a ser sumamente intenso, que
comprendiese que iba a tardar muchas horas antes de poder reaccionar. Porque
una de las voces correspondía a la dueña de la pensión, pero la otra era la de
ella, que finalmente debía haberlo descubierto.
Se sentó en la cama. Deseaba hacer algo, y no
podía.
Observó al gato: también él se había incorporado y
miraba hacia la persiana, pero estaba muy sereno. Eso aumentó su sensación de
impotencia.
Le latía el cuerpo entero, y las voces no paraban.
Quería hacer algo. De pronto sintió en la cabeza una tensión tal que parecía
que cuando cesara él iba a deshacerse, a disolverse.
Entonces abrió la boca, permaneció un instante sin
saber qué buscaba con ese movimiento, y al fin maulló, agudamente, con infinita
desesperación, maulló.
(Foto: La Noche Americana. Francois Tuffaut)